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Asumen que soy la niñera de mi hija

Asumen que soy la niñera de mi hija

Ilustración
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Ser madre me ha revelado aspectos insospechados de mí misma y, de paso, me ha convertido en una infiltrada.
Así conocí el complejo universo de las niñeras en Bogotá.

Ingenua como soy, alguna vez juré que no tendría hijos. Creía haberlo decidido por la misma época en que concluí que maquillarse era una pérdida de tiempo y en que me propuse buscar un oficio que me permitiera, hasta el último día, caminar por la vida sin usar zapatos de tacón. En consecuencia, dejé la administración de empresas para “morirme de hambre” con el “séptimo arte”. Obtuve un título universitario y los guiones, sets de grabación y salas de edición me permitieron ser y expresarme, mientras engordaba mi currículo, siempre arrastrando esos tenis sucios que tanto avergonzaban a mi madre.

Dos décadas después, contra todo pronóstico, me miraba al espejo del baño de un club campestre envuelta en un fular elástico, cargando a Julia, nuestra preciosa bebé. Estaba nerviosa —siempre estoy incómoda en cualquier lugar que requiera un mínimo de formalidades—, me acomodaba un poco los pelos en una trenza (como la que tejía con sus canas mi abuela todas las mañanas) y le hacía muecas a mi hija a través del reflejo, mientras nos preparábamos para un día de diversión con ludoteca, piscina y arenera incluidas.

Era nuestra primera incursión como madre e hija en ese lugar al que, tan generosa y amorosa como siempre, la abuela de Julia nos había invitado en un día laboral. Recorrimos largos corredores en los que nuestra anfitriona saludó mujeres ataviadas con elegantes conjuntos de estilo casual, perfectamente peinadas, con manicuras y pieles impecables. Ellas se derretían al ver a la bebé, conversaban con la abuela, le hablaban a media lengua a Julia y me saludaban velozmente, con cortesía, antes de continuar con su charla, en la que yo no estaba incluida.

Opté por disfrutar de mi rol de mujer invisible.

Después de chapotear juntas en la piscina —Julia, preciosa, con su traje de baño diminuto cubriendo el pañal para natación; yo, enorme, con mi enterizo contenedor de panza posparto—, entramos en la ludoteca. Algunos niños y niñas jugaban bajo la observación de  sus niñeras, un bullicioso comando de mujeres uniformadas que enmudecieron y cruzaron miradas entre sí antes de responder secamente a mi saludo y volver a sus ocupaciones. Acompañaban el recorrido estimulante de la motricidad gruesa, leían el cuento impreso en un libro de tela, aliviaban con caricias el dolor de quien rodó inadecuadamente por el tobogán, tomaban una foto del futuro jugador de fútbol para enviarla a sus padres por mensajería instantánea, intentaban contener los excesos de fuerza con un cariñoso regaño que, ineficaz, daba paso a la amenaza: “voy a tener que decirle a su papá”.

Las profesionales del cuidado estaban ahí, frente a mí. Tenía que acercarme, preguntar todo lo que nunca estuve interesada en saber cuando evitaba a toda costa cargar bebés. Ahora su sabiduría era oro para mí. Mi estrategia consistiría en abordar la primera de ellas que pasara a la zona de cambio de pañales. Entre tanto, intentaría recordar todo lo que viera, una enciclopedia fluía frente a mis ojos.

Vi mujeres poderosas llevando de la mano a los niños y niñas con quienes tenían fuertes vínculos, las vi hablarles mirándolos a los ojos, arrodillarse para ofrecerles sus espaldas, convertirse en unicornios y caballos de carreras, escuché canciones de regiones apartadas, entonadas para contener llantos indomables y hasta hubo quien intentó aleccionar alzando la voz y, desprovista de autoridad, se alejó después de perder la batalla con los herederos de sus patrones.

Preferí concentrarme en ellas, las amorosas mujeres que cuidaban hijos ajenos, aunque hubiera podido escoger mirar en la otra dirección: hacia las que, desprovistas de vocación, resignadas o cansadas de ser ignoradas, se habían dado por vencidas y se hundían en las pantallas de sus celulares, soñando con vidas de “streaming”, chateando con parientes lejanos o dando instrucciones para preparar almuerzos a distancia.

Cuando hubo oportunidad, seguí a una mujer joven y guapa que llevaba consigo a un niño que apenas caminaba. Me acomodé junto a ellos, en uno de los espacios dispuestos para resolver emergencias sanitarias de primera infancia. Le ofrecí mis toallitas húmedas, intentando establecer contacto. “No, gracias, siempre es mejor lavar con agua y secar bien”, respondió, sin levantar la mirada. Yo guardé mis ridículas toallitas. “¿En serio? Llevo meses embarrándola”, respondí. “La gente usa esos pañitos, después no los seca y, encima, los embadurnan con pomada”, dijo, mientras frotaba suavemente al niño con una toalla. Yo retiré de su ángulo visual el tubo de ungüento de óxido de zinc al 40 % que siempre llevaba conmigo. “Después se quejan de la pañalitis”, remató. 

El niño quería bajarse del cambiador, pero la mujer no se preocupó. “¿De verdad no le pone crema?”, pregunté. “No. La piel de los niños es muy delicada, solo tiene que secar y ventilar bien antes de poner el pañal”. Con la maestría que da la experiencia, captó la atención del niño y le hizo muecas, ganando tiempo para que la humedad desapareciera antes de concluir su faena. Julia se movía como loca, yo intentaba desplegar un pañal sin soltarla y ella le dio una patada al tubo de pomada. La mujer lo recogió del piso y me miró a los ojos. “A nadie le enseñan a criar. Más bien le aconsejo que use esto para aliviar quemaduras si alguna vez se le olvida echarle protector solar”. Le di las gracias.

