Pasar al contenido principal
Popó: una cuestión incómoda

Popó: una cuestión incómoda

Ilustración
:

Hace unos días, mientras almorzaba en un centro comercial, me distraje leyendo un post de Parque Explora en el que explicaba cómo nuestro popó puede convertirse en oro. Miré a la señora que estaba al lado mío mientras almorzaba y pensé en que también cagaba, así como todos los que estábamos en el patio del lugar atiborrándonos de comida. 

Y me dio un poco de risa. 

Hace un tiempo circuló un meme que decía que viajar era lindo pero que cagar en la casa no tenía precio. Le di like. Después, en un chat de amigas, una compartió el post diciendo que adivinaran a quién le había gustado. Me volví a reír. 

En el Stand Up de Ali Wong (Baby Cobra, Hard Knock Wife y Don Wong), la actriz de la aclamada serie Beef, que se transmite en Netflix, hay un pedacito en el que dice que odia ir a trabajar todos los días, entre otras cosas porque eso significa cagar en su lugar de trabajo. Menciona las peripecias peristálticas y de otros órdenes para poder deshacerse de sus desechos sin que nadie lo note, las horribles flatulencias que pueden escaparse; de los zapatos como forma de acusar al dueño de alguna cagada, del tiempo que tarda, e incluso del tipo de dieta que lleva. 

Durante algunos años, asistí a un taller de escritura, y recuerdo que el profesor sufría con los fragmentos escatológicos, era como si en silencio, se lamentara porque las criaturas humanas tuvieran que pasar por ese trance penoso. Siempre me preguntaba si ese pudor lo sentía particularmente con las mujeres, que el imaginario ha instituido como pulcras. Quién sabe, el tema es extenso, como nuestro intestino grueso, esa tripa cilíndrica de 1.5 metros en forma de anillos vascularizados que se encarga del proceso de digestión, y que contiene neuronas, levaduras, más de 20 tipos de hormonas (como la serotonina y la dopamina), al igual que billones de bacterias necesarias* —microbiota—, para que ese proceso loable de producir 54 kilos anuales de excrementos, ocurra a diario mientras la vida continúa. 

Como los primos desprestigiados están los pedos, que son tan terribles como fascinantes. Sus sonidos nos exponen a la vergüenza y cuando se acumulan más de la cuenta son una tortura hasta que podemos expulsarlos: sentimos que estamos de vuelta en el mundo de los sanos. Amo a Kate Winslet por cosas como esta: “El segundo después de salir de una alfombra roja, estoy en mi carro, en pijama, comiendo papas fritas y tirándome pedos”. El pudor excesivo y el escrúpulo nos obligan a esconderlos pero están ahí, son parte de nosotros. Y este dato insólito: la ciencia dice que las mujeres suelen hacerlo más seguido que los hombres y que además los nuestros son más olorosos por razones hormonales. 

Es una maravilla poder cagar y tirarse pedos, a pesar de que la publicidad nos vende cuanto antiflatulento haya para silenciar ese órgano desvalorizado, que nos hace sufrir cuando se inflama, cuando comemos de más o muy pesado. La verdad es que una persona sana expulsa —en promedio— 15 pedos diarios, algo así como un litro de gases. 

Aunque estamos de acuerdo con que la casa es el lugar ideal, aprendemos a ser estratégicos para salir victoriosos en una situación de emergencia. Hablar de los baños de los aviones es un tema aparte, esos que se vuelven verdaderos cagaderos en horas pico de los vuelos largos. Por estas cabinas presurizadas flotan cantidades industriales de sulfuro de hidrógeno, hidrógeno de carbono y metano, gases que potencialmente son inflamables. Y hay que mencionar el gran clásico: los ascensores. Esos cubículos de tránsito en el que en ocasiones ocurren accidentes y queda un hedor del que no se puede culpar al perro: la diferencia alimentaria no miente. 

Ali Wong dice algo interesante sobre la diferencia entre hombres y mujeres respecto a este hábito. “Los hombres nunca se olvidan de cagar. (…) Tienen su ritual sagrado cada mañana para convocar la mierda. Se sientan ahí para evitar la realidad y la responsabilidad de la vida. Un lujo que las mujeres no podemos darnos. Las mujeres tenemos mucha culpa y vergüenza como para sentarnos cada mañana a la misma hora. En cambio nos viene en el momento más inoportuno”. 

