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Día del Maestro

Tres maestras que transforman el aula con amor y resiliencia

Este Día del Maestro, tres profesoras nos abren las puertas a sus aulas y sus corazones. Más que enseñar, acompañan, sostienen y siembran esperanza en medio de retos sociales, emocionales y estructurales. Con resiliencia, creatividad y una vocación profunda, estas maestras transforman la vida de sus estudiantes y construyen futuro desde el amor.

Luz Marina Daza

Luz nació en Gachetá, Cundinamarca. Desde niña se apasionó por aprender, ir a la escuela y enseñar a sus hermanas lo que aprendía. “Crecí en el campo, no teníamos recursos, y sin embargo, buscaba los carbones de la leña para escribir en la puerta simulando que era el tablero y yo era la profesora”. Al terminar la primaria, Luz logró formarse en la Escuela Normal Departamental Mixta de Gachetá, donde se graduó como bachiller pedagógico.

En 1992 llegó a Bogotá, donde empezó a ejercer como profesora de primaria en colegios privados. “A partir de entonces seguí trabajando ininterrumpidamente hasta el 2020”, comenta.

Durante los 28 años que ejerció, su empatía y carisma por los pequeños y la comunidad aumentaron. Destaca que la experiencia docente se vivía con una dualidad constante: por un lado, la satisfacción de enseñar y ver progresos en sus estudiantes; por el otro, una exigencia institucional que muchas veces resultaba excesiva. Las demandas administrativas eran numerosas, y las maestras debían elegir entre dedicar tiempo de calidad a sus alumnos o cumplir con una carga desbordante de informes y papeleo. A esto se sumaban problemáticas estructurales: pagos irregulares, falta de prestaciones laborales y condiciones poco dignas. “Aún hoy, muchos docentes siguen luchando por un trato justo y digno”.

“Fue algo maravilloso ser docente. Aún lo añoro porque estar con niños, poder compartir con ellos fue muy sanador y liberador para mí. Podía olvidarme de todo lo exterior, de tal manera que podía entregarme por completo a ellos”, dice Luz Marina.

Nada de eso, sin embargo, opacaba la gratificación de enseñar y desarrollar una buena relación con sus estudiantes. “La relación con mis estudiantes fue hermosa, tenía bastante comunicación con ellos, bastante confianza. Algo en mí me permitía ver en los ojos de los niños, en su comportamiento, cuando tenían situaciones difíciles de familia”. Esa sensibilidad fue clave para detectar señales silenciosas y actuar. Muchos estudiantes se abrían con ella sin reservas, compartiéndole preocupaciones y realidades del hogar.

“Ellos se sentían en confianza conmigo, me comentaban todas sus cosas de familia, e incluso eso me permitía hacer seguimiento familiar, remitir a los niños a psicología y ayudas especiales, de acuerdo a lo que requerían”. Para esta docente, el aula era un espacio donde la palabra tenía lugar, donde la naturalidad infantil podía aparecer sin censura: “Un niño por naturaleza comparte lo que siente, lo que piensa. En un aula de clases, los niños son bastante espontáneos. Incluso muchas veces me tocaba frenarlos porque ellos iban a exponer toda su condición de casa sin miedo, sin tapujos, delante de todo el grupo”. No ocurría con todos los docentes, aclara. “Realmente los niños en ese caso son selectivos. Yo pienso que es la forma como uno los trata: con amor, disciplina, y límites”.

“Algo que yo tuve muy en cuenta siempre es que, aunque yo soy la docente, en el momento en que estoy con el niño debo mantenerme a su nivel. Así, el niño va a sentirse en confianza para expresarse con tranquilidad. No llegar con esta autoridad o superioridad, sino sentir realmente que estás abierto a su información”.

Estas herramientas de comunicación fueron clave para enfrentar innumerables desafíos con estudiantes con dificultades de orden académico y socio-afectivo, entre ellos un caso específico en el que un niño había sido agresivo con otros docentes y hasta con su propio padre. "Me correspondió a mí como docente. Yo empecé a tratarlo con más cariño, con más confianza, a darle más seguridad, empecé a analizar la parte familiar y evidencié, por una parte, la falta de la presencia de la mamá. Ese vacío para él era bastante significativo. Y por otro lado, el papá era demasiado permisivo, tratando de llenar ese vacío”. Luz abrió el camino para que el niño recibiera un acompañamiento psicológico y que pudiese tener una mejoría integralmente.

“Me da satisfacción ver que hoy varios de mis ex alumnos ya son profesionales. Tengo exalumnos odontólogos, abogados, ingenieros”. Para Luz, el amor con el que se enseña deja la huella más duradera. “Aspiro que los nuevos docentes también sepan dar ese amor incondicional y esa orientación cuando más lo necesiten”.

“[A los futuros docentes] No nos limitemos únicamente a transmitir conocimiento. Enfoquémonos en la vida real: en los desafíos que esta nos trae. Es fundamental darles herramientas de seguridad, confianza en sí mismos, amor propio. Así, su futuro será mucho más llevadero. Después la parte conceptual la tomarán mucho más fácil”.

