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Bienestar Colsanitas

En busca del buen pan

Fotografía
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El autor nos muestra su experiencia como apasionado a la panadería, una afición surgida durante la cuarentena, y nos lleva a conocer a una panadería francesa.

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espués de trece horas de fermentación, saqué la masa del bowl y la doblé por la mitad y luego desde las esquinas. Unté mis dedos en aceite de oliva, cogí los bordes como haciendo un origami viscoso, y comencé a pegarlos sobre la masa. La traje hacia mí formando una pelota compacta y liviana. La masa se deslizó sin pegarse, enrollándose sobre sí misma dentro de la horma de mis manos. El resultado fue una esfera suave, homogénea y lisa. Por fin lo había logrado.

Me había tomado dos meses, practicando dos veces a la semana, llegar a producir y sentir la textura impecable que había visto en tantos videos y fotos. Un par de horas más tarde ese mismo día, con reposo, un corte limpio y una hora a 230 ºC, tuve entre mis manos el primer resultado verdaderamente impecable de mi trabajo. El pan había crecido dos veces el tamaño de la masa inicial, rasgándose por la amplia cicatriz del corte en una costra bronceada y crocante. Abierto, mi pan de centeno, avena y chips de chocolate exhibía la textura esponjosa, húmeda y grácil que tantos buscamos recrear durante la cuarentena. Servimos café y mientras nos sentábamos a su alrededor, yo me dediqué a hacerle un auténtico fotoestudio con un objetivo: subirlo a Instagram.

Yo también había caído en el vicio al que muchos se plegaron en Instagram. Una búsqueda de las etiquetas #baking, #sourdough o #bread revela la popularidad insospechada del pan casero en las redes en los últimos meses. En mi foto, varios amigos comentaron que la boca se les hacía agua con sólo verla. “Uy, ¡pilas nos monta la competencia!”, me escribió por Whatsapp Jean-Pierre, un buen amigo de varios años atrás, hijo de Philippe Balavoine, el hombre detrás de la panadería Philippe. Le conté que estaba fascinado con mi nueva ocupación de cuarentena; que estaba asombrado con la cantidad de detalles a los que estaba sujeto algo que parecía tan simple cuando se podía salir a comprarlo como si nada. Le conté que me gustaría escribir sobre el trabajo que implica lograr un buen pan en casa, pero que sentía que me hacía falta algo. Y entonces le pregunté qué pensaba de ir a conocer a su padre para verlo trabajar. A lo mejor así podría encontrar el material que me faltaba. Al rato me escribió para decirme que su papá había aceptado.

La pan-demia en casa

Mi interés por todo este asunto empezó por culpa del encierro. Es más, los panaderos empíricos surgidos del exceso de tiempo libre, del estrés inmanejable o de la añoranza de las panaderías a.C. (antes del covid) somos legión en todo el mundo. Brotamos del pánico de un modo tan repentino como el virus mismo. A finales de marzo no se conseguía harina ni levadura en los supermercados. En la última semana de ese mes, Francia registró un aumento del 173 % de las ventas de harina y los Estados Unidos uno del 647 % en las de levadura.

Para mí tampoco fue fácil conseguir con qué hacer crecer mi hogaza por esos días. Pero no desistí. Estábamos aburridos de las mogollas industriales y del insulso pan de sándwich que comprábamos en el supermercado.

