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La buena vida de Diego Trujillo

Fotografía
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Diego Trujillo está en el mejor momento de su vida. Después consolidar su carrera como actor en el cine y la televisión, desde hace un tiempo escribe y presenta monólogos de humor en teatros de todo el país.Y está disfrutando el reto.

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iego Trujillo sonríe siempre. Lo hace con un leve gesto que recuerdaa un galán de televisión. Sin embargo, sería injusto encasillara un actor de su talla, quien en 25 años de carrera ha hecho cerca de 30 papeles diversos, y se desenvuelve sin problemas sobre las tablas de teatro, los sets de televisión y los estudios de cine.

Su sonrisa no solo es su sello personal sino una armadura con la que se enfrenta al mundo. Con ella esconde su timidez. Porque aunque resulte paradójico, Diego Trujillo, el hombre que se para noche tras noche ante una enorme audiencia para hacer reír con sus historias y sus desgracias, es tremendamente tímido.

En su apartamento frente al Parque Nacional de Bogotá, Diego acude a su armadura para afrontar los flashazos de la cámara inquisidora de Pablo Salgado. Esa sonrisa franca y abierta le ayuda a relajarse poco a poco, a ponerse cómodo para esta conversación.

Diego es el segundo de cuatro hermanos, criado única y exclusivamente por su mamá. “Mi papá no existió nunca, pero eso no me generó traumas. Es algo que quizás quedó grabado en el inconsciente, pero conscientemente fui un niño feliz, rodeado de amigos, de juegos en la calle”.

De su primer colegio, el San Carlos, tiene recuerdos tan perturbadores como los reglazos que debió sufrir una y otra vez por su tremenda necesidad de expresión y algo de indisciplina. “Los curas miserables, a quienes odié, me hacían llorar al menos una vez por semana”, recuerda hoy.

 

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A lo largo de la vida he ido descubriendo mi esencia. Me costó un matrimonio y otras dos separaciones entender que no me gusta la convivencia, que mi oficio requiere tiempos de soledad y de silencio y que lo disfruto”.

 

Su primera opción profesional no fue la actuación, sino la arquitectura: “En esa época los actores eran vistos como vagos, así que busqué algo que fuera cercano al arte pero lo suficientemente tradicional como para no ser tan indeseable”.

A esa profesión le dedicó diez años. A la par creó un grupo de teatro aficionado y presentó obras a beneficio de buenas causas. Allí conoció al director del Teatro Libre, Jorge Plata, quien lo animó a prestarle más atención a lo que todavía era una afición.

El entusiasmo que ponía en su pasatiempo y las obras que montó con su grupo aficionado fueron las credenciales para que su amigo Felipe Noguera lo recomendara para un pequeño papel en la telenovela La maldición del paraíso. “Mi escena era la última del día y Víctor Mallarino, el director, ya estaba cansado. Cuando me vio ahí sentado, sin saber qué hacer, decidió no jugarse la suerte y grabó enfocando únicamente a Alejandro Martínez, que era el protagonista. Solo quedó mi voz en off y creo que salió parte de mi oreja”, cuenta entre risas.

Pero el golpe no resultó tan demoledor para su ego: Trujillo volvió al ruedo y demostró que tenía madera. Tanto que su personaje consiguió muchos más capítulos de los presupuestados al comienzo.

Desde entonces su historia se conoce bien. Es bogotano, fotógrafo aficionado, gran bailarín gracias a los genes guajiros de su abuelo, DJ ocasional, aficionado a las motos, buen cocinero y cortés en extremo. Ha actuado en series exitosas como De pies a cabeza, Perro amor, La costeña y el cachaco, Pobre Pablo, ¿Dónde carajos está Umaña?, Tiempo final y Metástasis (la adaptación de la serie estadounidense Breaking Bad) y en películas como Los Oriyinales, Riverside y Prueba de vida, una producción de Hollywood con Meg Ryan y Russell Crowe. Ha ganado tres premios India Catalina, un TV y Novelas y un Simón Bolívar. También ha escrito, producido, dirigido y protagonizado sus propias obras de teatro: Qué desgracia tan infinita, Padre rico, Pobre padre, Molestia aparte y El arte de compartir la tusa. En noviembre estrena Elogio a la estafa.

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¿La decrepitud empieza a los cincuenta?

En realidad la decrepitud no empieza con la edad, sino con los tiempos que corren, que no te permiten envejecer y hacen de la vejez una cosa deleznable. Muchos hombres tratan de echar el tiempo atrás, de que no se note su paso. La publicidad vende cremas de belleza, secretos para la eterna juventud. En esa medida los hombres empiezan a parecer ridículos, llenos de manillas y gorritas y cogidos de la mano de niñas de 20 años.

