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La historia médica de Charles Darwin

El creador de la revolucionaria Teoría de la Evolución estuvo enfermo la mayor parte de su vida, hasta el punto de que sus contemporáneos lo acusaron de ser un hipocondríaco, o “enfermo imaginario”. Fueran sus dolencias inventadas o reales, el científico inglés es un ejemplo de tenacidad, empeño y creatividad.

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La existencia del inglés Charles Darwin (1809-1882) fue la difícil vivencia de un enfermo crónico, agobiado por múltiples síntomas y dolencias, que lo llevaron a recluirse, a los 33 años, en la soledad de una casa de campo, cerca al pueblo de Downe, acompañado de manera casi exclusiva por su abnegada esposa Emma Wedgwood y sus numerosos hijos. De los setenta y tres años que vivió el padre de la teoría de la evolución biológica, y autor del inmortal ensayo El origen de las especies (1859), solo estuvo sano en sus años de infancia y en la adolescencia.

En su Autobiografía, escrita en la sexta década, recordaría con nostalgia sus años de estudiante universitario: “En general los tres años que pasé en Cambridge fueron los más gozosos de mi afortunada vida, pues tenía una salud excelente y casi siempre estaba de buen humor”. Esa “salud excelente” comenzó a deteriorarse a los 22 años, unos días antes de embarcarse en el Beagle, cuando presentó “palpitaciones” y “dolores” del corazón. Sin embargo, no dijo nada y decidió convertirse en el naturalista de un buque comandado por el bipolar capitán Fitzroy, que le revelaría, durante cinco años, la exuberancia de la flora y la fauna de Sudamérica y los secretos de las variadas especies de tortugas y pájaros de la isla de Galápagos.

Este hombre joven y fuerte, de 1,82 metros de estatura y unos ochenta kilos de peso, recorrió a caballo y a pie miles de kilómetros de pampas, montañas y ríos de Chile, Argentina y Paraguay; cazó y disecó a docenas de especies; descubrió nuevas variedades de insectos y plantas; aprendió a fumar tabaco; leyó el Paraíso perdido de Milton y el Personal Narrative de Humboldt en las noches de luna llena, y escribió cientos de apuntes que décadas después le serían fundamentales para la elaboración de sus teorías y libros sobre geología, biología, zoología y etología.

De diciembre de 1831 a octubre de 1836 Darwin fue un aventurero al mejor estilo del Indiana Jones del cine contemporáneo. Sin embargo, acontecieron dos hechos significativos que luego los recordaría en su adultez. El 19 de septiembre de 1834, estando en Valparaíso, bebió un vaso de chicha y al otro día presentó fiebre intensa, dolor abdominal y diarrea. Se pensó en un episodio de fiebre tifoidea, y su recuperación llegó a las tres semanas. El 26 de marzo de 1835, en Mendoza, anotó en su diario que fue picado por cientos de chinches o “vinchucas” que “antes de chupar son muy delgados, pero luego están redondos e hinchados por la sangre extraída, y entonces es muy fácil aplastarlos”. Tuvo fiebre, malestar general y su recuperación plena se dio a los cinco meses del episodio.

Al volver a Inglaterra el joven Darwin fue reconocido por científicos e intelectuales como una auténtica promesa de las ciencias naturales. Su padre, el médico Robert hijo del también médico y escritor Erasmus, pudo descansar tranquilo, pues había dudado siempre del juicio y las capacidades intelectuales de su vástago. El propio Charles recuerda: “Creo que mis maestros y mi padre me consideraban un muchacho corriente, más bien por debajo del nivel común de inteligencia. Mi padre me dijo una vez algo que me mortificó profundamente: ‘No te gusta más que la caza, los perros y coger ratas, y vas a ser una desgracia para ti y para toda tu familia’”.

