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Bienestar Colsanitas

Comida de altura

¿Por qué la comida en los aviones era tan insulsa? ¿Por qué nos la comíamos? Y, sobre todo, ¿por qué la extrañamos?

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Hay quien dice que la única consecuencia positiva del covid es la desaparición de la comida de avión, aunque siempre estuvo reducida a su mínima expresión. Las raciones parecían concebidas para dejar a los comensales insatisfechos. Cortos tragos en pequeños vasos que avivaban la sed, minúsculos bocados que encendían los jugos gástricos sin saciarlos. Y ni hablar de repetir, los auxiliares de vuelo nacionales están entrenados para hacer sentir culpable a quien se atreva a hacer solicitudes. Supuestamente tales raciones nacieron pequeñas y se mantuvieron así con el propósito de evitar nauseas en el aire. Pero ya no hay mareos abordo ni bolsas de papel para enfrentarlos.

Desde que el terrorismo afectó la calidad de la cubertería nunca se volvió a oír abordo el melodioso tintineo del metal. Los sustitutos de plástico fueron terroríficos a su modo. Uno ni quería comer aquella comida y los cubiertos duplicaban el desafío: las sierras del cuchillo plástico no podrían tajar una nube, los dientes del tenedor saltaban ante el reto de penetrar una uva. Puras pantomimas, como el salvavidas bajo el asiento que hemos desaprendido a inflar de memoria en simulacros a los que no prestamos atención y que nadie espera realmente usar tras un desplome en medio del océano.

En un vuelo por Centroamérica hace unos años fabriqué un Pac-Man con la argamasa amarilla que había en mi bandeja. Nunca supe si esa papilla era maíz cocido o un canario hervido. La de los aviones era la única comida con la que me permitía jugar ya que tenía la convicción de que era mejor que nadie la comiera. Me recordaba los platillos de plastilina que fabricaba de niño, a mi madre le aterraba que me los llevara a la boca. Estoy convencido de que en las cajas de Play-Doh estaba el modelo platónico de un banquete aeronáutico. Un elemento de diseño en vez de un alimento, un tetris más ajustado a los compartimentos de la nave que a nuestros esófagos. Era, en resumen, una tortura ineludible para los avaros, que no pueden rechazar lo que se les pone en frente si ya lo pagaron. 

Pero cuando me preguntan cuál es mi comida favorita respondo que la de avión. Quizás sea sólo por fastidiar a mi interlocutor, aunque había algo de ensueño en ella, un anhelo futurista como de poeta violento, a lo Marinetti, visionaria al grado de ser profiláctica antes de la peste. A los ingenieros de alimentos ya se les había ocurrido previo al covid que una capa adicional de plástico no podía dañar a nadie y envolvían un recipiente de polietileno en una madeja adicional de vinipel.  La comida de avión fue tan soñadora que engendró pesadillas en suelo firme, como esas cenas congeladas para tragar frente al televisor. Pero eso es tema de otro relato. 

Lo peor de estar sentado en la última fila de un avión era ser el primero en recibir la comida. El carrito salía del fondo, donde tenían los microondas, y uno era la primera víctima de los manjares aéreos. Eso te quitaba el principal y retorcido placer: la espera. La ansiosa anticipación de ver el carrito acercarse, observar a los otros destapar sus inciertos regalos, esperar casi eternamente un turno que, cuando por fin llegaba, te tenía babeando y el sándwich de plástico envuelto en plástico sabía mejor porque el apetito estaba abierto por la envidia. 

Le pregunto a un amigo si los pilotos sufren igual y me dice que la diferencia con la comida que nos servían a los pasajeros es “del cielo a la tierra”. Pese a que hoy en día varias aerolíneas les exigen a sus pilotos llevar lonchera, es usual que les ofrezcan dos opciones de menú bastante decentes. El comandante elige primero y el otro se ve obligado a la segunda opción. Tal precaución evita que los envenenen o se intoxiquen al mismo tiempo. Por ejemplo, mi amigo cuenta que una vez su comandante se vio afectado por una feroz diarrea en pleno vuelo a Miami, luego de comerse una hamburguesa de salmón. Se trataba de un tipo egoísta que nunca le cedía la posibilidad de elegir, así que su copiloto no sintió demasiado pesar por ese coletazo del karma. Pocos intuyen lo peligrosa que es la comida de avión, aunque todos la acusan de desabrida.

Hay estudios, libros enteros, que atribuyen la insulsez a la altura, a la presión atmosférica, al clima artificial del avión. Puede que sea una excusa auspiciada por el gremio del catering para defender su honor. Según dicen, conforme aumenta la altitud, disminuyen los sentidos del gusto y el olfato. Es una combinación de la baja presión atmosférica (que cambia el comportamiento de las estructuras químicas de los alimentos) y de la menor humedad del aire (la humedad aguza nuestro olfato). Aunque estén presurizadas, la atmósfera al interior de un aeronave es la que sentiríamos a unos 2.500 metros sobre el nivel del mar, digamos, la altura de Bogotá.

