Pasar al contenido principal
tricotilomanía

El extraño deleite de comer cabello

Ilustración
:

Entre los trastornos del control de los impulsos que afectan a las personas, hay dos particularmente curiosos: la tricotilomanía —el impulso de arrancarse el cabello— y la tricofagia —comérselo de manera compulsiva—. Mariana Betancur Gómez (Bogotá, 32 años) ha vivido con ambos desde que tiene memoria. En este relato comparte cómo la ansiedad, la inseguridad y la baja autoestima marcaron su experiencia, y cómo el tratamiento psicológico le permitió recuperar el control y reconciliarse con su cuerpo.

Dicen familiares más adultos, que cuando yo tenía unos dos años de edad empecé a jalarme y arrancarme cabellos de la cabeza. Yo no me acuerdo. Algunos sospechan que lo aprendí por imitación de una tía política que me cuidaba siempre, mi madrina. Ella todavía, a sus 74 años, tiene la rutina de rascarse el cuero cabelludo y arrancarse cabellos; se hace huequitos. Pero su caso nunca fue tan grave como el mío, que llegó a puntos muy extremos. Cuando tenía entre 11 y 12 años, el punto crítico, el detonante parece haber sido la situación familiar tan difícil que vivíamos: mi hermana murió. En ese momento toda mi familia entró en crisis, mis papás estuvieron muy ausentes, enfocados en sus duelos, buscando superar la situación. Se separaron un año después. 

Mi hermano y yo quedamos un poco al margen, pero él era bastante mayor que yo. Ahí me acosó muy fuerte la ansiedad y se me dispararon las manías con más intensidad. Con los asaltos de tristeza que sentía por la ausencia de mi hermana, el arrancamiento del cabello pasó a ser compulsivo, y como que bloqueaba esa tristeza o ese sentimiento. En el colegio, poco después, cuando tenía exámenes, evaluaciones o sufría momentos de mucho estrés por las notas, no podía parar de morderme los cabellos. 

Era una ansiedad, una preocupación por el futuro. Me arrancaba uno y lo mordía, me arrancaba otro, lo mordía; era algo apremiante y el piso alrededor del pupitre terminaba lleno de cabellos. Había un gesto característico mío: estaba todo el tiempo mordiendo, chasqueando los dientes como un ratón comiendo, como un conejo. Eso lo hacía todo el tiempo y me producía, por supuesto, una incomodidad en los músculos de la mandíbula. 

En esos años estaba muy de moda que las niñas se cogieran un mechón de cabellos y se mordieran todas las puntas o se abrieran las horquillas y jugaran con el cabello. Yo me arrancaba y mordía cada cabello. Primero solo me los arrancaba; después empecé a comérmelos. Lo que se volvió más frecuente.

En la adultez, en la universidad, cuando tenía parciales o entregas importantes de trabajos académicos, o si me trasnochaba estudiando, se disparaba el ímpetu de arrancarme el cabello. Más adelante, las preocupaciones económicas se volvieron también un detonante. Imaginaba situaciones catastróficas con el dinero, si lo tendría, si me alcanzaría. Igual cuando discutía con alguien, vivía una situación incómoda, tensa en lo emocional.

La arrancada del cabello era todo un ritual. Antes del impulso, de que la mano subiera a la cabeza para quitarme un cabello, sentía un hormigueo, una piquiña en el cuero cabelludo, que estaba muy sensible, como receptivo. Como si supiera lo que venía.

Logré identificar en la terapia, que hay personas que me encendían mucho el impulso, por ejemplo, en relaciones afectivas que no eran sanas; también algunas personas que quiero mucho, pero con las que siento una necesidad de satisfacerlas, de complacerlas, para que no me juzguen. A veces tenía pensamientos intrusivos de que de pronto alguien en particular no iba a estar de acuerdo con algo que yo hiciera, dijera o pensara, lo que sea, sin importar si en realidad a esa persona le interesaría o no; identifiqué que en esto había un disparador; el temor a ser aprobada me generaba la ansiedad de ser validada, valorada; cuando sentía que algunos particulares me juzgaban, mis manías se disparaban terriblemente. Esto también lo traté mucho en la terapia.

En ocasiones también me arrancaba pelos de las cejas y las pestañas, pero no tanto; esto no ha sido muy grave. En este momento, por ejemplo, en el que mi pequeña hija Rita está hospitalizada, he tenido de vuelta las ganas y me he tenido que controlar mucho para no eliminar cabellos de mi cabeza. Entonces, me consiento las cejas, hasta que termino arrancándome uno que otro pelito y me lo meto a la boca. Pero logro controlarme más ahora. También me como las uñas; lo hago todavía y nunca lo he visto como un problema, porque no me he hecho daño, como sacarme sangre, y no he llegado a puntos graves como me pasó con el cabello.

