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Bienestar Colsanitas

¿Qué no voy a comer hoy? Una pregunta tan antigua como la humanidad

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Un repaso a la forma como nos hemos relacionado con la nutrición y los regímenes de alimentación. Una historia (muy delgada) de las dietas.

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Desde siempre, las personas han decidido dejar de comer ciertos alimentos por diversas razones. Pueden ser motivos religiosos, como han hecho por milenios los judíos, quienes tienen un estricto recetario sobre cuáles alimentos no se pueden consumir y cuáles sí. Otros han dejado de alimentarse como una manera de depurar el cuerpo y acercarse a la divinidad, como los santones musulmanes, que les han dicho adiós a todas las cosas materiales que los puedan alejar de Alá, incluyendo platos servidos en abundancia. Se han visto, también, huelgas de hambre con carácter político, como las muchas que realizó el Mahatma Gandhi en la India (una de ellas duró 21 días) para protestar contra el dominio inglés en su país. 

Por supuesto, un motivo muy válido para renunciar a ciertos bocados ha sido curar las enfermedades que nos aquejan, como ya decía en la antigua Grecia el médico Hipócrates: "que tu alimento sea tu medicina". Por último, también puede haber razones para separarnos de ciertos alimentos que están relacionadas con fobias personales, como la que tenía el filósofo Pitágoras con las habas, que le recordaban el órgano sexual femenino y por eso les huía como si fueran la entrada al mismísimo Hades. 

Pero, sin duda, la razón más corriente en nuestros tiempos para decir que no al sugestivo plato que nos acercan a la boca es porque estamos en dieta para bajar los molestos kilos que nos sobran (o “kilitos”, como a veces les decimos con la esperanza de que así pesen menos). Aunque esta parezca la razón más evidente para dejar de comer, también es la más reciente de todas, pues el exceso de kilos que deben ser eliminados del cuerpo por razones estéticas es un problema reciente que nunca hubiera preocupado a cualquier hombre o mujer de hace más de doscientos años. Una figura curva con una gruesa capa de grasa sobre la piel fue una visión poco común durante los largos milenios en los que el trabajo de cultivar o cazar los alimentos, procesarlos, almacenarlos y cocinarlos tomaba tanto tiempo y energía que no quedaban muchos excedentes calóricos para que nadie engordara. 

Las cosas empezaron a cambiar drásticamente a comienzos del siglo XIX en Europa, es decir, hace apenas dos siglos. La mecanización de la agricultura y la ganadería hizo que cada vez se produjera más comida y esta se pudiera guardar por más tiempo. Los fertilizantes químicos y los arados modernos no hicieron sino mejorar la producción, y los refrigerantes aseguraron el comercio internacional de alimentos. Como nunca antes en la historia, una porción importante de la población tuvo acceso a más calorías de las que necesitaba por día. ¡Nos podíamos servir dos veces! ¡Viva la Revolución (industrial)! 

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Al mismo tiempo, los avances en telares y fileteadoras hicieron que la ropa se convirtiera en un producto que se empezaba a comercializar en todas las clases sociales. Nació entonces la moda, en el sentido mercantil de la palabra, y con ella el deseo de entrar en los parámetros estéticos que nos imponían desde las tiendas. Desde entonces, se empezó a imponer la angustiante contradicción que tantos dolores de cabeza y de barriga nos ha creado hasta hoy: una industria de los alimentos (sobre todo procesados) que no para de producir y nos incita a consumir continuamente y, por ende, a subir de peso, al mismo tiempo que la industria de la moda y la belleza nos impone estándares de apariencia, a veces inalcanzables, que nos hacen temblar en nuestra natural vanidad y nos llevan a obsesionarnos con nuestro peso, en un desesperado intento de poder entrar en la ropa —y la apariencia— de moda. 

