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Bienestar Colsanitas

¿Por qué dejé de depilarme?

Ilustración
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¿Quién te va a querer si dejas de depilarte? Ahora bien, ¿esa es la pregunta que debemos hacernos las mujeres?

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reo que me obsesionan los pelos, los vellos, porque me obsesionan las cosas que evitamos cuestionar para no incomodar. Supongo que me obsesionan porque pienso en las niñas del futuro, porque contra todo pronóstico me gusta pensar en futuros. Y me obsesionan, sin duda, porque me seducen, me da placer verlos, palparlos, poseerlos, y quisiera no tener que pagar un precio tan alto por asumir ese gusto, esa libertad.

Antes de plantarme en la decisión firme de no volver a quitarme los vellos, hice varios intentos que fracasaron por algo que creí eran las ineludibles imposiciones sociales, pero que en realidad se debió a la debilidad de mi carácter y mi convencimiento. Incluso una vez llegué a adoptar esa espantosa moda de mi generación de tener el coño pelado, supongo que porque quería pertenecer a algo, y ese era el estilo que habían popularizado las chicas de Sex and the City, que predominaba y aún persiste mayoritariamente entre las treintañeras de Occidente.

Es que, si durante la mayor parte del siglo XX el vello púbico fue considerado como algo atractivo y la depilación genital fue poco común, para finales del año 2000 —comienzos de mi adolescencia— gracias al cine, HBO y la pornografía, ya el asunto había dado un giro absoluto: era cada vez más común que una mujer asociara el vello púbico a la suciedad y al mal gusto, mientras que los hombres jóvenes, influenciados por la estética pulida, retorcida, que emula aspectos infantiles en el porno, empezaban a asociar las vellosidades a la vejez y la fealdad. Lo pulido, lo pulcro, lo impecable, fue desde entonces una seña de identidad de nuestra época, como señaló el filósofo Byung-Chul Han. “Lo pulido que no daña. Tampoco ofrece ninguna resistencia. Sonsaca los me gusta”.

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"Era cada vez más común que una mujer asociara el vello púbico a la suciedad y al mal gusto, mientras que los hombres jóvenes empezaban a asociar las vellosidades con vejez y fealdad".

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No creo que sea una coincidencia que fueran hombres mucho mayores que yo, y no mis contemporáneos, quienes solían encontrar atractivos los vellos de mi coño. No era muy consciente entonces de que esta marca generacional me excluía, ni de que cuando consumía pornografía hacía búsquedas vintage porque necesitaba y quería ver pelos en los actores. Era consciente, sí, de que la depilación púbica parecía una consecuencia de nuestras guerras de liberación perdidas, y no una insignia de los poderes renovados de “autodeterminación” de la mujer, como ciertos anuncios publicitarios y activismos sociales pretendían hacernos creer. Tenía claro que las mujeres no hacíamos lo que hacíamos con nuestros cuerpos por haber llegado a preferirlo, pero también que ser consciente de algo sirve de poco cuando el miedo a la mirada ajena es más fuerte que todo.

Pelos CUERPOTEXTO

Intuía que lo más cómodo era aprender a mentirnos. Miren que lo que la campaña publicitaria de la marca de cuchillas de afeitar Billie recientemente volvió a poner en evidencia, es que nos gusta celebrar los mecanismos de persuasión que incentivan al autoengaño. En 2018, Billie lanzó un video promocional con modelos exhibiendo sus vellos en todo el cuerpo y lo acompañó con este eslogan: “Pelo. Todo el mundo tiene. Incluso las mujeres. El mundo finge que no existe. Pero existe. Así que como sea, cuando sea, si alguna vez quieres depilarte, estaremos aquí”.

La farsa retorcida consiste, precisamente, en pretender hacernos creer que somos nosotras quienes elegimos. Como si los demás ya hubieran aprendido a vernos hermosas y normales con o sin vellos, y depilarse fuese sólo un tema de preferencias. Como si nuestro criterio estético estuviese dirigido por un gusto pasivo e independiente, y de todas las cuestiones que deberíamos desaprender, las estéticas no fueran problemáticas. Cedemos así, sin cuestionar, y pagamos diez dólares por una cuchilla que hace el mismo daño que una de tres: irrita, raspa, pone la piel más vulnerable y nos mantiene esclavas.