En Internet encontré miles de recetas en las que expertos y aficionados describen lo que hay que hacer para lograr un buen pan: cómo preparar la masa, amasar, fermentar, prepararla para hornear (enmoldar) y hornear. Y después de varias horas viendo contenido multimedia alto en gluten, entendí mejor las bases del asunto. El proceso completo puede tomar entre tres y veinticuatro horas, de las cuales una hora es realmente lo que se demora la hechura. Lo demás lo hace la levadura durante los periodos de reposo y fermentación. Entre las principales opciones están la instantánea y la masa madre. Y si bien algunos panaderos de la web usan la batidora eléctrica para el amasado, el proceso completo se puede realizar a mano (así lo he hecho yo) con un par de bowls, un cuchillo y un horno. Un poco más seguro, me decidí por una receta sencilla: integrar 300 gramos de harina blanca, 100 de integral, una cucharada de sal, taza y media de agua tibia con los tres gramos de levadura instantánea previamente diluidos, amasar, dejar doce horas de fermentación en bowl con aceite de oliva, hacer pliegues para enmoldar, realizar el corte en la superficie y al horno.

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"El mayor error de la panadería en Colombia tal vez es el sobreamasado. Pero el error más frecuente del pan deficiente es la falta de rigurosidad en los procesos".

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Al principio, la masa se pegaba a mis manos y yo perdí la esperanza de sacar al menos una mogolla de lástima de lo que prometía ser un pan de casi una libra. Pero seguí hasta el final. Y leyendo este párrafo pienso que esta habría sido la historia de cómo deserté del pan hecho en casa, si la masa no hubiera crecido y el pan resultante, aunque lejos de ser una obra de arte, no hubiera quedado rico, esponjoso y, sobre todo, mucho mejor que su competencia industrial. Pero claro, también hubo algo más: me encantó hacerlo.

Curiosamente también encontré un verdadero manifiesto sobre ese placer, llamado en inglés con un neologismo difícil de traducir: el procrastibaking. Según relata Julia Moskin en un artículo de mayo de 2018 en The New York Times “la práctica consistente en hornear algo completamente innecesario con la intención de evadir el ‘verdadero’ trabajo es un hábito sorpresivamente común que solo adquirió su nombre recientemente. Estudiantes de medicina, escritores de romance, diseñadores web freelance: prácticamente cualquiera que trabaje en casa y tenga una bandeja para galletas en su alacena puede probarlo”.

Según la autora, la afición a la “procrastinación horneada” radica en que es divertida, ofrece la gratificante sensación de hacer algo de principio a fin, permite obtener un resultado concreto para disfrutar y brinda una oportunidad para olvidarse de las preocupaciones inmediatas, antiguas y por venir —hacer mindfulness, en pocas palabras— mientras la sensación de productividad lo invade a uno. Y, como la autora, estoy seguro de que el imperio del ocio productivo le ofrece al trabajo en casa una bendición: los tiempos de las masas le imponen límites a la jornada laboral. El horno como defensa del derecho al ocio, quién lo diría.

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"El trabajo en la masa y la conciencia en el proceso despiertan el olfato y las papilas gustativas".

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Lo cierto es que en ocho semanas de práctica comprendí dos cosas. Primero, que hacer pan es guiar un proceso manual, químico y dinámico que transforma un trozo de masa, mientras los gases producidos por la fermentación son capturados para que, una vez al horno, le den su crecimiento, forma y miga final. Segundo, que el pan resultante gana su sabor y aroma en tres esferas: ingredientes, procesos y tiempos. Pero cómo es que eso funciona de verdad, no es tan fácil de explicar; hay algo casi misterioso en todo ese proceso en el que se deben resolver imprevistos para conseguir el sabor deseado. Y claro, eso quiere decir que uno comete imprecisiones y errores, incluso más veces de las que lo notamos.

Pero no vale la pena intimidarse. Puedo dar fe de los muchos errores que soportan las masas, casi siempre sabrosas a lo largo de todo el aprendizaje. Además, el trabajo en la masa y la conciencia en el proceso despiertan el olfato y las papilas gustativas. Supongo que saber de qué está hecho y cómo fue preparado algo, le ofrece a los sentidos una forma más precisa de sentir. Y comienza uno a sorprenderse de sus propios logros: ahora sí me salió un buen pan.

Sin embargo, ¿qué es un buen pan? No era algo fácil de responder para mí que solo tenía dos meses reeducando las papilas gustativas. Ahora pienso que muchas veces no tenemos buenos referentes para juzgar nuestros resultados.

