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La aventura de ser Wade Davis

Fotografía
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Es antropólogo, etnobotánico, documentalista y fotógrafo, pero sobre todo es un explorador que escribe. Ha publicado 23 libros, dos de ellos dedicados a la riqueza natural colombiana: El río y Magdalena. Desde 2018, este canadiense universal es ciudadano honorario de Colombia.

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En 2023 cumplirá 70 años, y el fotógrafo que lo está retratando para esta entrevista quiere saber cómo los va a celebrar. “Quizás con los mamos de la Sierra Nevada de Santa Marta”, dice Wade Davis mirando a la cámara. “Llevo casi 50 años conociéndolos y aprendiendo de ellos algo muy importante: que tenemos que proteger el planeta. Para los indígenas de la Sierra, la sangre de su cuerpo no es distinta al agua que corre por el río”.

En pleno ajetreo entre las charlas que vino a ofrecer en la Feria del Libro de Bogotá 2022, Davis nos recibe una mañana de sábado en una bella casona de unos amigos suyos en La Candelaria, el barrio donde fue feliz durante su primera visita a esta ciudad hace un montón de años, en la década de los setenta del siglo pasado.

Su espléndido libro El río, al mismo tiempo crónica y ensayo etnobotánico, es un homenaje a su maestro Richard Evan-Schultes, quien vivió catorce años en la selva amazónica colombiana, y a su compañero de viaje y mentor Tim Plowman, a quien Davis describe como “uno de los mejores exploradores botánicos amazónicos de su generación”.

Ciudadano honorario con pasaporte colombiano desde 2018, a Davis le gustan los ritmos de la cumbia y la tambora porque le evocan el río que inspiró su más reciente libro, Magdalena, un viaje apasionante por la historia de la arteria fluvial más importante de Colombia, y a su vez una historia del país. “Como dice Carlos Vives, la cumbia es la madre de toda la música, y la madre de la cumbia es el río”, dice Davis.

¿Cómo era el entorno familiar en el que creció?

El ambiente que se respiraba en casa era de generosidad y libertad. Jamás hubo presión de mis padres para que estudiara una cosa o la otra. A los jóvenes hay que ayudarlos a cultivar una suerte de brújula interior. Eso hicieron conmigo mis padres, que eran increíbles. El reto más grande en la existencia es ser el arquitecto de tu propia vida, y no lograr cosas a partir de decisiones impuestas por otros. Creo que esa es la clave de la felicidad. Lo opuesto sería volverte amargado al mirar atrás y comprobar que lo que hiciste fue por la presión social, de los padres o los colegas. Por eso es importante ser paciente, darle tiempo al destino para que te encuentre.

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Su historia con Colombia empezó en Cali en 1968. ¿Qué recuerdos le trae su encuentro con esta cultura?

Yo era el menor de un grupo de adolescentes que vino de intercambio. Mientras mis compañeros llegaron a casas de gente rica en Cali que los llevaba al Club Campestre, yo tuve la suerte de llegar a una familia más modesta, que en vacaciones iba a Dapa, un pueblo que en ese momento no era turístico. Había algo de la intensidad del cariño colombiano que me atrajo de inmediato. Mientras los otros niños canadienses sufrían de mamitis, yo me divertía mucho. Estaba feliz, no me quejaba de nada. En Colombia abrí los ojos a la maravilla de otra cultura.

Más tarde llegó a la prestigiosa Universidad de Harvard…

Llegué a Harvard sin saber qué quería estudiar. Tomé cursos de historia que me parecieron aburridos. Un amigo me contó que estudiaría antropología. Le pregunté qué era eso y me dijo: “Te ponen a leer sobre indígenas”. Me sonó interesante y me inscribí en esa carrera. De mis primeras lecturas de antropología fue clave Carlos Castaneda. Su libro Una realidad aparte fue una excelente introducción a la idea del relativismo cultural, un concepto que me conectó enseguida con lo que había experimentado en Colombia y en las calles de Quebec, esa idea de que cada cultura genera su propia realidad. Otra influencia de Castaneda, no solo para mí sino para toda mi generación, fue la experimentación con psicodélicos.

¿Por qué?

Siempre digo que si no los hubiera tomado no escribiría como escribo, no pensaría como pienso, no entendería el relativismo cultural como lo entiendo, no trataría a las mujeres de la forma en que las trato, no entendería la homosexualidad. Quiero decir, los psicodélicos fueron parte de mi educación. Pero afortunadamente soy de la vieja escuela, como Ram Das o George Harrison, que solo recibimos el mensaje y colgamos. No tienes que tomar psicodélicos a menudo para aprender lo que tienen para ofrecerte.

