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Bienestar Colsanitas

La magia del páramo

Fotografía
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Muy cerca de Monguí, en Boyacá, se encuentra el páramo de Ocetá. Un mundo de frailejones dorados, venados de cola blanca, cascadas y montañas imponentes.

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odos dicen que Ocetá es el páramo más lindo del mundo, pero nadie recuerda exactamente quién lo dijo o desde cuándo carga con tan honorífico título. Unos aseguran que fue un japonés el primero en decirlo, y otros que se lo ganó hace años en un concurso de los páramos más bellos. Lo cierto es que, en Colombia, un país que alberga el 60 % de los páramos del mundo (el resto se encuentran en Venezuela, Ecuador y Perú), Ocetá brilla por su singular belleza.

En un recorrido de 17 kilómetros se abren las puertas de un poderoso ecosistema: peñas con leyendas muiscas, frailejones de diferentes tamaños, lupinos morados, cascadas, venados, formaciones rocosas envueltas en musgo amarillo, cuevas prehistóricas, lagunas y un paisaje que, a 4.000 metros de altura, ofrece la posibilidad de dejarse seducir por los secretos de la naturaleza.

El camino arranca en Monguí, un pueblo colonial en el departamento de Boyacá con calles de piedra, una enorme basílica con obras del reconocido pintor Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos, y el famoso Convento de los Franciscanos, construido entre los siglos XVII y XVIII. En las casas de tapia blanca cuelgan pelotas de diferentes colores que le han dado al lugar el nombre de la capital mundial de los balones. Fue desde ese pueblito enclavado en las montañas que diferentes fábricas surtieron de balones al país durante décadas, antes de que aparecieran los fabricantes chinos y se adueñaran del negocio.

Páramos de Colombia

Valle de frailejones y piedras

Tres kilómetros separan al pueblo de la entrada al páramo de Ocetá. Se puede contratar una camioneta para subir ese trecho (cobran $30.000 el recorrido y caben cuatro personas) o caminar desde Monguí mientras se observan cultivos de papa y se ve a las vacas pastar. Al día, solo 80 personas pueden visitar el páramo, y casi siempre el cupo está lleno. Además de los turistas colombianos, decenas de franceses, alemanes, japoneses y españoles atraviesan el mundo para conocer Ocetá.

A pocos minutos del recorrido aparece a lo lejos la peña de Otí, un lugar sagrado para los muiscas. Según la leyenda, la peña se abre por la mitad una vez al año, durante una noche de Luna llena, para revelar la ciudad dorada que habita en su interior. Con la vista de la peña se inaugura el ingreso al ecosistema del páramo: una tupida trenza de montañas que conforman un paisaje cargado de verdes, azules y amarillos.

En el lugar se siente la inmensidad del páramo y, si se tiene suerte, se pueden ver águilas, cóndores, conejos sabaneros, ranas y venados de cola blanca como los dos que aparecieron la mañana en que hicimos el recorrido. Se quedaron inmóviles un rato, para luego seguir la marcha. Más alto, llegando a los casi 3.800 metros de altura sobre el nivel del mar, emerge una larga muralla de piedra que se pierde en el paisaje. La llaman “Muralla Muisca” y está rodeada de un jardín de delicados lupinos violeta y senesios amarillos y rojos.

Luego aparece, como el protagonista de esa primera parte del camino, el enorme valle de los frailejones: plantas verdes, blancas, amarillas y doradas. Crecen un centímetro al año y se encargan de absorber el agua de la neblina y conservarla. Sabios habitantes del páramo de 200, 300 y hasta 500 años, que pueden llegar a medir hasta siete metros de altura.

Páramo de Ocetá

Subiendo un poco más y poniendo a prueba la fuerza de las piernas y los pulmones, se llega al punto más alto del recorrido: el Cerro de las Águilas, un mirador ideal para contemplar la extensión del páramo y sus precipicios. El viento azota con fuerza y, bajo un sol picante, es el sitio perfecto para detenerse, comer algo y recargar energías.

Al bajar del mirador, el camino conduce a la ciudadela muisca, coronada por La Piedra del Indio, una roca inmensa que refleja el perfil de un chamán muisca. Para llegar hasta allá es preciso adentrarse en un sinfín de pendientes rocosas, cuevas y recovecos. Los montículos de piedra, cubiertos por musgo verde y amarillo, servían a los muiscas para enterrar a los muertos. Atravesando el pasadizo de piedra se llega a la cascada de los Penagos: un delgado hilo de agua rodeado por miles de frailejones.

El camino de regreso se hace por otro lado del páramo. Se pasa cerca de una pequeña laguna y se empieza un descenso para valientes. Durante casi dos horas hay que bajar por un terreno inestable y empinado, poner a prueba la paciencia, pues no hay de dónde sostenerse, y dar cada paso con confianza. Luego de siete u ocho horas caminando, en las que la belleza del lugar se encarga de disipar las molestias del esfuerzo físico, se culmina el paseo. Entonces, al salir de la magia del páramo, recargado de la fuerza de la naturaleza y del silencio de la montaña, se puede enfrentar la vida, tal vez, desde otro ángulo.

Para tener en cuenta

-Monguí queda a cuatro horas de Bogotá y a 20 minutos de Sogamoso.

-Para entrar al páramo hay que pagar el servicio de guía, pues el lugar es inmenso y es muy fácil confundir los caminos. El servicio puede costar entre $35.000 y $40.000 por persona, dependiendo de la compañía de turismo que elija.

-En el páramo el clima es impredecible, por lo que hay que ir preparado para el frío extremo, la abundante neblina y los caminos encharcados, así como para el sol inclemente.

-Se recomienda llevar zapatos con buen agarre, bloqueador, sombrero, chaqueta impermeable, gorro, guantes, dos botellas de agua (en el camino también puede tomar agua pura de la montaña), frutas, maní, bocadillo y un sánduche o algo para almorzar.

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