Pero lo grave, me parece, es que aquellas estrategias nos desvían del punto que importa, y es que no podemos hablar de elecciones personales cuando no hemos tenido opciones. Es simple. No empezamos a depilarnos como empezamos a preferir unos colores sobre otros. Empezamos a depilarnos porque era la única manera en la que podíamos ser y parecer.

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"La farsa retorcida consiste, precisamente, en pretender hacernos creer que somos nosotras quienes elegimos. Como si los demás ya hubieran aprendido a vernos hermosas y normales con o sin vellos, y depilarse fuese sólo un tema de preferencias".

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Fíjense que a mi abuela le gustaba repetirlo: una mujer no solo debe ser sino parecer ser. Era su eslogan. Y supongo que cuando mamá quiso empezar a depilarme fue porque creyó que había llegado el momento de ayudarme a parecer. Yo tenía doce años y en la escuela me decían “mujer loba”. Mi cabellera frondosa era del color del centeno y no hacía juego con el de mis vellos espesos, y menos con el de mis cejas gruesas unidas y oscuras: mamá había decidido aclarar mi melena con extractos de manzanilla desde que yo era bebé. Los niños me comparaban con caricaturas. Desde chica y por gracia del popular Enrique de Plaza Sésamo, me llamaron “Enrica”. La única manera de empezar a aspirar a cierta belleza armoniosa, aunque remota, parecía ser deshaciéndome de mis espeluznantes y voluminosos vellos.

Todas mis amigas llegarían a hacer lo mismo por idénticas razones: encajar en ficticios pero aceptados ideales de belleza y feminidad. No ser mujeres burladas y disminuidas. Ser elegidas. Poder coger, amar, desear. Pareciera, sin embargo, que cuanto menos conocemos la causa de nuestras elecciones, más dispuestas estamos a defenderlas con furia. Justificamos nuestras supuestas preferencias aunque no sean propias. Repetimos sinsentidos como que los pelos pican y ensucian.

No sé por qué insistimos en ignorar que la depilación femenina contiene una historia de siglos de dolor y sumisión de las mujeres. Lo explica la escritora española María Barba en su libro Depilación definitiva. Se trata de una historia que, en la modernidad, no empezó precisamente tras la decisión de Gillette de dirigir productos hacia el cuerpo femenino después de la Primera Guerra Mundial, ni cuando las mujeres empezaron a exhibir partes de su cuerpo donde los vellos suelen ser más excesivos, como siempre nos cuentan. 

Las nuevas tecnologías sólo respondieron a esa necesidad femenina —que ya respondía a un ideal masculino— de depilar con menos riesgos los cuerpos; sin usar cal y arsénico, o raspar las pieles con láminas de carbón, por ejemplo. Me gusta cuando Barba escribe que “la historia es contada y reconstruida por los que ganan pero repetida siempre por las que se conforman”, porque creo que lo que sigue atrofiando nuestras capacidades de transformación es precisamente esa tendencia a conformarnos, y a ver ese acomodamiento como algo inofensivo.

No me haría falta coger con demasiados hombres para entender que, entre todos los ideales absurdos, ese, el de la piel tersa y las superficies lisas, era el que con más frecuencia erotizaba sus emociones, amplificaba sus deseos. Me harían falta, sí, un par de relaciones y varios desencuentros para llegar a aceptar que me estaba acomodando a sus antojos: me depilaba especialmente para complacerlos. A mí me gustaban mis pelos. Saber que el placer de acariciarme las axilas podía ser tan divino como el de enredarme los dedos en los vellitos del coño. Saborear mi textura y sentirla.