Algo que sí es cierto es la manera como nos han educado a las mujeres a diferencia de los hombres, con respecto al tema. Nos enseñaron por supuesto a aguantarnos, a no hablarlo, a pretender que no existe. Por eso no es raro que el estreñimiento sea un mal que nos afecte en mayor medida a las mujeres. Una realidad que se explica tanto desde la biología —cambios hormonales—, como desde la psicología —los trastornos que suponen los viajes y la socialización, por ejemplo—.   

Tengo una amiga que siempre tuvo escrúpulos frente a este asunto. Le pregunto y me contesta que hay unas máximas que tienen que ver con la compasión por el otro. Es de las que nunca entra al baño a hacer el ‘dos’ si no es en la casa: “por fortuna he sido como un relojito y pocas veces me ha pasado que el afán me agarre fuera de base”. Le tiene pánico a perder el recato porque dice que de eso no se vuelve. “Nada de soltar todo el arsenal en la cama y que el otro se tenga que tragar la nube verde”. Sus reglas: cerrar la puerta, prender el extractor o abrir la ventana, quemar un fósforo o tener un buen fushie spray a la mano. 

En el teatro hay una costumbre curiosa y es que antes de salir al escenario, los artistas jamás se desean buena suerte. En lugar de eso usan la expresión “Mucha mierda”, cuyo origen se remonta a los siglos XVII y XVIII cuando las personas más adineradas se movilizaban en carrozas tiradas por caballos. La creencia popular decía que si había mucha mierda a la entrada, significaba la asistencia de personas influyentes que dejarían buenas propinas a los artistas al finalizar la obra. A más mierda, más monedas. 

A los 15 años, mi hermano fue víctima de un ataque armado y los médicos, en el afán de salvarlo, tuvieron que someterlo a una colostomía. Se trata de un procedimiento en el que se clausura el ano temporalmente y se deja salida por el estómago, por donde se hacen las deposiciones a través de unos dispositivos desechables. Una situación con la que tuvo que vivir un par de meses. Muchos años después, ya recuperado, sufrió una obstrucción intestinal dolorosísima que, de nuevo, puso en riesgo su vida. Le sacaron varios centímetros de tripa necrosada y a punto de causar una peritonitis aguda. Cada tanto los intestinos vuelven a recordarle ese ajuste allá en lo profundo. No sufre nunca de estreñimiento, y el recorrido que hacen sus excrementos—por supuesto—, es más corto.  

Cuando era niña me caí en un pozo séptico. Estuve unos segundos sumergida en mierda de cerdo de pies a cabeza y quizás ahí algo cambió en mí. Perdí un poco el pudor y la vergüenza, y siento que ninguna relación puede consolidarse sin abrazar ese destino común de mierda y gases que se despiden a diestra y siniestra. Nos recuerdan nuestra naturaleza, se encargan de ponernos en el suelo cuando el ego se nos va un poco más arriba de la cuenta —a través de ese mensaje de hedores fétidos imposibles de ignorar—. Nos recuerda que no somos inmortales, eso que con tanta habilidad sabemos hacer los humanos. También que todos estamos hechos de lo mismo, aunque tantas convenciones culturales se empeñen en hacernos creer lo contrario. 

Se dijo siempre que no había que mirar la mierda, pero yo (por vivir cerca de médicos), sé que hay que estar atenta a lo que puedan decirnos. A sus formas, consistencias y coloraciones, a la presencia —maligna—, de sangre. 

Con la atención puesta ahí abajo, pensé también en la importancia de enseñar a nuestros hijos a limpiar la propia mierda —esto en un sentido tanto literal como figurado—. Alguien que no se encarga en primer lugar de sí mismo, de mantener con decoro la propia humanidad, difícilmente puede ser tomado en serio. 

Pensé en todo esto el día del almuerzo en el centro comercial. La idea fue creciendo como el bolo fecal que tarda horas procesando para salir a la vida. Le di forma mientras leía en la cama, y agradecí porque M dormía profundamente mientras yo podía liberar lo que los fríjoles que había almorzado producían en ese biodigestor natural que es mi intestino. Recordé con asombro un post sobre las trazas de metales comercializables que hay en la materia fecal y que en efecto sostienen una minería excremental de millones de dólares. Al fin apagué la lámpara y cerré los ojos mientras me reía —en voz baja—.

*Tomado de la Serie ‘Fó, Amar tu asco’, publicada por Parque Explora.

Manuela Lopera

Escritora y cocinera