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Adiós, vinilos -no

Ilustración
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siempre adoré— el rito de elegir un vinilo, ponerlo en el tocadiscos y sentarme en un sillón a escuchar la música con la carátula del disco en mis manos. Adoro el sonido de las pastas y de la aguja que cruje sobre los surcos del disco. Adoro el momento de darle la vuelta cuando terminan las pistas de un lado. Adoro verlo girar, y olerlo y tocarlo. Pero ninguna de esas adoraciones justifica la lógica vulgar que soportaba mis métodos dudosos —o mejor: ausentes— de clasificación y que, en consecuencia, convertían mis adquisiciones en una suerte de triste acumulación. Para ser una coleccionista me hacía falta todo, pero especialmente las ganas de serlo.

Lo era. Pero había preferido consolarme con una mentira disimulada, redonda, de esas que por vivir girando sobre su propio eje logra disfrazarse de convicción: compraba discos porque los coleccionaba, y era coleccionista porque compraba discos. Básico y sinsentido, aunque en el medio existiese una lista de razones poderosas para buscar y comprar vinilos. Adoro —siempre adoré— el rito de elegir un vinilo, ponerlo en el tocadiscos y sentarme en un sillón a escuchar la música con la carátula del disco en mis manos. Adoro el sonido de las pastas y de la aguja que cruje sobre los surcos del disco. Adoro el momento de darle la vuelta cuando terminan las pistas de un lado. Adoro verlo girar, y olerlo y tocarlo. Pero ninguna de esas adoraciones justifica la lógica vulgar que soportaba mis métodos dudosos —o mejor: ausentes— de clasificación y que, en consecuencia, convertían mis adquisiciones en una suerte de triste acumulación. Para ser una coleccionista me hacía falta todo, pero especialmente las ganas de serlo.

¿Qué es una colección? ¿Para qué sirve? ¿Qué pasará con esos objetos en el futuro? La autora le da vueltas a estas y otras preguntas mientras mira su colección de discos en el aparador de su apartamento.

Durante años quise creer que coleccionaba discos de vinilo. Justificaba la creencia en mi amor por la música, o acaso en esa extraña tendencia que tengo a sentir nostalgia por épocas y cosas que no me tocó vivir. Empecé a cuestionar la naturaleza de esos cientos de discos que ocupaban un espacio tímido pero considerable de mi apartamento neoyorquino algunos meses antes de tomar la decisión de mudarme de país. ¿Realmente quería que esos discos cruzaran el Atlántico conmigo? Y si tenía que hacerme esa pregunta, y si podía, quizá, con más facilidad de la que me gustaría admitir, desprenderme de ellos, ¿no era posible que lo que había estado haciendo hasta entonces, lejos de coleccionar, pudiera llamarse sencillamente acumular?

 

 

Lo era. Pero había preferido consolarme con una mentira disimulada, redonda, de esas que por vivir girando sobre su propio eje logra disfrazarse de convicción: compraba discos porque los coleccionaba, y era coleccionista porque compraba discos. Básico y sinsentido, aunque en el medio existiese una lista de razones poderosas para buscar y comprar vinilos. Adoro —siempre adoré— el rito de elegir un vinilo, ponerlo en el tocadiscos y sentarme en un sillón a escuchar la música con la carátula del disco en mis manos. Adoro el sonido de las pastas y de la aguja que cruje sobre los surcos del disco. Adoro el momento de darle la vuelta cuando terminan las pistas de un lado. Adoro verlo girar, y olerlo y tocarlo. Pero ninguna de esas adoraciones justifica la lógica vulgar que soportaba mis métodos dudosos —o mejor: ausentes— de clasificación y que, en consecuencia, convertían mis adquisiciones en una suerte de triste acumulación. Para ser una coleccionista me hacía falta todo, pero especialmente las ganas de serlo.

El verdadero deseo de un coleccionista, escribió el periodista musical Simon Reynolds, es permanecer en un constante estado de anhelo. Las colecciones son edificaciones que se levantan de a pocos y que no deberían terminar de construirse jamás. Todos los coleccionistas de vinilos dedicados saben que el disco más importante de su colección es aquel que les sigue faltando. Y esto es tan cierto para ellos que la frase se ha convertido en un cliché.