Cuerpo Texto Comida en altura

Es bastante menor a los 12 mil metros a los que en realidad vuela un avión comercial, pero, de cualquier manera, esa presión artificial todavía ubica nuestros paladares bastante alto. Y a eso se suma que los aviones aún no pueden reproducir la humedad natural del aire. Entonces nuestras narices y paladares se deshidratan considerablemente, impidiéndonos percibir aromas sutiles, e incluso disminuyendo nuestra percepción de lo dulce y lo salado, realzando en cambio los ácidos y amargos. Sentimos que la comida palidece y es acartonada. Lo que quizás explique por qué siempre hay algo triste en esos platos sin importar que sean sencillos o refinados. Una tristeza notoria incluso antes de probarlos.

Cuando asesoraba a British Airways, el cocinero Heston Blumenthal consideró agregarle a las bandejas un spray nasal de solución salina para hidratar el olfato, pero la aerolínea se negó. Alguien comprobó que el quinto sabor, el umami, no se veía tan afectado por la altura, entonces Heston diseñó un menú que lo incluía en cantidades importantes. También señaló olores resistentes a la elevación, como los del comino y el cardamomo, presentes sobre todo en la comida india y poco

familiares para otros públicos. A la aerolínea le olió a problemas otra vez. Ya se sabe que la comida de avión debe ser aterrizada, apelar al gusto general para ser aprobada por todas las sardinas que vamos en la lata. 

Una vez en un vuelo de Air France, a instancias de sus padres, intenté convencer a un pequeño y obstinado vecino de asiento de probar su cena, una delgada lámina de pato a la naranja. El nene debía tener unos seis años, era su primer vuelo. Le conté que en la cabeza y la cola del avión, donde nos estaba vedado entrar, se ocultaban azafatas cargadas de trampas y escopetas, listas para cazar el ave que saliera al paso. Luego la asaban para los pasajeros, como ese pato que mi pequeño colega tenía en su bandeja. La historia le hizo gracia y probó un bocado. Un rato después miró pensativo por la ventanilla.

–Debe haber muchos aviones. No he visto ni un pato. 

Yo miré con preocupación a los padres de aquel pequeño filósofo vegetariano. No era para tanto, aquel pato seguramente era un pollo, porque los cocineros aeronáuticos prefieren cocer aves que no sepan volar. 

Pero ya ni pato ni pollo, las aerolíneas son tacañas y alegan “inconveniencia sanitaria” para no servir comida cuando en realidad las mueve la avaricia. Tal vez mi añoranza se deba a que mi primera comida de avión fue leche materna. La última fue un mísero paquete de galletas saladas y un vaso de agua, pues las aerolíneas ya nos venían preparando para las penurias del covid desde hace varios años con su austeridad alimentaria. Hace poco intenté escabullir una bolsita de maní para matar el hambre durante un vuelo de varias horas pero, según me explicó un auxiliar en la puerta de embarque, era demasiado grande para la nueva política de equipajes y me hicieron mandarla por bodega. 

Como en el último año me he comido las millas sin probar bocado, le propuse a un inversionista abrir en tierra firme un restaurante para nostálgicos aéreos. Se llamará Elevados: Comida de Altura. El restaurante quedará en la carrera Séptima con calle 47, en Chapinero, para hacerle honor al 747 y aprovechar ese barrio bogotano que

despegó como distrito culinario. Es verdad que será un desafío emular la sosería de la verdadera comida de avión, aunque estar en Bogotá, a una altura de 2.600 metros sobre el nivel del mar, juega a nuestro favor. Vamos a ofrecer platos que hemos odiado, como la pasta al pesto, o el sándwich de pollo al pesto, o el pesto por sí solo, porque la nostalgia también se alimenta del fastidio, y lo que detestamos en el pasado se trueca en amor presente, o mejor dicho en amor por el odio pasado. Podremos revivir el menú de aerolíneas extintas como SAM y AeroRepública, o próximas a extinguirse como parece ser el caso del resto. Lo esencial es dispensar comida del cielo aquí en la tierra. Puedo imaginar la escena de nuestro comedor: la gente dejará los platos sin acabar, le ofrecerá su rollo de pan a los pasajeros de al lado, se llevará recipientes de aluminio en la cartera y se preguntará, antes de arrojarlos a la basura, por qué arrastraron aquel inútil bulto a casa. Y luego desearán volar con nosotros de nuevo.

 

*Editor general de la Comisión de la Verdad, exeditor en jefe de El Malpensante.

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