Los programas de clínica día ofrecen una alternativa de intervención para casos de salud mental. La experiencia de este paciente revela los detalles de un proceso en el cual la intervención clínica de un equipo de especialistas es tan significativa como los espacios de encuentro con una comunidad de cuidado
Aunque no lo sepa, el momento del primer saludo es también el de las primeras despedidas. Hoy comienzan mis once días de tratamiento en el programa PADI de Clínica Eirén, pero para dos de las doce personas que están en esta sala hoy finaliza el proceso. La naturaleza cíclica de los ingresos y salidas nos enfrenta a la realidad conmovedora de que las personas, simplemente, llegan y se van. Al avanzar los días iré notando señales que se repiten durante la última sesión de cada uno de nosotros: una mezcla de entusiasmo y nostalgia, una generosidad acentuada que se expresa especialmente hacia quienes apenas están llegando y una tensión reducida, muy distante del agobio que pesaba sobre esos rostros al llegar. Espero que, al final de mi jornada, el espejo me devuelva esa misma sonrisa agradecida.

El programa
PADI es la sigla con la cual Clínica Eirén nombra su Programa de Atención Diaria Interdisciplinaria. Según el Ministerio de Salud el modelo de clínica día “ofrece atención integral a personas que padecen un trastorno mental y que por la agudización de su patología requieren un tratamiento intensivo en régimen de hospitalización parcial”.
El modelo de atención de Eirén se basa en la experiencia de Clínica Campo Abierto: un enfoque centrado en el paciente, interdisciplinario y no coercitivo. Estos principios humanistas coinciden con una forma de ver la psiquiatría más allá de lo estrictamente clínico, y de comprender las instituciones de salud mental como espacios de sanación y no como mecanismos de control. “En sus inicios, el hospital psiquiátrico estaba asociado con instituciones como las prisiones. A mediados del siglo XX, la crítica a estos lugares reveló la necesidad de abrir ‘el manicomio’ a entornos comunitarios. En ese momento empezaron a surgir alternativas de intervención, entre las cuales se desarrollaron este tipo de programas”, explica Juan David Filizzola, psiquiatra y coordinador de PADI.
El carácter interdisciplinario del programa clínica día aborda no solo el cuerpo y la mente, sino todo el entramado de relaciones y hábitos que enmarcan nuestra vida cotidiana y que se desdibujan cuando enfrentamos una crisis de salud mental
Hijo de una radióloga y de un psiquiatra, lector de Tennessee Williams y entusiasta de las pinturas de Goya y Caravaggio, Filizzola encontró en la psiquiatría el complemento entre su herencia clínica y su vocación humanista. Esas dos dimensiones abren un horizonte amplio para ver al ser humano integralmente y son esenciales en este programa. También lo es la otra pasión de Filizzola, las artes escénicas, pues en cada sesión de clínica día la conciencia del cuerpo, la expresión de la interioridad, el juego y la respiración acompañan la búsqueda del bienestar.
El equipo liderado por Filizzola está conformado por seis especialistas. La intervención terapéutica y el cuidado fisiológico están en manos del psiquiatra, el médico general y la psicóloga. En cuanto a la funcionalidad para la vida práctica y el sostenimiento de las redes de apoyo, el acompañamiento es liderado por la trabajadora social y la terapeuta ocupacional. El cuidado de la alimentación está a cargo de un nutricionista y la articulación de este equipo de cara al paciente es mediada por el jefe de enfermería.

El carácter interdisciplinario de este programa aborda no solo el cuerpo y la mente, sino todo el entramado de relaciones y hábitos que enmarcan nuestra vida cotidiana y que se desdibujan cuando enfrentamos una crisis de salud mental. Desde esta mirada holística estamos al cuidado de un grupo de personas que reconocen que nuestro presente –por más abrumador que sea– no nos define, y gracias a ello pueden –y podemos– vernos como seres humanos más allá de nuestros síntomas.
