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postparto

Por poco me ahogo en mi postparto

Ilustración
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Dicen que para ser mamá hay que olvidarse de la vida que se tenía antes. Desprenderme de quien fui resultó ser tan problemático como tratar de adaptarme a quien soy.

Nunca quise ser mamá, ni casarme, ni vivir una vida familiar. Amo la soledad y no tener que planear mucho las cosas. Mis amigos de antes no reconocerían a la Helena de ahora. Luego de una pérdida de un embarazo sorpresa en febrero de 2011, me cuestioné: ¿verdaderamente no quería ser mamá y tener una vida familiar? Para rematar, las hormonas de los 35 años y el reloj biológico me empezaron a tocar a la puerta. 

Decidí entregarme a la sabiduría milenaria indígena y me hice baños de asiento. Los baños de asiento permiten limpiar y tratar determinados problemas en la zona genital. Producen un aumento de la circulación de la sangre hacia esa zona y hacen que los músculos se relajen. Las indígenas sostienen que esto ayuda a limpiar el útero después de una pérdida. También priorice los hábitos saludables en términos de comida y ejercicio. Sin embargo, como ya había tenido una pérdida, no me embarqué en buscar un embarazo a toda costa; preferí dejarle al universo mi ansiedad hormonal. Si se daba, sería una ganancia. Si no, seguiría con mi vida. El universo anotó y nació P.

La llegada de P estuvo llena de emociones y desafíos. Sí hay algo que trabaja la paciencia, es un bebé recién nacido con reflujo. Para ese momento yo trabajaba en una agencia de publicidad y me tomé la licencia de maternidad (afortunada yo). Sin embargo, al regresar de dicha licencia, empecé a vivir la realidad de las mamás que trabajan. Equilibrar la balanza de la maternidad y la vida laboral fue para mí, una tarea imposible. En esa oficina no había un área para extraerse. Así que mi jefe me prestaba su oficina a la hora del almuerzo. Asistí a varias reuniones con la camisa manchada de leche porque no había tenido tiempo de extraerme. 

Yo era el tetero de mi hija, pero el tetero debía ir a trabajar y el tetero nunca hizo un banco de leche, porque confió en que con la producción que tenía podía suplir la demanda. Error.

Durante el primer mes de regreso al trabajo, P tenía una niñera a quien yo cariñosamente le decía “El Führer”. Era una mujer con amplia experiencia pero, por ejemplo, me insistía en que la leche que le dejaba no alcanzaba a satisfacer el voraz apetito de P. Mi hija nunca le sonreía y la niñera constantemente cuestionaba mi forma de ser mamá. Aún me retumba con horror la frase: “No la alce mientras llora que la malcría”. Pasado el mes, El Führer decidió renunciar y ahí me vi en la tarea quijotesca de reemplazarla. En medio de esa faena, el teléfono sonaba mientras alzaba a P para una de sus micro-siestas. Era el mayor cliente de la agencia de publicidad en la que trabajaba. Yo contestaba y hablaba como sí estuviera en una escena de un crimen.

  • Cliente: Hola, Helena, ¿no tenemos más opciones gráficas?
  • Helena (susurrando, acurrucada en una esquina del cuarto de P): Se las pasamos la semana pasada y ustedes decidieron irse por esa…
  • Cliente: Es que no nos gusta nada. ¿Crees que puedes lograr algo para las 8:00 a.m que tenemos comité?
  • Helena (con tono de resignación): Dale 

Mi entorno familiar era y es hermoso, pero presentaba complicaciones. Mi mamá es abuela que trabaja y si bien contaba con su apoyo, su tiempo era limitado. Mi esposo, quien veía mi desespero y, a la vez, también tenía miedo y se sentía abrumado en este papel de papá, me propuso renunciar a mi trabajo. Me sugirió que me dedicara a P de tiempo completo. Hicimos cuentas y parecía una solución sensata. “Quédate en casa, y cuando P sea más independiente, vuelves y buscas trabajo”, me dijo él. 

Los primeros meses fueron maravillosos: teta a libre demanda para P, mamá a libre demanda para P, y todos contentos. Soy una de las pocas que puede hablar del privilegio de quedarse en casa y criar a su hija. Pero detrás de esta experiencia mágica, crecía en mí un sentimiento de derrota que se fue transformando en rabia y dolor. P creció y demandaba más atención de mi parte. Empezó a caminar y a querer explorar más y más. Fue entonces cuando me sentí absolutamente sola y aterricé en la realidad. Con el tiempo los hijos no se vuelven más independientes, sino que sus necesidades cambian. El requerimiento de estar cien por ciento presente seguía ahí, y mi promesa de volver a ser productiva se desvanecía ante la mirada curiosa de P y sus intentos imperiosos por querer descalabrarse o treparse por la ventana cuando estaba abierta.