Viaje al interior de una panadería

Conocí a Jean-Pierre en el colegio, hemos compartido muchas cosas en todos estos años, pero sólo me vine a enterar una década después de conocerlo que era el hijo del franco-colombiano administrador de empresas de Babson College y pastelero del Cordon Bleu de París detrás de la panadería bogotana que lleva su nombre. Y resulta curioso, porque a lo mejor nunca habría decidido ir a conocer a su padre y mucho menos ir a ver su trabajo, si yo mismo no me hubiera molestado primero en hacer pan por culpa de la cuarentena.

La visita a la planta de producción inicia a las seis de la mañana. Nos abre un hombre con delantal de trabajo, mascarilla y careta. Termino de ponerme una bata y un gorro de gasa, cuando aparece Philippe. Tras la careta y el tapabocas, solo alcanzo a verle los ojos azules. El espacio es amplio, rodeado de máquinas, hornos y otras herramientas. Hay una decena de mesas altas en las que un puñado de personas trabaja en postres, tortas, hojaldres y, al fondo del local, junto a los enormes hornos, en los panes. “Muchos de los empleados son empíricos”, me cuenta Philippe tras su mascarilla. “Aunque los que también habían llegado con su propia experiencia y estudio, han terminado de formarse aquí, conmigo”.

Philippe me señala un horno con una amplia bandeja mecánica y cuatro pisos. “Estos son panes de centeno y nuez y mini-baguettes”, me indica mientras me invita con un gesto de su mano a agarrar una de las masas con nueces. Es suave y ligeramente pegajosa. Da la sensación de sostener una burbuja. “El pan en este punto está en su adolescencia. Es un ser vivo, al fin y al cabo, aunque no lo parezca a simple vista. En el horno vive su último crecimiento, el que lo lleva a su adultez. Todos los buenos tratos, o errores que se hayan cometido hasta aquí hacen su aparición definitiva ahora”.

Uno de los panaderos levanta la bandeja y mete los panes en el primer nivel del horno. Philippe se acerca con una pala de madera cuyo mango debe medir un par de metros. “Tradicionalmente los panaderos metían y sacaban los panes de las bandejas del horno con esto: en dos minutos podían meter 50 panes, quizás más”. Les digo que no me imagino la habilidad que requiere. “Y la resistencia. Sería un milagro que no se lesionara el hombro si no lo hace bien”, me dice Jean-Pierre.

El panadero oprime un botón en el costado del horno y se escucha algo como una inyección de aire a presión. “Es vapor. Le da brillo, ayuda al crecimiento y a la formación de una corteza más crocante”, continúa Philippe. No han pasado 20 minutos y me señala uno de los panes de nueces en el horno: a través del corte ha respirado y crecido unas tres veces su tamaño. “Hace unos días, un panadero francés con el que estuve trabajando me dijo: ‘ce n’est pas beau, ça?’”.

Y creo que tiene razón, es hermoso.

Procastibaking

Un panadero pesa y corta en pequeños trozos unos 35 kilos de masa, mientras otro los trabaja. En dos pliegues sellados con un golpe seco, un enrollado sobre sí mismo y un último movimiento circular con ambas manos sobre la masa, forma bolas impecables en menos de 12 segundos. “Pueden hacer esto cerca de 200 veces al día y es solo uno de los pasos”. No termino de entender cómo hacen para que parezca tan fácil.

Mi cara de absoluta fascinación hace reír a Philippe, quien me entrega uno de los trozos de masa recién cortados. Intento replicar los movimientos del panadero. Evidentemente no es tan fácil. Philippe toma otro trozo. Sus manos son grandes, tostadas y sus dedos gruesos con lunares y rastros de harina, golpean la masa, sacándole un poco de aire. “Primero tomas todos los bordes y lo pliegas con cuidado hacia adentro, la doblas sobre sí misma y pones el pliegue abajo. Espera”. Riega una pizca de harina sobre la mesa. “Si se te pega a la superficie se comienza a maltratar. Ahora pones las manos encima como si estuvieran sobre una pelota y con ayuda de todos los dedos, haces fuerza sobre la mesa, en círculo. Con cuidado; no es fuerza: es técnica. Eso es, así la sellas”.