Escribe Rebecca M. Herzig en su libro Plucked: A History of Hair Removal, que “cuando se les pregunta a las mujeres de Estados Unidos sobre las razones por las cuales se depilan, la mayoría dicen que lo hacen porque se sienten más limpias y atractivas, o porque quieren animar a sus parejas a que les hagan sexo oral”. Pienso que alguna vez fueron esas mis razones, y que aunque aparenten ser válidas y sencillas y sigan siendo las que con más frecuencia escucho por parte de amigas y conocidas, nos hace falta reflexionar sobre lo que verdaderamente implican.

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"Me haría falta, sí, un par de relaciones y varios desencuentros para llegar a aceptar que me estaba acomodando a sus antojos: me depilaba especialmente para complacerlos. A mi me gustaban mis pelos".

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Otras mujeres aseguran que se hacen la cera brasileña para “ofrecerla como regalo”, dice Herzig, y mientras leo recuerdo avergonzada ese momento en el que hice exactamente lo mismo: fue mi primera y última depilación brasileña en manos de una extraña. Ella fue práctica, y me dejó los labios duros como camarones cocidos y la piel de la vulva encandilada. Pero lo peor no fue el dolor del arranque, que experimenté con cierto goce, sino la hinchazón y el hormigueo que me impidió coger esa noche y las tres siguientes: el tiempo justo que habíamos reservado mi amante y yo para unas cortas vacaciones de playa. Sé que no era baja la dosis de patetismo que contenía mi regalo, pero en ese momento lo inevitable fue sentirme tan culpable como otras veces en las que pensé haber arruinado un romance por causa de mis pelos.

Mi coño no permaneció lampiño por más de un par de semanas, pero durante años seguí depilándome el resto del cuerpo con cierta frecuencia porque me la pasé cogiendo y enamorándome de gente que despreciaba los pelos. Sí: conformándome. Llegué a amar a un hombre que decía que chupar un coño peludo era como comerse una mazorca sin lavarla ni quitarle las hojas, pero tampoco ponía sus labios en mi sexo cuando no había un mínimo vello en su horizonte. Ahora pienso que aceptar esto habla peor de mí que de él, porque siempre he creído que el sexo sin sexo oral no es sexo, y por tanto lo que tuve con este hombre fue mucho amor y estupidez.

Supongo que en parte porque quería reafirmar mi rechazo a las tiranías del láser, acompañé una tarde a una amiga bartender a hacerse una sesión para remover los vellos de sus piernas. Le emocionaba mucho saber que no volvería a perder el tiempo con cuchillas, pero aún hoy se lamenta por unas pequeñas manchas que le dejaron en los tobillos esas doce sesiones de cinco mil dólares. Sentí horror al verle las piernas satinadas y lisas como salamandras rojas. Pero quizá lo que más me impactó fue verla tan feliz.

Ella logró persuadirme para ir a uno de esos salones en los que depilan con hilos a que me “arreglaran” las cejas, y entonces volví a encarnar por un instante a esa niña “Enrica” temblando frente al espejo. Cerré los ojos. Luego vino su voz con un solemne: “¡Wow! Esta noche duplicaremos las propinas, mi bella”. Lo impactante fue descubrir que su afirmación no era del todo exagerada. Lo triste fue acostumbrarme a arreglar con hilos mis cejas no porque me sintiera más bella —de hecho, me sentí siempre extraña—, sino porque muchos me veían más guapa, y esa imagen, que era parte de mi trabajo en el bar —maldita sea— representaba dinero, un falso poder y resignación. Sería hipócrita no aceptar que una parte importante de mi salario en los bares me la ganaba vendiendo la piel. Y que no, que para eso no me hacía falta coger. Y que sí, que sin percatarme fui acomodándome en lo incómodo, como pasa con todo.

***

Le pregunto a mamá por qué decidió volverme rubia y dice que pensó que el rubio le sentaba mejor a mi cara que el negro. Le digo que quizá esa idea le viene de la creencia en que lo rubio suele ser superior, y me responde que de ninguna manera, pero que, pensándolo bien, el rubio sí es lo más grandioso. Le cuento que hace tiempo dejé de depilarme y se exalta: “¿Y así vas a la piscina? ¿A exhibir la mota?”. Así voy a la piscina, a exhibir la mota, exagero. “¡Ay no, por favor, sucia no!”. Ninguna va a convencer a la otra, y como eso pasa con tantas cosas, cambiamos el tema. Soltamos el teléfono. Aunque esta vez no sin que ella vuelva a preguntarme que cuándo es que voy a cortarme el pelo, que lo llevo cada vez más largo, “como virgen de pueblo”.