Seguimos conversando. Supe que había dejado a su niña con los abuelos, en su pueblo, y también que pensaba en ella cuando cuidaba a este niño que le extendía sus manitas mientras me hablaba, exigiendo su atención. Su plan había sido trabajar en esto el tiempo necesario para tener un pequeño capital que le permitiera traer a su hija y entonces cambiar de oficio, pero ahora estaba confundida, sentía que ya no era capaz de separarse de este chico al que quería tanto y le rogaba a su dios que le diera el valor para hablar con sus patrones; tal vez aceptaran que trabajara con ellos aunque dejara de ser “interna” y ya no viviera en su casa.

"Aprendí a coser, a tejer, a leer, a escribir, a sumar y a restar con esa mujer que una vez llegó a Bogotá buscando refugio y un futuro para sus cuatro hijos"

Vino entonces a mí el recuerdo de Cándida, mi abuela. Pude ver las trenzas largas y gruesas que enmarcaban su enorme sonrisa cuando yo era una niña y mis días transcurrían a su lado, mientras mi madre trabajaba en una oficina para traer dinero a casa. Fue Cándida quien me enseñó los nombres del toronjil, la ruda y el llantén, de las frutas modestas, como la mora, la breva y la papayuela. Con ella jugaba a la cocinita y cuidábamos la huerta. Aprendí a coser, a tejer, a leer, a escribir, a sumar y a restar con esa mujer que una vez llegó a Bogotá buscando refugio y un futuro para sus cuatro hijos, y había encontrado trabajo cuidando las rutas de buses de los colegios para hijos de la gente adinerada de la ciudad.  

Quise abrazar a esta mujer que tenía al frente, pero ella jamás lo hubiera permitido: yo era una invitada en ese club en el que siempre requisaban su cartera. Le apreté la mano y le deseé que su dios intercediera por ella y por su hija, para que pudieran estar juntas cuanto antes. Su teléfono vibró, tuvo que irse con el niño de ahí y más tarde, en el comedor, lo vi almorzando con sus padres. Mi amiga y consejera no estaba sentada en esa misma mesa y el chico se negaba a recibir la comida que llegaba a su boca montada en una cuchara que pretendía ser una avioneta.

Después nos instalamos en la arenera, un lugar que aún emociona a mi hija. Su abuela y yo disfrutábamos viéndola agarrar manotadas de finos granos que lanzaba por los aires mientras reía. Una pequeña siguió el ejemplo de mi hija, de inmediato su niñera intentó detenerla. Era una mujer de unos 60 años, vestida con un traje estampado con personajes de Disney que no le hacía justicia ni a su edad, ni a su dignidad. “Ay, no, se me olvidó echarte el bloqueador”, le dijo, mientras sacudía su vestido. Yo me ofrecí a traerlo. Aliviada, me dio instrucciones para encontrarlo, sin mirarme, concentrada como estaba en limpiar a “su niña”. Ella me agradeció, levantó la cabeza y entonces me vio. “No, no. Perdón, ¿usted es la mamá de la niña? No vaya, ¡qué vergüenza con usted! ¡Yo lo traigo!”. Le aclaré que no había problema, mi suegra podía quedarse con mi hija.

Al entrar a la zona de casilleros, me topé de frente con un aviso que, a estas alturas, me resultó intolerable: “se recuerda a los socios que el uso de uniforme es obligatorio para niñeras y asistentes”. Me pregunté cómo podía ser necesario establecer ese código para ampliar las distancias obvias que separan a los padres de esos niños de las mujeres que los cuidan con tanto cariño en un mundo como el nuestro. Regresé indispuesta, justo a tiempo para ver que un funcionario le hacía señas a la abuela de Julia desde el borde de la arenera. Ella se le acercó y escuchó, atenta.

No hizo falta oír la conversación. Le entregué el tubo de protector a la niñera, tan parecida a Cándida, tan bella. Cargué a mi hija en el fular y me acerqué para hablar con el funcionario, “¿Le está recordando que debo ponerme el uniforme?”, pregunté, intentando mantenerme serena. El hombre, ruborizado, asintió. “Tal vez debería saber que soy la mamá de la niña. Pero usted tiene razón, me parezco más a las niñeras, mi abuela era como ellas. Y, como no tengo uniforme, mejor me voy”.

Desde entonces recorro parques, areneras y zonas de juegos, luciendo mis trenzas con canas —que ahora confunden: además de mamá o niñera, también pueden pensar que soy la abuela de Julia—, tratando de conversar y escuchar historias. Convencida de la importancia de acompañar a mi hija de ocho años todo el tiempo que me resulte posible, evitando los trabajos que me impiden hacerlo, celebrando a quienes aprecian a las mujeres que cuidan a sus hijos, deseando que todas las mamás tengamos fuentes de ingresos que nos permitan jugar con nuestros niños e, ingenua como soy, soñando con un mundo en que se concedan títulos académicos a las maestras del cuidado, a esas mujeres invisibles de las que tanto he aprendido en estos años.

Claudia Patricia Bautista Arias

Es mamá, fundadora y accionista de su club de tejido, costurera y realizadora de cine y televisión, egresada de la Universidad Nacional de Colombia.