Le pregunto si van al horno así. “No, el enmoldado viene en 15 minutos. A la masa la dejamos reposar igual que después del amasado en la máquina. El tiempo debe ser muy preciso. Aquí estamos en la infancia del pan y hay que respetar sus tiempos. No deberías madurarlo demasiado pronto, ni dejarlo envejecer sin pasar a la siguiente etapa”.

Muy serio, Philippe me dice: “El mayor error de la panadería en Colombia tal vez es el sobreamasado. Pero el error más frecuente del pan deficiente es la falta de rigurosidad en los procesos. El pan está vivo, porque dentro de él la levadura está viva. Lo que sucede dentro de él tiene un tiempo. Si dejas pasar demasiado tiempo el pan pierde fuerza, porque la levadura agota sus nutrientes; si te adelantas, no se ha reproducido lo suficiente. Si la temperatura de la masa cambia por algún motivo, la velocidad de reproducción de la levadura cambia. Si amasas demasiado, vuelves la masa demasiado elástica y después te da un pan lleno de aire y cauchudo, pesado para la digestión. Y además, en los tiempos de cada proceso es que los ingredientes consiguen su mejor sabor, ganan mayor expresión. Hay que ser preciso con todo y todos los días”.

Mientras cubren con un plástico las bolas de masa para que no pierdan humedad en el reposo, nos acercamos a la mezcladora. Vierten harina, una pouliche —un prefermento muy líquido hecho de avena y agua y reposado durante 12 horas— y agua. La máquina está compuesta por un enorme tazón giratorio que tiene un gancho impulsado por motor. La mezcladora integra poco a poco los ingredientes y forma una masa blanca, punteada de lunares color canela. “Eso es el salvado de trigo, es parte de lo que le da el sabor, el aroma y el color al pan integral. Aquí todo lo hacemos con harina integral; en distintas proporciones según el pan, claro. Porque es más saludable”.

Philippe mete la mano y arranca un pedazo de la masa, la hace bolita en sus palmas y comienza a estirarla con los dedos. Se rompe. “Ya todo está integrado, pero aún no está lista. Y esto es crucial: después de integrar todo, el pan requiere un trato más enérgico, breve pero intenso, el amasado”. La máquina acelera su trabajo. La masa de avena comienza a crecer. Uno de los panaderos vierte dentro un bowl grande de arándanos. Al cabo de unos minutos, comienzan a sonar pitidos que vienen desde el interior de la masa. “Los panaderos dicen que cuando la masa está lista, canta”.

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"El pan es más que carbohidratos, es también una fuente de proteína, minerales y fibra".

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Le pregunto por la harina integral. Levanta las cejas. “Los cereales como el trigo son mucho más que el núcleo que se tritura para conseguir la harina blanca. El salvado, por ejemplo, es fibra que no se absorbe pero sacia y es buenísima, y muchas veces cuando compras harina integral estás comprando una que ha sido reconstituida: harina blanca a la que le devuelven el salvado. Pero no es la harina completa. Por eso el pan en muchos lugares, y en especial el industrial, ha perdido tanta complejidad en su sabor y en lo nutricional. Las harinas y su hidratación es lo que determina la técnica con que la trabajas”.

En las seis horas que dura la visita he visto cuatro masas: la multicereal, la de avena con arándanos, la de nueces y una de centeno con uvas. Toma un trozo y explica: “Esta masa parte de una harina sin gluten, es decir la estructura de proteínas que le da al pan de trigo su fuerza, su elasticidad. Cuando la masa canta es porque llegó al "punto gluten’”.