Le digo que nunca, aunque no sea cierto. De todas las personas que conozco, mamá es la única a la que le disgusta mi pelo, que es marrón oscuro grueso ondulado abundante y me llega hasta bien por debajo del culo. Lo que le preocupa a mamá, no lo dudo, no la culpo, es que mi pelo impida que me tomen en serio. Como tantas mujeres de su generación, creció pensando que una cabeza revuelta significa una vida revuelta, y supongo que mi estilo de vida no le ha ayudado en mucho a contrariar esa visión.

Le gusta quejarse del trabajo excesivo y los costos absurdos que le demandan los cuidados de su pelo, como a muchas, pero nunca se ha preguntado si eso a lo que llama arreglar y peinar consiste más bien en ceñir el pelo a moldes rígidos e innecesarios. Maltratarlo con secadores y tintes solo para encajar en una estética cultural que ni siquiera imagina infringir. Mamá tiene 65 años y una suerte enorme: después de todo aún le quedan pelos. Rubios rubísimos, por supuesto.

Hace muchos años que vivimos separadas y nos vemos muy poco. Ella en Bogotá y yo ahora en una ciudad pequeña al norte de Alemania. Me hubiera gustado que estuviera conmigo hace un par de semanas cuando descubrí una bella exhibición fotográfica en la galería de arte más cercana a mi casa. Comprende 60 poderosas imágenes de caras y cuerpos repletos de vellos. Se titula Negocio Peludo y trata sobre esto en lo que tanto pienso: sobre la hermosura de los pelos.

Fantaseo con que en algo le ayudaría a mirar distinto. Mientras la recorría, volví a preguntarme cómo es que vamos a desaprender tantos sinsentidos. ¿Cómo retribuir a los pelos la sensualidad de la que alguna vez gozaron? ¿Cómo dejar de ver en ellos fealdad y suciedad? ¿Por qué mi fascinación tendría que entenderse como un desvarío y no como un antojo natural? Creo que abrir espacios para enseñar otras formas de belleza es algo bueno, un principio, pero no deja de consternarme que haga falta ir a un museo para apreciar cuerpos peludos.

Quería compartirlo con mi pareja y sugerí que fuera a ver la exhibición, pero él dijo que prefería no hacerlo, que con mis pelos tenía suficiente. Había dicho antes que no le convencían los vellos en mis piernas, y era muy posible que jamás le gustaran de verdad. Alguna vez dijo entre risas, mientras me acariciaba, que le parecía estar pasando los dedos por un cactus. Me reí porque me da risa su risa, y porque me va mejor reírme de todo el absurdo que provocan los pelos, pero fue importante dejar claro que lo que hago no es chiste ni inspiración pasajera. Dijo que sabe, que entiende, que ama. Decimos que es un proceso. Sentimos su gravedad, sus ruidos y silencios. Sobre todo sus silencios.

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Supongo que también escribo esto para explicarle algo, para que intuya por qué caería mejor que ignorara las miradas que provoco cuando ando de su mano por la calle en vestidos cortos. Esas miradas incómodas que con frecuencia se han posado en mi cuerpo, pero que desde que no me depilo tienen un color distinto, oscuro.