Todos los días P y yo salíamos a pasear. Ella en su coche para poder hacer una siesta de las dos que hacía al día. Yo empujaba el coche y, con cada paso, lloraba sin motivo aparente, me sentía inútil, y percibía que mi independencia nunca llegaría. Entonces, llegó el momento: P entraría a un jardín para que yo pudiera tener unas horas para mí. La directora de ese jardín era conocida y querida por nuestra familia.
Me ofreció ayudarle con el manejo de las redes sociales para poder volver a la vida laboral. Lo hice terriblemente mal. Mi déficit de atención estaba disparado… ¡El cerebro de mamá existe! Me equivocaba en fechas, horas, y no podía articular una estrategia de comunicación. Fui a una cita con un psiquiatra, escribí una nota de cómo pasaba mis días y a la mitad de la nota me ataqué a llorar. No la pude terminar. El psiquiatra me diagnosticó trastorno de depresión y ansiedad. Renuncié al trabajo en el jardín de P; ella siguió asistiendo. 

Era claro que yo estaba perdida laboral, emocional y físicamente. Paralelamente, con P leíamos mucho un libro, uno de sus favoritos, de Oliver Jeffers. Se trata de un pingüino que llega a la casa de un niño y el niño desea devolverlo a su “hábitat”, pero al final se da cuenta  de que el pingüino no quería regresar a su hábitat, sino tener compañía. Ahora sé que el libro de Jeffers tiene todo que ver con la maternidad. Ser mamá lo saca a uno de su hábitat y lo lleva a buscar cómo sentirse cómodo en medio de la incertidumbre. Algunas se gozan la incertidumbre, otras nos ahogamos en ella, hasta que aprendemos a flotar. Y a mí me costó mucho aprender a flotar.

Luego del trabajo en el jardín de P, aparecieron otras oportunidades. Nada era estable y nada me emocionaba. Intenté emprender, pero por ahí no era la cosa. En un control con el ginecólogo le comenté que estaba tomando droga psiquiátrica. Me mandó unos exámenes y resultó que tenía déficit de vitamina D, B y tenía anemia. Cambié de psiquiatra y le llevé mis recientes exámenes. Empezamos a considerar bajar la dosis de las dos pastillas que me estaba tomando y a alternar la terapia con psicología. 

Algo estaba funcionando. De a poquitos sentía cambios. Nunca había querido aprender a manejar, a pesar de que tenía una licencia de conducir. Pero este momento tan terapéutico me hizo cuestionarme todo en la vida, incluso mis miedos. Entonces decidí agarrar el carro y llevar a P a su jardín todas las mañanas. Poco a poco fui soltando y hasta le hice algunas “decoraciones”, véase rayones en el lado derecho trasero, a nuestro carro familiar. 

Fue entonces que me llamaron para ofrecerme un trabajo maravilloso: liderar un proyecto para llevar bibliotecas a los espacios de privación de la libertad de mi ciudad. Sentía que todo se empezaba a acomodar, había conquistado nuevas habilidades y ya P no tenía ese deseo intenso de destruir todo recinto al que llegaba. La psiquiatra me dijo que ya no necesitaba volver a consulta. Y yo sentía, por primera vez desde que llegó P, una extraña sensación de libertad.

¿Que mi depresión se debió a que no tenía un trabajo que me encantara? Probablemente. ¿Que fue una depresión post-parto no diagnosticada? Nunca lo sabré. Lo que sí sé ahora es que no sólo me gusta trabajar, sino que me gusta que mi trabajo tenga un propósito. Vendrán más retos en la crianza de P, en lo laboral, y en mis relaciones, eso nunca se acaba. Pero algo dentro de mí me dice que no será igual de oscuro a mi época postparto.  

Justo ahora mi vida laboral vuelve a dar un giro que está demandando más tiempo de mí. Me estoy topando con nuevos desafíos para organizarme. Ahí voy. Eso sí, me sigo preguntando: ¿de verdad puedo lograr ser mamá de P, trabajar en lo que me gusta, y ser excepcionalmente buena en ambas?

Helena Vergara

Es publicista, pero se alejó de ese mundo y ahora trabaja llevando propuestas culturales a las cárceles. Ama desenredar nudos, cantar a grito herido en los karaokes y  no soporta que la ropa le huela a comida. Es catadora profesional de helado de menta con chocolate y duerme sin calzones.