Rocío Perea

Cuando Rocío tenía 12 años, solía salir a jugar en la cuadra de su barrio en la localidad de Kennedy, en Bogotá. Un día, mientras compartía unas historietas cómicas con sus amigos, un niño un poco mayor —habitante de calle— le confesó que no sabía leer. Rocío se ofreció a enseñarle. “No voy a decir que le enseñé a la perfección, pero era un niño muy inteligente, y con lo poco que lo ayudé, aprendió a leer y a escribir. Fue entonces cuando dije: me gustaría ser profesora”.

Sin embargo, su formación no fue inicialmente para ser docente. Estudió Bellas Artes, con especialización en pintura, en la Universidad Nacional de Colombia. Llegar a una carrera universitaria no fue un camino evidente. “En mi casa la expectativa era que una terminaba el bachillerato, buscaba un trabajo para ayudar en la casa y luego, un esposo”. Pero fueron sus profesores del colegio quienes la impulsaron a seguir estudiando. Una vez graduada, consiguió empleo en un jardín preescolar donde estudiaban hijos de padres artistas. Allí pudo explorar su creatividad, y fue donde finalmente decidió ser profesora. Durante años trabajó en cuatro colegios privados hasta que, en 2005, logró ingresar al sistema educativo del Distrito.

En su experiencia, ha tenido que defender no solo su rol como docente, sino el valor mismo de la educación artística, tantas veces subestimada frente a otras materias. “Toca luchar mucho para hacerse un espacio, para ser respetado por las directivas, a veces por la misma comunidad”, señala. “Tristemente, al maestro no se le valora en general en la sociedad, menos si es de arte”. Para ella, el arte transforma, y no solo desde lo emocional, sino también desde lo neurológico: “El arte es súper importante porque favorece la neuroplasticidad del cerebro, tanto en niños como en adultos”. Además, agrega, el arte abre puertas a formas diferentes de pensar y vivir. “Es un lenguaje divergente, permite que, por medio de la creatividad, la gente tenga otras maneras de ver la vida y de vivirla. Yo creo que la creatividad es fundamental para cualquier ser humano”.

“Ser maestra me ha enseñado todo. He trabajado con casi cuatro generaciones de seres humanos, y cada vez que estoy con ellos es como si me reseteara. Escucharlos, observar cómo se expresan y viven, me permite entender cómo ha evolucionado la sensibilidad de cada década. Aprendo muchísimo de los chicos y las chicas, de cómo viven la vida, cómo son creativos de formas tan diferentes”.

Esa retroalimentación constante, ese contacto directo con el cambio generacional, es lo que la mantiene despierta, actualizada y profundamente conectada con el presente. “Un docente es un estudiante primero que todo”, afirma. Para Rocío, enseñar exige estar un paso adelante, actualizarse en técnicas, enfoques y referencias. “No puedo quedarme con Picasso o Rembrandt, tengo que adelantarme, no traerles cosas trasnochadas”.
Pero los desafíos no son solo pedagógicos. Ser profesora implica encontrar un equilibrio entre las expectativas de los estudiantes, las familias y los directivos. Cada ámbito demanda una respuesta emocional distinta. “Es un sube y baja todo el tiempo. Hay que ser resiliente y estar muy fuerte para poder afrontar todas esas situaciones”.

Aunque ha sido una profesora estricta, también se reconoce como una docente sensible, comprometida con generar una relación horizontal pero respetuosa con sus estudiantes. “He tratado de generar un espacio seguro para que ellos puedan expresarse tranquilamente, con libertad, sin ser juzgados, sin ser estigmatizados”. Para Rocío, el arte es ante todo una forma de expresión del ser humano, por eso insiste: “¿Cómo van a poder expresarse si no pueden ser quienes son?”. En sus clases, muchos estudiantes descubren la manera de gestionar sus emociones, en contextos donde son censurados, violentados o rechazados por su entorno o su cultura.

“[Las clases] son una búsqueda al interior por medio de elementos plásticos, artísticos, estéticos, que no tienen que ser obras terminadas o perfectas. Es una búsqueda incluso terapéutica para los estudiantes, donde ganan disciplina y se sorprenden también de los productos que logran: hacer un mural, una obra en papel o un maquillaje”.

Rocío ha sido testigo de cambios profundos en alumnos que estaban en situaciones difíciles, incluso involucrados con el consumo de sustancias, y que encontraron en el arte “un camino, una salida, una libertad… algo que puede darles un sentido”.