¿Y si ya no te miran por bella sino por rara? Es lo que en ocasiones me parece que él quiere decir. Es lo que inevitablemente también a veces me preguntaba. En un gimnasio, en una playa. Pero es inútil concentrarse en eso. Él nota que a veces me observan como queriendo confirmar que en verdad soy una mujer. Yo tengo que esquivar esos ojos. Si vigilo con obstinación aquel acento de rareza en la mirada de los demás me siento frágil, errada. Es obvio. Entonces quisiera explicarles que mis piernas no son las de un hombre sino las de una mujer que corre, fuma y ama la pizza con mucho queso. Las de una mujer normal, lo que sea que sea eso. Pero esto también sería inútil, y voy intuyendo que funciona mejor al revés: tal vez todos a mi alrededor piensen lo contrario, pero yo me siento hermosa. Y las únicas miradas que me interesa corresponder son aquellas que me sienten de ese modo. Es lo mejor que puedo hacer por mí, pero también por las demás.

Digamos que es mi manera de hacer algo por las mujeres sin levantar carteleras ni pertenecer a un grupo con nombre. Me parece importante que existan colectivos, claro, que seamos cada vez mejores para argumentar teorías y promoverlas, que nos cueste menos decir lo que pensamos gracias al esfuerzo de las que sí pagaron bastante caro por hacerlo. Pero creo que todo sirve de poco si no empezamos a contradecirnos menos. Aunque sea un tantito menos. No creo que sea suficiente detectar el mal e intelectualizarlo sólo para reconocer que estamos atrapadas sin remedio. Es difícil pensar en transformaciones colectivas cuando las transformaciones individuales no trascienden el puro deseo. Y se quedan ahí: en frases sofisticadas, charlas con amigas y bestsellers y artículos y hashtags y coloridas carteleras.

No hablo aquí precisamente de pelos. O más bien, no solo hablo de pelos. Hablo de que a veces nos gusta dejar el trabajo sucio a las demás. Apenas ejemplos: saber que podemos pronunciar un feliz NO aunque eso implique renunciar a un trabajo y mil relaciones nos parece perfecto, sí: pero si lo hacen las otras. Saber que podemos conciliar y renegociar las libertades sexuales en una relación de pareja con la conciencia de que nuestras parejas deben tener los mismos privilegios que asumimos nosotras nos parece soñado: pero que por favor lo hagan las demás. Saber que podríamos dejar de depilarnos para un día tal vez volver a hacerlo —o que lo hagan las bisnietas— con plena conciencia y libertad, como lo hacen los hombres, parece sensato: pero que empiecen otras. ¿Y cómo se supone que vamos a transformar esas reglas del juego que tanto nos urge transformar si seguimos esperando a que todo lo hagan las demás?

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"Saber que podríamos dejar depilarnos para un día tal vez volver a hacerlo con plena conciencia y libertad, como lo hacen los hombres, parece sensato".

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No creo que hoy soy ni más ni menos poderosa por la cantidad de vellos que cubre mi piel, ni voy a decirle a una mujer que no es verdadera feminista —qué eufemismo— si no se deshace de las cuchillas de afeitar de una buena vez, aunque por momentos estas líneas insinúen lo contrario. Creo que cada cual puede empezar por algo; pero por un algo tangible, rotundo. Yo empiezo por ser consecuente con mi deseo, que es también la expresión de lo que llamo feminidad, mi manera de no ceder e intentar caminar con la espalda erguida: tan difícil que me resulta, tanto que me duele. Tal vez lo importante sea descubrir eso, lo deseado, que podamos tener opciones y no imposiciones. Tal vez nada neutralice tanto nuestra capacidad de poder como la insistencia en recordarle a otros que podemos ser poderosas —y hacer poco—. Pocas cosas me aburren tanto como nuestra reciente obstinación con el empoderamiento y el activismo que se reduce a logos y selfies con camisetas de repetitivas frases cliché, pero olvida que el cambio empieza siempre desde adentro. Y que los cambios que empiezan desde adentro suelen suceder, primero, en silencio. A solas. Escarbando en nuestra historia, con agonía, incómodas.

Aunque se me ocurre, pensándolo bien, que todas tendríamos que estampar en alguna prenda la frase que tanto le gustaba repetir a mi abuela. Pero al revés. Y llevarla siempre pegadita al pecho: la mujer no debe parecer ser, sino ser. Eso.

 

* Marcela Joya escribe y toma fotografías desde Bremen, Alemania.

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