¿Y en qué circunstancias volvió a Colombia?

Yo estaba un día en un café de Harvard Square con David, mi compañero de cuarto en la universidad, y había un mapamundi justo al lado de nuestra mesa. Esto realmente sucedió. De repente David señala sin mirar un punto en el mapa: el Ártico canadiense. Yo hice lo mismo, pero mi dedo señaló a Colombia. Si hubiera señalado a Italia, probablemente me habría convertido en un erudito del Renacimiento. David se fue al Ártico y desde entonces vive en Alaska. Como mi dedo había señalado Colombia, solo había un hombre al cual acudir en Harvard: Richard Evan-Schultes, famoso por su larga estancia en este país, y por muchas otras cosas. Toqué su puerta y le dije: “Señor, soy de la Columbia Británica, ahorré dinero en un campamento maderero y quiero ir a Colombia a recolectar plantas, como lo hizo usted”. Yo no sabía nada de recolección de plantas ni de botánica, pero quería viajar y vivir en Colombia. Schultes, en vez de pedirme credenciales, me dijo, con su corbata roja de Harvard y una bata blanca de laboratorio, “Bueno, hijo, ¿cuándo te quieres ir?”. Me dio dos cartas de recomendación y viajé. Colombia me abrazó. Era 1974. Estuve en Turbo, atravesé el Golfo de Urabá bajo una terrible tempestad. A la madrugada abrí los ojos al sol y fue como despertar en un sueño.

Poco después usted vivió en Haití durante varios años…

Hice muchos viajes largos por Suramérica, publiqué artículos, pero la actividad botánica comenzó a parecerme tan aburrida como recolectar heno. No tenía mucho interés en la taxonomía o clasificación occidental. No quería pasar mi vida como taxonomista, revisando pequeños géneros de plantas para ver si había treinta o cinco especies. Soy una persona dada al contacto con la gente. Muchos botánicos son ligeramente misántropos. Mi amigo Tim Plowman lo era. Amaba la naturaleza y a las personas de manera individual, pero tenía una especie de desprecio por la humanidad. Yo soy todo lo contrario. Schultes me llamó a su oficina en 1982 y me dijo que le gustaría que fuera a Haití y tratara de encontrar una repugnante preparación antigua que se usaba para crear zombis. Por supuesto dije que sí, sin tener idea de que aquello terminaría consumiendo cuatro años de mi vida. La búsqueda de ese veneno y el veneno mismo me abrieron increíbles posibilidades culturales, históricas, espirituales. Terminé encontrando esa droga y escribí La serpiente y el arco iris, que fue un éxito de ventas. Incluso convirtieron el libro en una película de terror de Hollywood que no me gustó.

¿Cómo fue la aventura de sumergirse en la biografía de su maestro, el profesor Richard Evan-Schultes, para escribir El río?

La investigación me tomó seis años. Tuve que reconstruir todos los días de su vida. Nunca llevó un diario, pero tenía sus cuadernos de recolección de campo. También hablé con él: fueron 35 horas de entrevistas. Lo hermoso del libro es que, de cierta manera, pude devolverle algo de su vida pasada, porque antes de El río a Schultes se le había olvidado todo. Por eso al describir episodios como su experiencia con el peyote tuve que imaginar lo que habría pasado por su cabeza en esos momentos. Una vez me llevó a un lado y me dijo: “No puedo creer que no hubieras estado allí y aún así hayas podido contarlo tan bien, como si estuvieras dentro de mi cabeza. ¿Cómo lo supiste?”. La señora Schultes me decía que en sus últimos años él mantenía el libro junto a su mesita de noche, y cuando no podía dormir lo abría y leía un pasaje al azar.

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Uno de los muchos personajes que aparecen en Magdalena, su último libro, es Germán Ferro, el director del Museo del Río Magdalena, quien dice que limpiar el río sería como limpiar el alma de la nación, y que para obtener una paz real y duradera es importante reconectarnos con el Magdalena. ¿Cree que esta generación verá un río Magdalena recuperado o estamos muy lejos de restaurarlo y reconectarnos con él?

Eso que dice Germán se lo escuché a muchas personas a lo largo de la cuenca del río. Del pescador al poeta, de los soldados a los gobernadores, todos dicen que curar la patria es curar el río. Limpiar el río es limpiar nuestras almas. Nunca pedí esa frase, salió de la boca de todos. Germán es muy interesante. Su padre fue uno de los ingenieros que construyeron Girardot, y él recuerda que de niño bajaba los fines de semana a visitar a su papá, pero nunca con la idea de “vamos a bajar al valle del Magdalena, el río que dio origen al país”, sino simplemente por ir a tierra caliente. Solo hasta que hizo su doctorado fue que se dio cuenta de la importancia del Magdalena, no sólo como vía de comercio, sino como un lugar de cultura. Por eso se apasionó por el río.