La primera puerta
Al tocar por primera vez la puerta del doctor Filizzola, aún no logro descifrar si el hueco en mi pecho es más grande que el martilleo en mi mente. He llegado aquí en un punto límite: una sensación de bruma cubriendo el alma, un temblor de todo el cuerpo que la piel apenas lograba contener y una dificultad angustiosa para avanzar en cada paso de la vida diaria. Para el psiquiatra, mi rostro, la lentitud de mis movimientos y el temblor de mi voz son viejos conocidos: aunque nunca antes nos hemos visto, para Filizzola mi caso resulta tan único como familiar.
Todos los pacientes del programa pasan por este primer encuentro individual, una suerte de presentación del equipaje pesado que nos trae a buscar ayuda. A veces son maletas cargadas a lo largo de muchos años y, en la mayoría de los casos, el detonante es una pieza rota en un paso reciente del camino: un evento traumático, una comorbilidad fisiológica o el difícil proceso de salir de una hospitalización completa. El tiempo junto al psiquiatra en la discreción del consultorio abre en mí una ventana de esperanza. Volveré a este piso, puntualmente, a la 1:00 de la tarde durante las dos semanas por venir.
La primera cara que veremos durante los once días del programa es la del jefe de enfermería Daniel Jaramillo. Esta estación de llegada no es solo un paso formal: uno de los desafíos de la hospitalización parcial es que la transición entre el afuera que seguimos habitando en las mañanas quede al otro lado de la puerta y que experimentemos este espacio como un lugar seguro. La sonrisa cálida y el hablar pausado del Jefe, como lo llamamos todos, es la llave hacia el interior de esa comunidad de cuidado.
Hijo de padres campesinos, el Jefe creció en una vereda cafetera de Chinchiná, Caldas. Desde niño sintió una inclinación por el cuidado y a los 18 años viajó a Manizales y luego a Tunja para convertirse en enfermero. Tras varios años de experiencia en unidades de cuidados intensivos, urgencias y obstetricia, este programa de salud mental le ha llevado a comprender en otra dimensión la máxima de empatía que para él define su trabajo: “Poder tratar a los otros como a mí me gustaría ser tratado”.
Al saludarlo por primera vez, el Jefe me entrega un carnet, un kit de herramientas y las llaves del casillero #7, en el que guardaré el equipaje de ese afuera que todavía me resisto a soltar. Lo veré de nuevo al final de cada tarde para recibir la medicación y lo veré también en un par de las sesiones grupales que día a día se irán desplegando. Su voz pausada quedará resonando en mi cabeza como un mantra de la serenidad aún esquiva.
Aquí y ahora
Al caminar por este corredor, rumbo a mi primera sesión, experimento una contradictoria urgencia de calma: en ese salón no estaré solo. Atravieso la puerta con los nervios de ser el alumno nuevo frente a un grupo de amigos que comparten un lenguaje común. En el centro del círculo está Santiago Campo, el médico general, quien nos indica las reglas de un juego con sillas y música que todos conocemos. A pesar del uniforme azul y la asepsia de las paredes blancas, su manera de acercarse no parece la de un médico hacia sus pacientes, sino la complicidad de un maestro con su grupo de estudiantes.
Para los pacientes de un programa de hospitalización parcial, la transición diaria entre el afuera y el interior de la clínica implica un cambio de disposición, de ánimo y de rol. El juego –como este de las sillas y la música– es uno de los caminos a través de los cuales PADI nos facilita ese tránsito. Santiago explica las reglas extendiendo las manos y levantando su poderosa voz cartagenera.
Tiene una confianza contagiosa que transmite al grupo. La energía que comparte circula entre nosotros: las voces, las risas y los cuerpos activos nos anclan en el aquí y el ahora. Lejos de lo metafísico, este espacio lúdico nos revela el poder transformador de la energía en movimiento.
De la agitación del juego pasamos a la calma de un círculo comunitario en el que cada uno tiene la libertad de expresar cómo se siente. El rango de anécdotas y emociones es tan variado como los miembros del grupo y la curva de sus días. Sin importar que se trate de una narración sonriente o de una confesión dolorosa, todas y todos experimentamos esa forma de abrazo íntimo que consiste en ser realmente escuchados.