Todos los coleccionistas de vinilos dedicados saben que el disco más importante de su colección es aquel que les sigue faltando.

Zero Freitas, el brasileño de 66 años que es considerado hoy como el mayor coleccionista de discos en el mundo, cree que lo más importante no es comprar un disco sino esperarlo. Sin embargo, no es precisamente esto lo que hace. O más bien: lo que hace es esperar demasiados, indiscriminadamente. Su colección completa casi nueve millones de vinilos. Ha contratado gente en distintos países para que se ocupen de cazar colecciones enteras, comprarlas y mandarlas a Brasil. Compra en grandes cantidades y emplea a jóvenes universitarios en la labor de catalogar y organizar los discos. Desde hace casi veinte años va a terapia para tratar esta obsesión. Quiere saber si lo que hace es producto de una enfermedad de acumulación compulsiva. La terapeuta lo examina y le confirma cada año que no está enfermo, que lo suyo es otra cosa —quién sabe qué cosa—, y él sigue “coleccionando” porque siente que siempre le hace falta algo, o todo: quiere tenerlo todo.

La primera vez que escuché el nombre de Freitas fue cuando el historiador y productor musical neoyorquino, René López, me contó que alguien le había sugerido que él podía ser un potencial comprador para sus discos. René López dejó de adquirir discos hace un par de décadas, en el momento en el que supo que ya no le interesaba encontrar alguna grabación específica, que había perdido el deseo de explorar entre las rarezas, aunque no por eso dejaba de emocionarle que alguien se las descubriera. López debe tener una de las colecciones de música antigua cubana más completas del mundo y hoy, a sus 81 años, lo que anhela es encontrar el comprador ideal para esos discos. No espera solamente un intercambio por un precio justo: sabe que para una verdadera colección no existe tal cosa; ningún dinero compensa la relación afectiva con esos objetos coleccionados. Lo que espera es un futuro útil para sus discos. Poder dejarlos a disposición de un gran público, y que sean oídos, que sigan vivos. Por eso, no le pareció que Zero Freitas podía ser una opción.

Conocer a René López debió bastarme para entender que lo que yo hacía con mis vinilos no era precisamente coleccionarlos, pero entonces aún me entusiasmaba internarme en tiendas de discos a buscar un poco de nada y de todo: algo que me sorprendiera, una carátula, una versión, un nombre extraño o un trabajo raro de un nombre conocido. No tenía, nunca tuve, esa característica que ahora veo fundamental en un coleccionista de vinilos: esa suerte de apego obsesivo a ciertas búsquedas concretas. Aunque, como todos, tengo preferencias, no me interesa delimitar mis exploraciones. Muchos discos llegaron a mí sin que mi voluntad intercediera. No me tocó la época en la que para ser melómana era casi necesario comprar todos los discos posibles por falta de otras opciones para acceder a la música. Hoy tengo tres discos duros repletos de álbumes y dos afiliaciones a servicios de transmisión de música en línea: ya sé que no voy a escucharlo todo, y aunque siempre quiero descubrir más, cada vez me interesa menos adquirirlo. Vivo en un constante estado de anhelo, es cierto, pero no precisamente por un disco, ni por muchos. 

La cifra
Casi 9 millones de vinilos posee el brasileño Zero Freitas, considerado el mayor coleccionista de discos en el mundo.

    

Mi obstinación es con la música, no con la forma física en la que exista. Hay tantas maneras de escuchar —y acceder a— la música hoy, que tardé en darme cuenta de que el formato ya hacía mucho tiempo que había dejado de importarme. La gran fascinación que solía provocarme la imagen de esos vinilos juntos en mis anaqueles se transformó de repente en un motivo de ansiedad. ¿En qué momento vas a escucharlos todos? ¿No deberías sacudirles el polvo con más frecuencia? ¿Qué harás con ellos cuando dejes esta casa, y la siguiente? 

La crítica musical Amanda Petrusich escribió una vez que a ella, desde joven, sus colecciones la hacían sentir segura y enfocada, y le daban a su vida una forma y un propósito. A mí, en cambio, mis intentos de colecciones —alguna vez probé con casetes y cilindros— me volvían más dispersa y desenfocada, me mostraban de frente mi incapacidad y desinterés en esa forma de elegir.

