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Bienestar Colsanitas

Una varicela en Lisboa

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La varicela sucede una sola vez en la vida. Normalmente se desarrolla en la niñez, pero hay casos inoportunos: por ejemplo, durante un viaje de descanso. La autora cuenta su experiencia.

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o tengo problema en ir sola a conocer un país. Puedo ir a un restaurante, a cine o a un museo y entretenerme sin compañía. Pero hay algo que siempre prefiero hacer acompañada: ir al médico. Aunque sea por una simple gripa, el tiempo en la sala de espera me agobia, me hace sentir vulnerable. Ni hablar de ir a un examen de laboratorio o, lo que es peor, a urgencias.

En febrero pasado me fui de paseo a Lisboa. Llevaba años aplazando el viaje. Alquilé un apartamento y me dediqué a recorrer la ciudad. Usualmente camino mucho y soy muy activa, pero a los quince días de estar en la capital portuguesa comencé a cansarme y a sentirme adormilada a las cinco de la tarde. Me quedaba dormida en buses y trenes. Pensé que se venía una gripa fuerte, porque me dolían la espalda y las piernas.

Un par de días después me salió un sarpullido en el pecho. Empecé a revisarme por todas partes y me encontré con una bolita en el cuello, detrás de la oreja. Quién dijo miedo. Primero le pregunté al doctor Google, y no hay cosa más traumática en un momento así: en cinco minutos uno pasa de tener alergias a pensar que se va a morir de cáncer.

Entre las respuestas de Google y las de un médico amigo a quien contacté por correo, todo parecía indicar una enfermedad eruptiva. No quería preocupar a mis papás y no iba a sonar casual llamar a preguntarles si recordabanc uándo me dio varicela, rociola, rubiola, rubiela…

Con la angustia y las investigaciones me fui llenando de más ronchas, que en Internet se llaman erupciones vesiculosas, nombre que no ayuda para nada. Cabeza, cuello, brazos y pecho comenzaron a parecerse a la superficie de marte. No tenía celular y la conexión a Internet en el apartamento temporal era cara y mala. Al día siguiente amanecí con fiebre y más ampollas. Podía sentarme a llorar, pero sola, en una ciudad en la que no conocía a nadie, no iba a servir de nada hacer drama. Mi universidad en Europa me obliga a tener un seguro médico privado, así que los contacté por Skype. Se me olvidó hablar inglés de los nervios. Me costó explicarle que no tenía celular, que tenía miedo y que si me seguía preguntando a quién podrían contactar en caso se emergencia me iba a poner a llorar.

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Primero le pregunté al doctor Google, y no hay cosa más traumática en un momento así: en cinco minutos uno pasa de tener alergias a pensar que se va a morir de cáncer”.

La señorita (supongo que todas que trabajan en los call center son señoritas) de la aseguradora resultó muy eficiente: a los 15 minutos me contactó por Skype y medio el nombre y la dirección de la clínica a la que debía ir. Me dijo que ya habían mandado un fax informando que mi seguro estaba vigente y que no debían cobrarme nada. En Lisboa llovía y venteaba durísimo. Me envolví en pañoletas para no asustar a nadie y salí a buscar un taxi.

En urgencias entregué mi pasaporte y el carnet del seguro al funcionario de turno. Todos los funcionarios de turno del mundo son iguales: desde que recibió los papeles puso cara de signo de interrogación. Me dijo que primero el seguro debía enviar un fax y que no había llegado, pero que para hacerlo todo más fácil, obvio, podía pagar los servicios y después pedir el reembolso al seguro. En español e inglés le expliqué que ya habían mandado el fax, pero él señaló un fax a su derecha y me dijo que no había llegado nada.

La rabia de sentir que me estaban embolatando me dio ánimo y decidí darle la batalla. Llamé al seguro desde un teléfono público, le pedí al funcionario de la clínica el e-mail, un segundo número de fax, en fin. O me atiende, o me atiende. Con resignación, el tipo me puso una cinta naranja en la muñeca y me pasó a la sala de espera. En un cartel en la pared leí que el color de la pulsera indicaba el grado de urgencia. Naranja era el que más podía esperar. Había poca gente: una señora que parecía tener una pierna rota, una anciana tosiendo y un par de personas más.

A los quince minutos el número que me asignaron apareció en la pantalla y pasé al consultorio 3. Con solo verme la cara la medica me diagnosticó varicela.

—Lo bueno es que da una sola vez en la vida —me dijo. Tenía mi vuelo de regreso a los cuatro días y le pregunté si podía viajar—. Sí, claro que puede, no se siente al lado de niños ni mujeres embarazadas, y ya.

Mientras esperaba un taxi en la recepción de la clínica vi al funcionario recogiendo una pila de papeles de otro fax. Seguro eran las cinco hojas que mi aseguradora mandó a tiempo.

Pude volver a mi casa en Berlín y estuve doce días encerrada y sin poder hacer mucho: las pastillas me daban moridera y no era capaz ni de ver películas. Lo demás fue aprender a no rascarme, a no moverme. La varicela es una enfermedad para entrenar la paciencia y recibir mimos. No tenía quien me mimara y la paciencia no la va conmigo: aprendí a enfermarme sola.

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