Después de oficiar como árbitro de juegos, Santiago retoma su rol como médico general. También desde ese lugar la energía será uno de sus ejes de cuidado. Entre los pacientes de PADI predominan trastornos emocionales como la ansiedad y la depresión. De acuerdo con el manual diagnóstico DSM V, entre los síntomas físicos de la depresión están el insomnio o la hipersomnia, la agitación o el retraso psicomotor, la pérdida del deseo sexual y modificaciones mayores al 5% del peso corporal en un periodo de un mes. En cuanto a la ansiedad, síntomas corporales como la agitación, las alteraciones de sueño, la tensión muscular y la fatiga generalizada forman parte de los cuadros ante los cuales resulta clave el acompañamiento de un médico.
Santiago también hace seguimiento de los efectos de la medicación y acompaña de cerca casos de comorbilidades, como las de pacientes con diabetes que sufren alteraciones profundas del ánimo. Lo que en algún momento pensó que sería un rol de “pequeño psiquiatra”, como apoyo a Filizzola, ha adquirido un significado distinto a partir de la comprensión de que el cuerpo, la mente y el alma están trenzados de manera inseparable y que los hilos sensibles entre ellos pueden romperse con sacudidas extremas, pero también pueden fortalecerse con manos preparadas y generosas.
Las manos
Aunque es la primera vez que trabaja con pacientes de salud mental, el camino de Katherine Torreledo como trabajadora social la ha llevado al Chocó, Guaviare, Cauca y Arauca, donde ha podido conocer de primera mano las complejas realidades de sus habitantes, como el desplazamiento forzado, la situación de familias víctimas del conflicto armado y la experiencia de jóvenes con el abuso de sustancias.
A lo largo de ese trayecto la trabajadora social ha comprendido que el tránsito para sobreponerse a episodios traumáticos resulta muy difícil como un esfuerzo individual de resiliencia. A partir de ello Katherine centra su trabajo con los pacientes de PADI en el fortalecimiento de sus redes de apoyo. Se trata de un grupo y de un contexto muy distinto al de la violencia rural, pero con una necesidad común: dar un primer paso en compañía en el largo trayecto de sanar.
En las sesiones grupales, el intercambio de miradas y el contacto de las manos abren el camino para entrenar habilidades sociales para enfrentar el día a día, como la comunicación asertiva, el pensamiento reflexivo, la toma de decisiones en situaciones retadoras y la resolución de conflictos. En los espacios individuales, el seguimiento a las redes de apoyo de cada paciente permite identificar los espacios seguros y los entornos poco saludables. Además de la familia, los amigos, la pareja y las instituciones, Katherine resalta aquellos vínculos que ofrecen contención y que se convierten en aliados del proceso; los llama “personas refugio”.
Reconocer el valor de haber pedido apoyo y abrazar la intención de cambiar nos ayuda a sobreponernos ante un estigma aún vigente. Incluso las personas que nos rodean con afecto suelen tener prejuicios sobre los tratamientos, pensar que no es para tanto o estar desconectados de una realidad que les resulta ajena.
El rol de la trabajadora social está estrechamente ligado con el de la terapeuta ocupacional Yurany Hincapié. La ocupación es uno de los aspectos centrales del programa: no solo es clave para los pacientes que llegan por situaciones extremas en el entorno laboral, sino para todos los que vemos nuestras motivaciones y rutinas profundamente alteradas por las mareas altas de la ansiedad y la depresión. En sus palabras, se trata de “volver a integrar lo que se detuvo y buscar adaptabiliad para continuar con la vida”.
Al igual que varios miembros del equipo, Yurany llegó a su profesión por una vocación de servicio y cuidado. En su caso, este llamado estaba enfocado en los niños. Tras varias experiencias en salud ocupacional pediátrica, la salud mental apareció en su carrera como un desafío: el juego y el trabajo manual no tenían que ser solo cosa de niños, sino que podían convertirse en herramientas para reconectar con el cuerpo, con los otros y con la posibilidad de ver materializado aquello que a veces resulta inmanejable como idea. Pintar los problemas sobre la tela, tejer con hilos reales nuestros vínculos, amasar el cuerpo elusivo de los fantasmas y doblar en papel las esquinas que hieren puede ayudar a iluminar nuestra comprensión de forma sanadora.