¿Cuándo empezó a sentir los pasos de la vejez?

Yo no me siento viejo. Me siento vital porque mis tres hijos me mantienen así, aunque sé que voy hacia allá. El metabolismo ya no funciona como antes, si me como un chicharrón de más me engordo, la flexibilidad ya no es la misma… cada día hay un nuevo síntoma. Pero no me siento viejo.

Empieza la neurosis también…

Sí, digamos que a lo largo de la vida he ido descubriendo mi esencia. Me costó un matrimonio y otras dos separaciones entender que no me gusta la convivencia, que mi oficio requiere tiempos de soledad y de silencio y que lo disfruto. Entonces, cuando uno vive solo empieza a apreciar el orden, cierta disciplina de trabajo, y lo que interfiera con eso resulta molesto. Me volví chocho, de pronto.

Aunque vive con su hijo mayor…

Sí, pero estoy tratando de sacarlo de la casa (risas). La convivencia con alguien es difícil, así sea hijo de uno. Él tiene otros horarios, otros ritmos, se acuesta tarde, pretende levantarse temprano, es desordenado… Pero bueno, ahí está. Vivimos bien, que es lo importante.

¿Se ha vuelto llorón?

Uy sí, ahora lloro prácticamente con cualquier película.

Pero siendo honesto, a sus cincuenta y tantos años está viviendo una buena época de la vida…

Claro, ¡es la mejor! A esta edad empieza la buena vida.

Y, ¿qué tan buena es?

La vida tiene que tener un componente fundamental de felicidad, y eso aparece con un cierto equilibrio. Yo no me voy a los extremos: ni soy el más saludable ni me la paso de rumba. Monto en bicicleta y evito comer ciertas cosas por aquello de la desaceleración del metabolismo. Pero si me tengo que ir de fiesta y tomarme unos vinos, lo hago y me lo gozo completamente.

Es ateo. ¿A qué se debe? ¿A su mala experiencia con los curas en el San Carlos?

Viene por un proceso de reflexión. He ido descubriendo que prefiero hacerme las preguntas fundamentales sobre la existencia y sobre mi vida, y no aceptarlas como un hecho. Creo que la religión da las respuestas y convierte a las personas en perezosas, que viven cómodamente sin preguntarse nada y dan todo por hecho. Me cuestioné entonces sobre el papel de la iglesia que me tocó a mí, sin decidir, que me impusieron desde que era un bebé, y llegué a la conclusión de que no necesito creer en un dios para ser feliz, y mucho menos hacer parte de una religión. Soy incluso más respetuoso de lo que impone la religión, porque mi respeto viene desde la ética personal y la razón.

¿Sus hijos también son ateos?

No lo sé, no creo. Creo que se lo cuestionan necesariamente porque mis discusiones con ellos han sido muy racionales. Eso les abre la puerta a preguntarse a sí mismos qué quieren creer. Pero jamás les he impuesto absolutamente nada.

 

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Yo tenía experiencia en teatro y no tenía miedo al público, pero cuando me tocó enfrentarme desde el stand up me di cuenta de lo que estaba haciendo, entré en pánico y me bloqueé por completo en esa primera función”.

 

Hablemos de su trabajo. Uno tiende a pensar en usted como humorista, sin embargo ha hecho personajes dramáticos magníficos, como el de Walter Blanco en Metástasis. ¿Dónde se siente más cómodo?

Es más fácil y cómodo hacer humor, cuando alguien más lo escribe o cuando surge de una situación. El drama para mí es mucho más complicado, porque requiere de una gran credibilidad del personaje. Es mucho más delicado sobreactuarse haciendo drama que haciendo comedia. Uno en comedia se puede ir a los extremos y no hay problema, porque existe esa licencia. En el drama no, porque puede resultar muy forzado el personaje. Pero me encantan las dos. Cuando he podido hacer drama me ha encantado.

¿Es fácil dar el salto de hacer televisión tradicional, de manufactura colombiana, a la televisión que están desarrollando Netflix y otras cadenas internacionales?

