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felicidad

Mi felicidad rebelde

Ilustración
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Tras épocas que me hicieron dudar sobre mis elecciones, hice la paz con el hecho de que mi vida no es una carrera convencional y ambiciosa para triunfar.

Nunca me gustaron las frases motivacionales. Siempre las encontré demasiado cursis y me preguntaba cómo a alguien, de verdad, podían cambiarle la vida. Fue un día cualquiera cuando leí una que decía “Los ambiciosos son criticados por aquellos que se han rendido” y me pregunté si yo misma, de alguna manera, había fracasado. Para este momento tenía un trabajo estable coordinando envíos y cargas con transportadoras canadienses, un pequeño hogar fuera de la ciudad y amigos con los que hablaba esporádicamente. Vivía una vida tranquila, incluso modesta. No tenía una gran pasión, ni un gran sueño a perseguir. Por eso, tras leer esta frase, me pregunté si sentía envidia de aquellos que lo habían logrado “todo”. Y a pesar de hacerme la misma pregunta ocasionalmente, yo seguía viviendo feliz. Incluso plenamente me atrevería a decir. Tal vez incluso más feliz que muchos de mis amigos y colegas. A mi parecer, ellos tenían ocasionales picos de felicidad con la llegada de un nuevo hijo, un nuevo diploma o un nuevo trabajo. Y si bien yo me alegraba por ellos, no podía evitar preguntarme si esos eran los sueños que yo debería estar persiguiendo. Aunque al mismo tiempo sintiera que sería completamente desdichada si lo hiciera. 

En mi día a día, comencé a sentir una inexplicable necesidad de “vivir más”. Con cada nuevo logro de mis amigos, familiares y compañeros (que además son bien recibidos y celebrados en redes sociales), me preguntaba por qué yo no estaba corriendo esa carrera. Por qué mi vida no giraba alrededor de esas nuevas y emocionantes experiencias y, sobre todo, ¿qué iba a hacer para cambiarlo?

El gran problema de ser la espectadora de aquella ambiciosa carrera, creo yo, es la sensación de “me estoy perdiendo la vida”, como si despertarme cada mañana y habitar mi ser no fuera suficiente vida. Como si estuviera viviendo mi vida a un 50 % mientras los demás buscan y consiguen experiencias tan intensas en su vida que, en comparación, pareciera que yo estoy desperdiciando la mía. Para este momento comencé a sentir una angustia no por la falta de ambición, sino por la extrañeza de no compartirla con el resto.

Además, las personas a mi alrededor no eran ajenas a la tranquilidad de mi día a día. Mi decisión de apartarme de la gran ambición compartida de “vivir al máximo” no pasaba desapercibida. Las miradas de juicio de amigos, familiares y compañeros se posaban sobre mí, como si mi elección de vivir sin la constante ansiedad de acumular riqueza y reconocimiento fuera un ataque personal contra sus propias ambiciones. Todos parecían preguntarse en silencio por qué no aspiraba a más, por qué mi casa, mi trabajo y mis pocos amigos eran suficientes para mí. Comencé a sentir que, para muchas de las personas a mi alrededor, mi tranquilidad resultaba especialmente molesta. Comentarios como “es que tú no sabes lo que es estar ocupado todo el día” o “los que sí trabajamos no tenemos tiempo para ciertas cosas porque no valen nuestro tiempo” eran comunes. Incluso, en alguna ocasión una amiga cercana me dijo: “Yo daría lo que fuera por vivir así de tranquila, sin hacer mucho, solo trabajando lo mínimo necesario”. Y aunque me lo dijo con una sonrisa, yo me sentí como si me hubiera insultado de manera completamente directa: ¿Qué significaba trabajar “lo mínimo necesario”? Es más, ¿qué tenía de malo trabajar lo mínimo necesario?

Como consecuencia de esta sensación, comencé a hacer cosas. En mi afán de sentir esa productividad, salía a caminar sin un rumbo particular, compraba cosas que no necesitaba, leía libros que ni siquiera me gustaban cuando quería descansar, me levantaba temprano así no tuviera nada que hacer porque eso es lo que hacen “los exitosos”, entre otras cosas que detesté. Creí que cuando comenzara a “vivir más” iba a sentir la gran ambición de conseguir nuevas cosas, cada vez más grandes. Pero no fue así y eventualmente volví a la tranquilidad de mi vida. Pero me seguí preguntando si estaba “desperdiciando mi vida”.

Para la misma época comencé a ver a mis mejores amigas colapsar. Su trabajo se volvía cada vez más estresante y sus relaciones cada vez más caóticas. La cantidad de cosas que manejaban en su vida comenzaron a acumularse y los problemas de una dimensión de su vida afectaban otra. Comenzaron a asistir a psicólogos buscando apaciguar la ansiedad que les estaba dando sentir que “lo estaban perdiendo todo”, como me lo dijo una de ellas. Y aunque las acompañé durante esos meses difíciles, fue de las primeras ocasiones en que agradecí por la tranquilidad de mi vida. Aquella con un hogar y trabajo modestos, aquella que siempre me permitía dormir por las noches y descansar siempre que lo necesitaba. 

Mi decisión de apartarme de la gran ambición compartida de 'vivir al máximo” no pasaba desapercibida. Las miradas de juicio de amigos, familiares y compañeros se posaban sobre mí.

Fue tras estos meses que hice las paces con mi vida, y con las experiencias que hacen parte de ella. Pues no son más ni menos que las que tienen los demás. Simplemente son eso: MIS experiencias de vida, y son suficientes para mí. Desde entonces observo el trajín diario de las personas a mi alrededor. Lo respeto, lo apoyo y, sobre todo, lo admiro. A algunos todavía los veo correr como si estuvieran en una competencia frenética. Los veo perseguir metas y logros cada vez más grandes. Y cuando hablo con ellos, su discurso refleja la urgencia de alcanzar la cima. Para muchos de ellos, la plenitud está reservada exclusivamente para aquellos que conquistan estas montañas.

Y no me malentiendan, no es que carezca de sueños o aspiraciones, sino que mis metas se enfocan en la simplicidad del día a día. Como siempre lo hice, me dedico a encontrar la felicidad en las pequeñas cosas, en lo que no está planeado y en lo que llega sin avisar. No hay indicadores, ni competencias en mi universo, solo la tranquilidad que proviene de vivir mi vida sin la carga de las expectativas ajenas.

Aunque los juicios a mi alrededor a veces se hacen sentir, aprendí a abrazar la libertad que proviene de estar al margen del “éxito”. En este rincón, descubro lo bonito de simplemente existir, y aunque no lo puedo contabilizar en cuentas bancarias, en hijos o en diplomas, vivo feliz.

Quizás este camino sea menos transitado, pero cada paso, por pequeño que parezca, me sale del corazón. Y aunque un pequeño sentimiento de angustia aparece cada vez que veo a las personas “viviendo al máximo”, entendí que mi tranquilidad es mi máxima experiencia de vida. Todavía odio las frases motivacionales, pero también fue un día cualquiera cuando leí una que, sorprendentemente, me cambió la vida: “Si empiezas a creer que solo importan los momentos más significativos y brillantes, te empezarás a sentir como un fracaso la mayor parte del tiempo”.

Luisa Fernanda León

Es apasionada por la logística, no le gusta el arequipe y le encanta el crepúsculo.