El último vinilo que compré fue uno de Gil Suarez y sus Hi-Latins. Lo compré por la carátula, que me fascina, y casi en el mismo momento supe que probablemente no volvería a adquirir ningún otro disco de vinilo en mi vida. Sucedió durante el encuentro de coleccionistas y melómanos en la Feria de Cali de 2019. Me impresionó, solo a primera vista, lo que creí estar observando en esas Canchas Panamericanas en las que sucedía el evento salsero. Cientos de personas reunidas frente a una tarima con tres pantallas enormes, un vinilo rodando en un tornamesa, y una persona detrás de un atril —El Coleccionista: casi todos hombres— lista para hablar sobre una grabación particular. Parecía que mucha gente escuchaba. Parecía, a simple vista, a simple oída, que el coleccionista tenía algo urgente por decir. 

Pero bastaba con detenerse a mirar y a escuchar por unos minutos para saber que no pasaban precisamente esas cosas. La mayoría de personas estaban más interesadas en beber alcohol y conversar con los amigos que en escuchar la música y al coleccionista. Para eso, para socializar y pasear, estaban ahí. Y los coleccionistas, por su parte, la mayoría de veces recitaban largas listas de datos biográficos al modo Wikipedia, con tono y dotes de exhibicionista feliz. Es que el exhibicionismo tiene innegablemente un lugar especial en la labor del coleccionista de vinilos; de ese afán de mostrar lo que se posee casi ninguno se libra. Pero me parece que cuando ese afán se sobrepone a los intereses de quien colecciona —su amor por la música, sus pasiones y obsesiones discográficas concretas, digamos—, el coleccionismo pierde todo sentido.

No creo que el amor por un disco sea algo que pueda compartirse en grupos grandes. Dudo que mucha gente junta logre concentrarse en el sonido de un disco o en eso que alguien tiene para decir sobre él. Escuchar es muy difícil. No entiendo cuál puede ser el propósito benéfico para la música de este tipo de encuentros masivos, pero me queda claro que no hay necesariamente una relación entre el coleccionismo y la melomanía. No todo el que colecciona o cree que colecciona es melómano, ni todo melómano es coleccionista. Lo que sí es seguro, es que a la colección de discos de quien no entiende la música como aire necesario para vivir sino como objeto de apego para exhibir no debe llamársele colección. Puede que sea, más bien, una suma de muestras para exhibición. 

Sin duda, lo mejor que me dejó aquel encuentro de coleccionistas fue el zumbido de una mosca detrás del oído: ¿Algo como esto harás un día con tus discos? ¿Usarlos como excusa para que te miren y se hagan los que te escuchan? ¿Exhibirlos en vez de compartirlos? ¿O venderlos en una caseta como pedazos de nada cuando estés muy desesperada por dinero (como hacían tantos por ahí)? No. Definitivamente no.

Harry Smith, un coleccionista de música folclórica americana que dejó como legado una importante antología, creía que la acumulación cuidadosa y el acto de organizar cosas podía traer consigo nuevos conocimientos. Sugería que tales conocimientos debían ser la verdadera inspiración del coleccionista de discos. Pero la realidad es que rara vez llegan a serlo. Me gusta escuchar a esos acumuladores cuidadosos a los que se les escapa por los ojos el entusiasmo, y entonces hablan como miran, y les excita tanto compartir sus conocimientos como sostener un disco en sus manos o volverlo a escuchar por milésima vez. Sé que son una especie muy extraña estos coleccionistas. Están en vía de extinción y no suelen aparecer en eventos masivos de coleccionismo.

En casa de uno de esos seres extraños dejé mis vinilos antes de mudarme de país. Él sabrá también dónde dejar aquellos que le sobren. Más que en la memoria, mis experiencias con los discos la cargo en los huesos. Suenan y truenan. Aunque ya no me interesa poseer demasiado de algo innecesario —cosa que precisa una colección—, me siguen picando las tripas esas verdaderas colecciones: las historias, los misterios que encierran. ¿Con qué revelaciones podría robarme el aliento la colección de René López? Un anhelo que tengo es que alguna vez esos, y todos los discos de aquellos coleccionistas extraños, encuentren su paradero ideal, el único que importa: los oídos del mundo.

*Periodista y fotógrafa colombiana.

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