Aprovecho para preguntarle sobre el gluten y sobre panes “saludables”. “El pan es más que carbohidratos, es también una fuente de proteína, minerales y fibra. El pan de centeno es un muy buen pan y no por su falta de gluten, sino por la multitud de nutrientes y carbohidratos complejos que tiene. Es de lo más saludable que hay. Pero ojo, eso sí, de centeno o no, un pan es más saludable entre mejor haya sido su fermentación, porque la levadura se come los carbohidratos más simples, los de absorción más rápida y quedan los más complejos. Eso permite que cuando lo comamos, su digestión no produzca picos de glucemia, porque su absorción es más lenta. También sacia más, no te da hambre tan pronto después de haberlo comido”.

Philippe deja a los panaderos en lo suyo y agarra uno de cada uno de los panes que ya se han enfriado en las bandejas de rejilla (“para no producir humedad en su base durante este último proceso”, agrega). Me invita a seguirlo hacia el segundo piso, donde está su oficina. “Vamos a probar los panes”, dice.

Para valorar el arte del que sabe

Una vez en la oficina le pregunto qué es lo que más le gusta de su trabajo. “Sentir la evolución de la masa en las manos”, me responde. Mientras busca un cuchillo, acomodo la grabadora en medio de una amplia mesa llena de panes, cakes, rollos de canela y otros frutos de su trabajo. Miro esa cantidad de productos y recuerdo un gran libro, El artesano, del filósofo y sociólogo norteamericano Richard Sennett. Se trata de un texto brillante dedicado a comprender la historia, las dinámicas y las implicaciones propias de ese modo de trabajar que ha acompañado a la cultura humana desde sus albores hasta nuestros días en oficios tan diversos como la música, la alfarería, la programación o la panadería. El autor plantea que en esos trabajos prácticos late la posibilidad de dos virtudes concretas que se pierden en el trabajo meramente operativo de la industria: una ética personal de la calidad y la posibilidad de producir un mundo en el que nos reconocemos en los resultados de nuestro trabajo.

Pan baguette

Philippe me corta un pedazo de la baguette. La textura de su interior se desata despacio en mi boca. Delicioso, le digo. Philippe va hasta un solterón al fondo de la oficina. Saca un pan redondo, oscuro, espolvoreado de espirales de harina blanca. Mientras lo corta me dice: “En Colombia, la cultura del pan es muy distinta. Este es un pan de centeno (sin otra harina). Aquí, una tajada de estas se considera dura, con una apariencia y textura vieja”. Huele delicioso. Sí, su textura es un tanto más dura de lo que suelo llamar pan, el sabor a cereal es suave, largo y “acervezado”. Sonríe: “Es delicioso, y muy saludable. Su sabor dura en la boca, ofrece complejidad y además no se daña fácilmente. Es el pan típico de los países nórdicos. Allá los hacen enormes, de varios kilos. Los venden por pedazos. Pero no se ajusta a la idea de buen pan que preexiste en nuestro país. Cuando la mayoría de mis empleados llegó a Philippe, compraban pan afuera. Y yo les decía que comieran el pan que nosotros hacemos. A nadie le gustaba”. Se ríe y come un pedazo. “Hoy les encanta. Pero esto es algo importante: hay que dialogar con la cultura local. Por eso nuestro pan de centeno tiene algo de harina de trigo, para que sea más familiar al paladar colombiano. Ahí se ve el savoir-faire del panadero”.

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"Un pan artesanal hecho con masa madre u otro fermento no industrial es como un vino, porque tiene una complejidad y un carácter en su sabor que se lo dan los miles y variedades de microorganismos que se han reproducido allí".