La American Psychiatric Association afirma que unos 127 millones de personas en el mundo padecen la tricotilomanía y unos 94 millones la ticofagia.

No siento que esta sea una conducta discapacitante, pero sí ha interferido en distintas ocasiones en mis relaciones personales. Recuerdo mucho que cuando era pequeña a mi hermano le enfurecía el ruido de mi mordisqueo de los cabellos. Me hacía sentir muy mal y a la vez me daba mucha rabia. También hubo una época en la que empecé a sentir mucha incomodidad y rabia, rebeldía, cuando alguien intentaba controlarme y me regañaba o me decía, “Mariana, no lo hagas”. En distintos momentos de la vida sufrí muchas fricciones con personas de mi entorno. Entre más ansiosa, más lo quería hacer; entre más me dijeran que no lo hiciera, más ganas me daban de hacerlo, y más rabia y ansiedad sentía, como en un círculo vicioso.

La arrancada del cabello era todo un ritual. Antes del impulso, de que la mano subiera a la cabeza para quitarme un cabello, sentía un hormigueo, una piquiña en el cuero cabelludo, que estaba muy sensible, como receptivo. Como si supiera lo que venía. Después me consentía la cabeza para seleccionar el cabello ideal, perfecto, que debía tener una consistencia, un grosor, una textura, una extensión. En esa búsqueda, cuando lo encontraba le daba varios jalonazos, no lo arrancaba de un solo tirón, sino que le daba varios jalonazos, para que se sintiera ese dolorcito placentero varias veces antes de arrancarlo. Cuando lo arrancaba, el objetivo era que saliera completo, con la raíz, que es blanquecina, fría. Tenía una sensación placentera, nada dolorosa. Parte del ritual era, después, acariciarme, consentirme la piel de la cara, los labios, la nariz, con ese cabello, con la raíz fría; después mordía la raíz y el resto del cabello, hasta dividirlo en partes muy pequeñas y escuchar el sonido del mordisqueo.

Este ritual dejé de celebrarlo hace mucho tiempo. Ahora, a veces, todavía me dan ganas de quitarme una ceja o lo que sea, porque me dan ganas de escuchar ese sonidito del cabello con los dientes. En el bachillerato, me arrancaba un cabello y me lo metía en alguna fosa nasal hasta estornudar. Esto también me producía mucho placer. 

Algunos pedacitos de cabello se me incrustaban en las encías. Era muy doloroso. Una vez tuve un dolor de muela muy fuerte. Fui a odontología y tenía un taco de cabellos entre dos muelas. Este es el único dolor que tuve en mi bienestar físico, en mi salud física, por comer cabello. Pero en mi salud mental, emocional, causó muchos efectos. Por ejemplo, era muy duro, muy doloroso, empezar a verme los espacios calvos en la cabeza y saber que era muy difícil recuperar esas zonas de cuero cabelludo ya muerto.

Cuando tomé la decisión de dejar de comer mis cabellos, había tocado fondo mi salud mental con el trastorno de ansiedad. A lo largo de la vida me afectó mucho, porque era mi forma de negar lo que estaba sintiendo. Si sentía rabia, me autolesionaba arrancándome el cabello; si sentía tristeza, me autolesionaba; si sentía ansiedad, igual; durante muchos años no afronté las emociones que vivía; no de manera saludable, sino que ese era mi mecanismo para afrontarlo. Por supuesto, esto generó una gran acumulación de tensiones y experiencias que más tarde, en terapia, empezaron a aparecer, a ser más difíciles de tratar, de entender. Por fortuna lo he logrado.

Cuando era pequeña, siempre me halagaban mucho por ser sonriente, una niña que no hacía drama por nada. “Muy juiciosita”, tranquila, llevadera, fácil de manejar.

Pasé muchos años en terapia psicológica y de otro tipo, como terapias alternativas, en las que siempre surgía el tema del cabello, pero nunca se abordaba, se dejaba de lado. Yo misma lo esquivaba y me enfocaba en la terapia, en otros temas importantes de mi vida, que obvio terminaron relacionados con esa manía autolesiva. En 2024 tuve una crisis fuerte, me rapé y tomé la decisión de dejar de arrancarme y comerme el cabello. Necesitaba algo así, un choque. Empecé a notar que ya no me crecía el cabello en ciertas zonas de la cabeza, porque estaba muy lesionado mi cuero cabelludo. Asistí a una consulta con una dermatóloga especialista en cuero cabelludo y de inmediato me dio el diagnóstico: ticotilomanía y ticofagia. Tenía ambas. Ticotilomanía es arrancarse el cabello y ticofagia es comérselo. Me dijo que estas manías se desarrollan, por lo general, en algún momento decisivo de la vida de las personas. En mi caso fue desde muy pequeña, pero no hubo un momento puntual de por qué me pasó. No sé cómo las adquirí.