A quienes están empezando en la docencia, Rocío les dice que este camino, aunque desafiante, es profundamente bello. “Para mí es un apostolado, es una vocación, de verdad. Si alguien siente que puede aportar algo valioso a la sociedad, debería intentarlo, porque donde se ven los cambios realmente en la sociedad es en la educación”. Aconseja abrazar esta labor con pasión y liderazgo, pero también con conciencia: trabajar en uno mismo, sobre todo en lo emocional, es fundamental para no repetir errores y poder entregar lo mejor. También subraya la importancia de conocer los derechos laborales y legales del gremio, porque “al ser docente se enfrenta con ambientes humillantes en cuanto a sueldos y al trato en los entornos laborales”.

Zoraida Oliveros

Zoraida tiene un espíritu de servicio innato. Siempre soñó con estudiar medicina, pero las circunstancias no se lo permitieron. A los 23 años ingresó a la Universidad Nacional de Colombia, donde estudió Licenciatura en Filología de Idiomas con énfasis en inglés.

“Empecé a trabajar con niñas pequeñas en un colegio femenino, pero en la universidad me habían preparado para enseñar, sobre todo, a adolescentes y adultos. Así que no estaba preparada”, recuerda. Tuvo que aprender por su cuenta: observar detenidamente a otras maestras con experiencia, adaptar su lenguaje y su metodología, y encontrar su propia forma de enseñar. Con el tiempo, acumuló experiencia en diferentes colegios e institutos de idiomas, hasta que en el año 2000 ingresó como docente del Distrito, enfocada en estudiantes de séptimo a noveno.

Con el paso de los años ha visto cómo cambian los estudiantes, sus necesidades y sus contextos. “Siempre hay nuevos retos. Los niños de hoy no son los mismos de hace 20 o 30 años. Se comportan diferente, piensan diferente, están influenciados por otras cosas”, explica. Para ella, el mayor desafío es mantenerse actualizada, sin acomodarse, para responder a las nuevas realidades.

“Antes eran más tranquilos, prestaban más atención, incluso eran más respetuosos. Ahora tienen mucha más energía, pero también menos capacidad de concentración. Aun así, me encanta ver que son niños y niñas con opiniones claras, que comparten sus ideas, aunque también crecen en mucha soledad”.

Zoraida reconoce que la docencia puede ser una fuente de vitalidad —“uno se siente vivo porque ellos le imprimen esa juventud”—, pero también puede ser agotadora. Los grupos grandes, las exigencias institucionales y la carga emocional pueden derivar en estrés, ansiedad o incluso depresión. “He visto colegas muy tristes o decepcionados de sí mismos, y también de sus estudiantes, porque las cosas no salen como esperaban”.

Por eso insiste en que el primer paso es aprender a gestionar las emociones. “Cuando yo aprendí a manejarme a mí misma, a tener paz interior, eso también se reflejó. Y ellos lo sienten”. Para ella, la base de la relación con los estudiantes es la confianza. “Hay que esperar cosas buenas de ellos, pensar bien de los estudiantes. Lo importante es no quedarse con lo negativo”.

En sus clases, Zoraida construye rutinas cálidas y estructuradas. Saluda, pregunta cómo están, conversa sobre el clima o el día, y lo hace todo en inglés. Una de las actividades favoritas de sus estudiantes es la clase de cocina, donde deben preparar una receta, presentarla en inglés y compartirla con el grupo. “Les encanta. Incluso años después, mis exalumnos me escriben para recordar esa clase y preguntarme cuándo la repetiré con los nuevos”.

Esta conexión vivencial con el idioma ayuda a que lo aprendan de forma más natural. “Intento que las clases sean realistas, que se conecten con la vida cotidiana. Hablamos sobre el clima, la contaminación, el reciclaje... lo que les importe”.

“Sobre todo, busco que les guste aprender. El tiempo en clase es muy corto, pero hoy en día cualquier persona puede seguir aprendiendo por internet, con videos, música o redes sociales. Si están motivados, van a aprender”.

Zoraida también observa con preocupación las realidades que enfrentan sus estudiantes fuera del aula. “Algunos están muy solos. Hay papás comprometidos, pero también muchos que no tienen tiempo para compartir con sus hijos. Algunos niños no conocen más allá del camino del colegio a la casa, no conocen su ciudad. Otros lidian con drogadicción, violencia o inicios de vida sexual muy tempranos. A veces, el colegio es lo único que tienen”.

Por eso, más allá de enseñar inglés, ella intenta ser una figura presente y orientadora. “Quisiera que en el futuro ellos sean felices, que encuentren un propósito. Cuando veo que, a pesar de todo, se esfuerzan, destacan, aportan cosas bonitas… eso me llena de esperanza. Aprendo de ellos”.

A los nuevos docentes les deja un mensaje claro: “No se puede dar lo que no se tiene. Esta es una carrera en la que estás en contacto constante con niños y jóvenes. Si uno está mal, ¿qué va a transmitir? Matemáticas, geografía o inglés son solo una excusa. Lo que transmitimos también es nuestra esencia”. Y concluye con una advertencia: hoy en día los jóvenes están más influenciados por medios y redes sociales que por el colegio, por eso es fundamental que las familias se involucren activamente en su formación.