Charles Darwin

En 1839 se casó con su prima Emma. Lo nombraron secretario de la prestigiosa Sociedad Geológica de Londres, miembro de la famosa Royal Society, y comenzó a organizar su Diario de un naturalista para la publicación. Sin embargo, al cumplir los treinta años aparecieron los síntomas y dolencias que jamás lo volverían a abandonar: vómitos frecuentes y periódicos, náuseas, mareos, eructos, flatulencias, cólicos abdominales, fatiga extrema, cefalea, visión borrosa, letargia, eczema en la piel, hinchazón de los labios, palpitaciones.

Consultó a diversos médicos y estos le diagnosticaron una “dispepsia nerviosa”. El cuadro clínico se agravaba con las emociones y el estrés de la conversación o las múltiples charlas científicas; de ahí la decisión de refugiarse en el campo. De manera acertada Janet Browne, su mejor biógrafa, lo denominó: “el prisionero de Downe”.

Gracias a la fortuna heredada, Darwin pudo dedicarse a sus investigaciones y a la redacción de sus libros sin salir de su hacienda, aunque sus juiciosas inversiones en acciones de empresas y luego el fabuloso éxito editorial de sus libros le ayudarían a incrementar sus riquezas. En 1848 murió su padre y tuvo un agravamiento de sus dolencias: dolores y contracciones musculares, entumecimiento de los dedos, insomnio, postración, melancolía.

Entonces, cayó en sus manos el libro de un tal doctor Gully, titulado The Water Cure in Chronic Disease, y decidió irse con su familia al centro médico de Gully, en Malvern, donde durante dos meses se sometió a la “hidroterapia”, consistente en baños de agua fría, bebidas de agua caliente, sesiones de aguas termales, etcétera.

Por primera vez se sintió mejor, y al regresar reanudó con renovados bríos su trabajo intelectual. Pero un año después escribió: “uno de cada tres días me era imposible hacer nada”. Es decir, su mejoría fue temporal, no obstante, se hizo construir una ducha y todos los días del resto de su vida continuó el hábito de bañarse durante varias horas. La relación entre los sucesos tensionantes y la exacerbación de sus síntomas no pasó desapercibida entre sus amigos y colegas, quienes comenzaron a insinuar que Darwin era un hipocondríaco.

 Además, se había aficionado al rapé (tabaco molido y aromatizado) hasta el punto de convertirse en un adicto, pues él mismo refiere que luego de intentar dejarlo durante un mes se sintió “de lo más letárgico, estúpido y melancólico”. A partir de los 45 años solo pudo dedicar tres horas y media del día a sus labores, y el resto del tiempo se sentía muy enfermo, aunque lograba andar alrededor de un kilómetro diario por los caminos boscosos de su propiedad.

A pesar de ello acumuló miles de páginas, entre sus libros y las cartas que enviaba permanentemente a los científicos de su época. En 1859 los doctores Busk, Holland y Bence-Jones lo examinaron y le hicieron un nuevo diagnóstico: “gota oculta”. De hecho, Bence-Jones le alcanzó a medir el ácido úrico en orina y, al parecer, lo encontró elevado. Darwin recibió con alivio esta posibilidad clínica, que le permitía rechazar los rumores de ser un “enfermo imaginario”. A los 54 años tuvo un episodio de pérdida de la memoria, debilidad muscular y dislexia.

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Charles Darwin transformó el paradigma cultural y científico de la humanidad y su Teoría de la Evolución ha cambiado, para siempre, la orientación de la vida humana y de todas las especies que habitan el planeta.

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Se recuperó, pero él mismo refiere que nunca volvió a tener la memoria y la concentración de antes. Sin embargo, continuó su extraordinaria labor: en los últimos diecinueve años de su existencia escribió y publicó once libros científicos nuevos, su autobiografía (que editó su hijo Francis después de su fallecimiento) y cientos de cartas. Luego de las primeras críticas y los odios feroces provenientes de la ortodoxia religiosa y científica europea, Darwin recibió el reconocimiento y los honores de las academias de todo el mundo (sin salir de su casa y sin afeitarse por años la canosa, poblada y desordenada barba).