Evidentemente la televisión ha cambiado muchísimo y está dando el salto hacia esas plataformas, donde hay una mayor calidad en la imagen y en los contenidos. Es deseable para un actor dar ese salto, lo que pasa es que no es tan fácil. No hay tantas producciones en Netflix, y son pocos los actores que llegan allá. Entonces, en el camino, lo que nos toca es rebuscarnos la vida y reinventarnos. Por eso hago teatro y escribo mis propias obras. De otra manera tendría que quedarme sentado esperando a que me llamen de Netflix o de otra de estas cadenas gringas.

Usted ha trabajado para Tiempo final de Fox Telecolombia y para Metástasis de Sony Pictures. En términos técnicos, ¿es muy distinto para un actor colombiano trabajar con productoras extranjeras?

Es distinto, sí, en el sentido de que las condiciones son mejores. Ellos vienen de países donde trabajan con sindicatos que les exigen una serie de condiciones, de manera que ellos, a su vez, las ofrecen a los actores con los que trabajan aquí. Pero tampoco es dramáticamente grande la diferencia.

Además de poder actuar con estas cadenas, usted contó con la suerte de actuar para una productora de Hollywood en la película Prueba de vida. ¿Cómo fue esto?

La aspiración de muchos actores y actrices en Colombia es triunfar en Hollywood. Así que se van para Nueva York o para Los Ángeles con ese sueño y son muy pocos los que lo logran. Es muy difícil: estar allá es meterse en un mercado gigantesco de 200.000 actores sindicalizados, que hablan inglés perfectamente y tienen todas las cualidades; de modo que competir allá es muy difícil. En cambio si la producción viene aquí y uno tiene suerte, se da lo que sucedió conmigo. Un día me llamaron a un casting para una película. Yo fui, lo hice sin saber muy bien de qué se trataba, salió el personaje y terminé haciendo una película de Hollywood.

¿Y cómo le fue con Russell Crowe y Meg Ryan?

Bien, muy bien. Russell es un tipo muy abierto, muy querido. Hablé mucho con él. Pasé por un momento muy difícil al principio, pero al final engrané y terminé con camiseta autografiada y todos los recuerdos del caso.

¿Qué le pasó al principio?

Tenía mi primera escena con Meg Ryan. Era, por supuesto, en inglés, pero la tenía aprendida al derecho y al revés. Lo malo fue que cuando iba a empezar la escena, el director me dijo que improvisara, y yo quedé en blanco. Empecé a hablar en lenguas y el director, con toda la decencia, paró la escena, me llamó a un lado y me dijo que no me estaba entendiendo nada y que iba a pedir que me revisaran el micrófono. Eso me dio tiempo de pensar y de respirar para volver a escena. Aunque al final todo salió bien, fue terrible tener a Meg Ryan a centímetros, mirándome con esos ojos azules, enormes, sin entender nada de lo que yo le decía.

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Hablemos de la nueva faceta con los monólogos de humor. Hay que ser muy valiente para escribir sobre uno mismo y luego pararse solo en el escenario a decirlo con gracia. ¿Cómo se le ocurrió meterse en esto?

Hice una película con Harold Trompetero, Riverside, que fue invitada al Festival de Cine de Shanghái. Harold no pudo ir, así que yo fui en representación de la película. Estaba invitado tres días y decidí quedarme un mes para conocer. Pero llovió mucho y tuve que pasar mucho tiempo en el hotel. Entonces empecé a escribir sobre lo que me pasaba en esa época. Casualmente estaba empezando el stand up en Colombia con Andrés López, y lo que iba escribiendo, una reflexión sobre los cuarenta años, tenía cierta dosis de humor. Me dio la sensación de que eso podía convertirse en un monólogo y de que me gustaría meterme por ese lado.

Yo tenía experiencia en teatro y no tenía miedo al público, pero cuando me tocó enfrentarme desde el stand up me di cuenta de lo que estaba haciendo, entré en pánico y me bloqueé por completo en esa primera función. Me costó mucho superar ese fracaso, terminé muy mal, muy deprimido, pero la productora me dijo: “mire, hombre, tiene que confiar, el texto es muy bueno, vuélvase a parar ahí, salga al escenario”. Y sí, a medida que lo seguí haciendo logré seguridad en mí, entendí el género y aprendí a descifrarlo. Ahora ya me siento muy cómodo.

¿Hoy en día qué le gusta más, el teatro o la televisión?

Para hacer televisión hoy tiene que ser un papel que realmente me interese y bajo mis propias condiciones de trabajo. De lo contrario no lo hago, porque prefiero que sea difícil rebuscarme la vida haciendo teatro. El teatro me da tiempo para escribir, aunque tenga que trabajar muy duro.

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Adriana Restrepo

Periodista, productora y cofundadora de Relatto.