Los ríos tienen una asombrosa capacidad de recuperación. El Hudson en las afueras de Nueva York o el Támesis en Londres eran ríos moribundos, pero han sido rescatados de la muerte. El Magdalena está actualmente en mucho mejor estado de lo que estuvieron esos ríos en algún momento. Se necesita hacer las paces con el río y con todo el mundo natural.

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Hoy muchas personas están pesimistas sobre el planeta en el que viven. ¿Cómo ve usted la crisis climática?

Primero, creo que es absolutamente terrible cómo los medios distorsionan por completo a la ciencia. Quiero decir, piensa en Greta Thunberg, la heroína del mundo actual. A los 8 años escuchó hablar del cambio climático y le horrorizó que los adultos no hicieran nada al respecto. Se deprimió terriblemente, dejó de comer y bajó 10 kilos, dejó de hablar durante un año, luego le diagnosticaron síndrome de Asperger y trastorno obsesivo compulsivo. A los 15 años comienza a protestar, y es recompensada por eso. Ha sido nominada no una, sino tres veces al premio Nobel de la Paz. Es una locura. Greta está deprimida y alberga una ira que proviene del miedo, y le dice al mundo, de manera cada vez más categórica, que el planeta llegará a su fin si no eliminamos de inmediato todas las emisiones de carbono. Eso no va a suceder. Destruiría la economía mundial. Greta es la inspiración de millones, pero cada vez que la veo, veo a una niña convencida de que el mundo se va a acabar. Y no es así. Es terrible que tengamos a personas como Al Gore diciendo que el mundo llegará a su fin en diez años. Los datos no respaldan eso.

¿Has oído que los osos polares se están extinguiendo debido al hielo? Mierda total. La población de osos polares en Canadá nunca ha sido más saludable. De las 19 poblaciones polares del mundo, 13 están en Canadá, y todas están aumentando. El cambio climático antropogénico es real. Hoy hay peligros reales y tenemos que lidiar con ellos. Pero hay que preguntarse si se trata de una amenaza existencial para el planeta, de un peligro que amenazará la vida misma dentro de una década, que es lo que dice la gente. La histeria es contraproducente. Lo más importante que podemos hacer por el clima es educar, particularmente en la planificación de la familia. Porque somos muchos en este planeta.

Después de conocer y convivir con decenas de comunidades tradicionales alrededor del mundo, ¿usted es creyente, ateo, agnóstico? ¿Cuál es su relación con la dimensión espiritual de la vida?

Crecí siendo un cristiano muy devoto. Rezaba todas las noches. De los 5 a los 11 años caminé solo a la iglesia todos los domingos para estar en la presencia de Dios. Obtuve una pequeña medalla por asistir a la iglesia por mi cuenta durante seis años. Por mucho tiempo Dios siempre estuvo presente en conversaciones diarias conmigo, pero un día Dios no vino, y fui creciendo y no volvió. Creo que, en cierto sentido, he estado buscando desde entonces ese sentimiento que alguna vez tuve, y que he llegado a entender que no tenía que ver con la religión. Era el deseo de abrazar lo sagrado, algo que tiene que ver con la vida, no con la muerte ni la eternidad. Lo extraordinario es que las personas de todas las culturas y todos los tiempos son capaces de abrazar el espíritu de lo sagrado, que no puede ser destruido, ni cooptado ni manipulado. Siempre estoy en busca de lo sagrado. He escrito y producido películas sobre el budismo, que no es propiamente una religión sino un camino que tiene mucho sentido para mí. Una de las lecciones del budismo me resulta similar a un consejo que me daba mi padre, que no era religioso pero sí un hombre maravilloso: “pon el hombro del lado del bien y ponte manos a la obra”. Pero no tengas expectativas de ganar; si no esperas ganar, vuelves a la siguiente batalla. Por eso no me apego a ningún resultado, solo sigo con el siguiente esfuerzo y me gusta estar del lado del bien. Entonces puedes tener mi edad, casi 70, y conservar el idealismo y la energía que tenías cuando joven. Nunca envejeceré en ese sentido, nunca me amargaré, solo seguiré luchando. Eso me da mucha tranquilidad.

 

*Esta entrevista fue realizada por: Jorge Pinzón Salas y Adriana Sánchez Andrade.

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