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El saber-hacer. Le cuento que en su libro, Sennett tiene una idea que me parece muy interesante a la luz de lo que él me está diciendo. Si bien las instrucciones y las recetas nos han acostumbrado a pensar que seguir los pasos de un procedimiento basta, la experiencia muestra que pocas veces logramos que un plato nos quede como los que hemos probado de manos expertas o vimos en la foto del recetario.

Sennett indica que para lograr ese reconocimiento ante todo hay que educar la mano y el cuerpo en un proceso abierto de prueba y error en el que se desbordan las instrucciones para poder examinar los errores y entender los propios aciertos.

Philippe me dice: “Muchas veces ni siquiera tenemos las instrucciones ni la información más básica para apreciar algo. Un pan artesanal hecho con masa madre u otro fermento no industrial es como un vino, porque tiene una complejidad y un carácter en su sabor que se lo dan los miles y variedades de microorganismos que se han reproducido allí. Pueden tener años de evolución y estabilización. Nuestra masa madre, por ejemplo, tiene siete años y además, su base inicial fue un jugo fermentado de arándanos, lo que también le da un matiz especial. Pero es algo que mucha gente no sabe, aunque cualquiera puede aprender a fijarse en esas cosas al reconocer un buen pan”.

Entonces le pregunto: ¿cómo es que uno puede asegurarse de hacer buen pan? Él levanta las cejas y me mira con una sonrisa. Taja un pedazo de cada hogaza, lo pone en un plato y me lo acerca: “Es una suma de todo lo que has visto. Pero, para decirlo en una frase: hacer buen pan es lograr adaptar las técnicas al entorno en donde lo haces. Si te dan una receta en Francia, y quieres hacerla en Colombia te darás cuenta de que las harinas son distintas… No te va a salir el mismo pan. Comenzando porque la harina del pan tiene que ser fuerte, tener un porcentaje alto de proteína y aquí no consigues eso en los supermercados. Si vas a hacer un auténtico pan integral como los de antes, seguro necesitas una harina completa. En Colombia, prácticamente no hay molinos que la hagan y tampoco consigues variedad de trigo. Así que para hacer el mejor pan que puedas con cualquier receta, tienes que aprender a adaptarte a la coyuntura práctica. Ahí y en la precisión es donde se ve la maestría. Y eso se nota: cuando está bien hecho te ofrece una multitud de sabores, te sacia y te nutre”.

Pan de nuez

En el plato que tengo delante me sorprende el colorido violeta en uno de los panes. “Es la oxidación de la nuez”, me explica. El sabor es suave y la textura cremosa, solo interrumpido por el crujir de las nueces. El conjunto dura en mi boca algunos segundos después de tragarlo. A lo mejor es la primera vez que pongo tanta atención a la variedad de sabores: el fermento y la levadura, el rastro de sal, el trigo o el centeno, la mantequilla y el cacao en el brioche de chocolate y el dulce después de masticar cada arándano. Y sólo entonces me doy cuenta de lo que puede ser el sabor plano del pan que tantas veces he comprado en el supermercado o cuando no me ha salido tan bien mi hogaza. Aquí los sabores no se superponen, coexisten, se resaltan mutuamente. Se lo digo. Philippe vuelve a sonreír.

“A lo mejor lo que está pasando es que hay un despertar frente al pan artesanal y a los matices de sabor que ofrece. La gente como tú, incluso sin saberlo, trata de buscarlo en sus casas, porque lo que consiguen en el supermercado no los satisface. Han tenido pequeños destellos de esa calidad en lo que han probado de sus propias manos, descubriendo la cantidad de cosas que pueden disfrutar, y probablemente ignorando que incluso es mucho mejor para su salud. Puede hacer una gran diferencia aprender a reconocer todo eso”.

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Jorge Francisco Mestre

Escritor, periodista e historiador. Fanático de las historias contadas con calma, hondura y gracia. Escribe entrevistas, crónicas, ensayos y artículos de análisis para Bacánika y Bienestar Colsanitas. En 2022, publicó Música para aves artificiales, su primer poemario.