Unos meses antes de su muerte escribió: “mi mayor consuelo ha sido decirme a mí mismo cientos de veces que he trabajado tanto como podía y lo mejor posible, y que nadie puede hacer más que esto”. Aquí resuena el eco de las palabras del Fausto de Goethe, el cual es salvado por los ángeles de las garras de Mefistófeles porque “Siempre a aquel que con denuedo lucha y se afana en la vida, salvación brindar podemos”.

El 19 de abril de 1882 Darwin tuvo intensos dolores en el pecho y murió de un probable infarto al corazón. Conmueve, además, el comentario de su hijo Francis al esfuerzo titánico que su padre realizó en su prolongada y enfermiza existencia: “Pero es, repito, un rasgo principal en su vida el que, en casi cuarenta años, jamás pasara un día con la salud de un hombre normal, y el que su vida fuera una larga lucha contra el cansancio y la tensión provocados por la enfermedad”.

¿Fue Charles Darwin, en realidad, un enfermo imaginario o tuvo una enfermedad que los médicos de su época no descubrieron? Las hipótesis clínicas se han multiplicado en estos 205 años desde su nacimiento, pero ya nadie lo acusa de hipocondríaco.

Las teorías se dividen en dos grandes grupos: causas psicosomáticas y causas orgánicas. Dentro de las primeras están, entre otras, las siguientes: neurosis, hipomanía, trastorno de pánico, duelo mal elaborado (su madre murió cuando él tenía ocho años), depresión mayor, desorden de ansiedad, agorafobia, trastorno obsesivo compulsivo.

Entre las segundas se encuentran: la narcolepsia, la enfermedad de Ménière (vértigo y pitido crónico por lesión en el oído interno), la fibrilación auricular del corazón, el síndrome de colon irritable, la úlcera péptica, la enfermedad celiaca, la colecistitis crónica, la porfiria intermitente, la gota, una hernia diafragmática, la brucelosis crónica, la intoxicación por arsénico, el lupus eritematoso sistémico, la intolerancia a la lactosa, la enfermedad de Crohn, la enfermedad de Chagas. Esta última, en su forma crónica, fue originada por la picadura en Mendoza de la vinchuca, transmisor del Trypanosoma cruzi.

Sin embargo, ninguna de estas posibilidades descritas justifica todas las dolencias que presentó Darwin en vida. En el año 2013, el médico australiano John Hayman planteó una hipótesis novedosa y convincente, que explicaría la casi totalidad de los diversos síntomas de Charles Darwin y también las dolencias crónicas que tuvieron su tío materno de nombre Tom Wedgwood, su madre Susannah, su tía materna Marie Anne y su hermano mayor Erasmus (muerto en 1881). Me refiero a lo que se conoce como “desorden mitocondrial”, que es producido por una mutación del gen MT-TL1 del ADN mitocondrial, y está asociado al Síndrome de Vómito Cíclico (SVC), que fue el cuadro clínico predominante en Charles Darwin. Además, se desencadena por el estrés emocional y físico, y lo único que lo mejora son los baños de agua fría y caliente, lo que permite entender por qué a Darwin le sirvió, en parte, la hidroterapia.

Charles Darwin transformó el paradigma cultural y científico de la humanidad y su teoría de la evolución ha cambiado, para siempre, la orientación de la vida humana y de todas las especies que habitan el planeta. Pero, también, se ha convertido, ahora, en un ejemplo de dignidad y fortaleza para todos aquellos que sufren enfermedades crónicas e incurables y persisten en hacer de su existencia una obra de arte irrepetible y creativa, en el día a día de la cotidianidad. Como refiere el dicho popular: “nadie se muere la víspera”.

 

 *Médico y escritor colombiano. Es profesor de la Universidad de Caldas

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