La dermatóloga me mandó un tratamiento para restaurar lo que se pudiera del cuero cabelludo y otro para recuperar mi estabilidad emocional. Me remitió a psiquiatría y a terapia cognitiva conductual. Pero una psicóloga humanista que me trataba desde hacía unos cuatro años me ayudó con la terapia. De allí surgió que los motivos iniciales pudieron ser la imitación y, sobre todo, la represión de emociones de bajo tono, como la rabia, la tristeza, la frustración, la decepción. Cuando era pequeña, siempre me halagaban mucho por ser sonriente, una niña que no hacía drama por nada. “Muy juiciosita”, tranquila, llevadera, fácil de manejar. Todo esto terminó convertido en un yugo, porque cuando me sentía de otra forma, no era capaz de expresarlo, porque se me halagaba por lo contrario, por ser alegre, tranquila, sonriente y no poner problema y ser neutral en las tomas de decisiones en grupo. 

Desde la adolescencia y después en la universidad, para mí era muy evidente que una gran dificultad que padecía era expresar esas emociones de bajo tono. Las bloqueaba, y mi manera de canalizarlas era arrancándome el cabello. Pero siempre simulaba bienestar, alegría, sonrisas. Me costaba mucho conectarme con esas emociones.

La dermatóloga me formuló un medicamento natural por seis meses, un adaptógeno para nivelar o reducir el estrés y la ansiedad, y un spray para el cuero cabelludo, contra la calvicie, que me sirvió muchísimo; lo usé también durante seis meses; el cabello me creció muy bien, cogió fuerza; ya no tengo tantos huecos o ya no se ven. Creció muy distinto mi cabello.

Durante meses la psicóloga me atendía una hora a la semana. Al principio, cuando caía en crisis porque no podía controlarme, me veía dos veces. Ella me formulaba varios ejercicios para que identificara qué estaba pensando en los momentos previos a que se desatara el impulso y anotara cuáles eran los detonantes. Era como llevar un diario de campo. Al aparecer la conducta irresistible, en primera instancia, la tarea no era controlarla, porque era muy difícil al principio; sin embargo, debía intentarlo; si no lo lograba, no había problema. También me puso a realizar ejercicios de escritura en los que yo me escribía a mí misma en medio de situaciones difíciles del pasado, para que expresara lo que sentía y pensaba. Esto me ayudó bastante. Salieron muchas cosas a la luz que no había notado, que no sabía que tenía en mi interior. La terapeuta me daba herramientas para soltar esas situaciones difíciles, pero también para atenderlas cuando surgieran en mí. Para controlar mis manías.

A la vuelta de dos meses, después de escarbar en mi pasado y en mis emociones, empecé a controlar las manías. Estaba más alerta conmigo misma, lo que me llevó a un estado de hipervigilancia muy agotador. Esto me ponía irascible, porque entré como en un síndrome de abstinencia, y me causó bastantes problemas con seres queridos. Todo me costaba: relacionarme con los adultos, hasta con mis padres, porque los culpaba de no haberme ayudado cuando me autolesionaba. Después entendí la situación de ellos, para no llenarme de resentimiento. 

Era muy difícil verme en el espejo. No me crecía el cabello o crecía mal, entre huecos. Y también afectó mucho mi autoestima por no sentirme bella, atractiva. Fue bastante duro. Por supuesto tuvo efectos en mi relación de pareja.

Con el tiempo logré entender mejor mis manías y ya no me causaban tanta ansiedad. Además, dejé de bruxar, porque bruxaba mucho por las noches. Esta era una conducta que estaba amarrada a mi manía de morderme el cabello; durante el día apretaba la mandíbula triturando los cabellos, y en la noche seguía haciéndolo, pero sin cabellos. Me despertaba con un dolor terrible en los músculos de la mandíbula y me afectaban neuralgias muy fuertes.

Hoy me siento orgullosa del proceso que he recorrido. Intenté muchas veces sin lograrlo, porque nunca tuve el compromiso ni la firmeza para atender este problema. Tuve que llegar al punto de sentirme y verme muy mal para decidir hacerlo. Siento que lo logré, aunque sé que no puedo bajar la guardia. Debo estar atenta, pero ya no vivo en ese estado de hipervigilancia que me acompañó durante los primeros meses de terapia. Ahora veo a mi psicóloga una vez al mes, a veces más, a veces menos, según lo que esté viviendo. Ya no hablamos del cabello. Y eso, creo, también es una señal de sanación.