Ese retorno a las manos ofrece horas de calma y concentración, nos devuelve el placer de equivocarnos sin culpa y, quizá, nos revele una vocación desconocida o una simple forma de estar en silencio con nosotros mismos. Ponemos en una balanza lo que hacemos y entendemos que el ocio y el placer forman parte vital de nuestras jornadas. A partir de ese presente activo, se traza un camino para planear el mañana: junto a Yurany diseñamos un cuadro de hábitos y rutinas que abarca los horarios de trabajo, ocio, alimentación e higiene del sueño. Una oportunidad de ordenar los días y reducir la ansiedad que conlleva la incertidumbre.

Una comunidad de cuidado
Sentados en círculo, nos escuchamos unos a otros. Una escucha activa desde la conciencia de que en pocos lugares podemos ser tan íntimamente comprendidos. En este círculo la comunicación es algo muy distinto a un ejercicio verbal en el que dos personas buscan tener la razón. Aquí recibimos la intención sincera de estar en los zapatos del otro y abrazamos las realidades vecinas desde la sensibilidad de la nuestra.
La mayoría de los pacientes llegan al programa por trastornos afectivos (ansiedad, depresión, estrés) y trastornos por adaptación; una situación difícil en el ciclo de la vida. Los casos más frecuentes son conflictos laborales, duelos, rupturas afectivas, trastornos neurocognitivos o crisis que han llevado al límite de un intento de suicidio y que, después de la hospitalización de emergencia, requieren este espacio de transición para retomar la vida. “Somos un momento en medio del proceso”, afirma Lina Correa, psicóloga del programa.
Activa deportista y lectora disciplinada, los thrillers psicológicos de Joel Dicker despertaron en Lina el interés por entender por qué nos comportamos cómo nos comportamos. Las experiencias de trabajo comunitario durante sus años en un colegio jesuita fueron moldeando la voluntad de servir. De la curiosidad y la intuición, dio al paso a tomar la carrera y la maestría en psicología clínica. Aquí y ahora, lo que ha cultivado a lo largo de los años y lo que aprende a diario junto a nosotros se traduce en escucha atenta, asertividad serena y recursos para sortear el presente y transformarlo.
El rol de la psicóloga en este equipo es brindar acompañamiento psicoafectivo. Mientras la terapia ocupacional y el trabajo social fortalecen vínculos y entrenan rutinas, la intervención psicológica ofrece estrategias desde lo emocional para transitar la situación. Los objetivos son acordados con cada paciente a partir de su motivación al cambio y siempre teniendo presente el agradecimiento como pilar. Estas herramientas van desde la respiración profunda en momentos de crisis hasta la identificación de los aspectos claves para una toma de decisión; tanto los primeros auxilios psicológicos en casos de emergencia, como las bases para procesos a mediano y largo plazo.
Reconocer el valor de haber pedido apoyo y abrazar la intención de cambiar nos ayuda a sobreponernos ante un estigma aún vigente. Incluso las personas que nos rodean con afecto suelen tener prejuicios sobre los tratamientos, pensar que no es para tanto o estar desconectados de una realidad que les resulta ajena. Desde la experiencia de Lina, aunque la pandemia del Covid-19 arrojó más luz sobre la importancia de la salud mental, continuamos viviendo una crisis afectiva que dificulta reconocer las emociones y genera temor a enfrentarlas. Este tratamiento se sitúa en un lugar de excepción que humaniza lo psiquiátrico y otorga un alcance terapéutico a los espacios compartidos en comunidad.
El último de mis once días en PADI reúne emociones encontradas: la sensación de haber hallado un lugar seguro se mezcla con el vértigo de asumir que esta rutina amable no puede ser eterna. El equipaje pesado que traje a la primera sesión sigue conmigo, pero he dejado algunas piezas atrás y he agregado una caja de herramientas y afectos para continuar el viaje. Al salir del programa haremos un empalme para retomar el tratamiento individual e involucrar a mis redes de apoyo en los pasos que siguen. Este es un momento en el proceso, el momento más amable en muchos meses. Son oleadas, a veces es posible surfearlas, a veces la ola nos golpea, nos hundimos, nos levantamos y seguimos. Un día a la vez. Quizá mañana no sea el mejor. Pero no estamos solos.
Este artículo hace parte de la edición 199 de nuestra revista impresa. Encuéntrela completa aquí.


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