Fueron los hombres los primeros en contagiarse de la fiebre de las dietas, pues en la visión sexista de antes eran los hombres quienes podían dar ejemplo de virtud y control de sus impulsos al comer y al beber, mientras que a las mujeres se las seguía apreciando por sus contornos rellenos como figuras maternales. Por eso no es extraño que la primera gran “dieta de celebridad” que se pusiera de moda en Europa fuera la de un hombre: la del poeta inglés Lord Byron, quien solo consumía galletas, papas remojadas en vinagre y abundante agua carbonatada para mantener la delgadez. Aunque el famoso poeta murió en 1824 con apenas 36 años (tal vez su dieta no era la mejor para una larga vida), su ejemplo fue seguido por muchos jóvenes, que hicieron del vinagre el ingrediente central de su comida para conseguir la apariencia desgarbada y paliducha tan apreciada entre los románticos de ese siglo. 

Poco después apareció el primer best-seller sobre dietas que se registra en la historia moderna. Aunque desde la Antigüedad se habían escrito tratados sobre la salud y la alimentación, en 1863 el inglés William Banting fue el primero en hacerse famoso por un folleto que trataba específicamente sobre la manera más efectiva de perder peso. Aunque su título no parezca muy atractivo hoy, Carta sobre la corpulencia dirigida al público presentó las recomendaciones que siguen prevaleciendo en las dietas de hoy: controlar el exceso de carbohidratos, grasas y azúcares, al tiempo que se aumenta el consumo de frutas, verduras y proteínas. Banting narró cómo él mismo se había librado del sobrepeso con su dieta (otro lugar común de los libros dietéticos hasta el presente: el testimonio) y hasta el final de sus 82 años de vida saludable fungió como el gurú de las dietas y la vida sana en Occidente. Al punto de que su apellido se convirtió en sinónimo de dieta y todavía en sueco el verbo banta significa entrar en régimen para bajar de peso. 

Aunque seguir los consejos dietéticos de Banting ha sido suficiente para mantener un peso adecuado para millones de personas desde entonces, la variedad de dietas y productos adelgazantes que vinieron después no paró de crecer, como si se tratara de bailes de moda o ropa de temporada. En especial en los Estados Unidos durante el siglo XX. Algunas de estas dietas demostraron ser útiles, otras resultaron inocuas, mientras muchas otras han sido peligrosamente nocivas. Por ejemplo, en el país del norte se llegó a promocionar el arsénico en dosis moderadas como una forma de asegurar la delgadez, y se han encontrado anuncios en la prensa que ponderan el método de la solitaria como el más efectivo para no engordar: ingerir una lombriz, para que esta absorbiera el exceso de alimento en el sistema digestivo, mientras su anfitrión se mantenía esbelto. Al final de esta tortura se procedía a ingerir una píldora para matar la lombriz y se la expulsaba del cuerpo. Se ha rumoreado que la cantante María Callas era practicante de esta dieta, aunque muchos otros dudan de que la diva griega hubiera accedido a actuar en semejante tragedia. Sin embargo, no faltó gente que se arriesgara a ensayar esta técnica, atractiva por su facilismo y lejanamente parecida a los balones gástricos que se usan en la actualidad. 


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Las dietas son cortas y nuestra relación con la comida es larga, por lo que la clave no está en los alimentos, sino en nosotros.

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Otros intentaron soluciones más agradables para resolver el eterno dilema de vivir entre los deseos de consumir con holgura y los de mantener el cinturón en el mismo agujero. En 1964, el estadounidense Robert Cameron se hizo famoso con su libro La dieta del bebedor, donde aconsejaba reducir carbohidratos, aumentar carnes y vegetales y, sobre todo, ingerir bebidas alcohólicas con cada comida para mantener la línea: una copa de vino en el desayuno, un par de martinis al almuerzo y varios vasos de whisky con la cena, si es que el dietista no se había caído de la borrachera antes. Por supuesto, la propuesta fue un éxito y se vendieron más de dos millones de copias de su libro, sin saber si el régimen fue más apreciado por quienes querían bajar de peso o por quienes querían justificar su alcoholismo con razones estéticas. 

Muchas otras dietas han aparecido desde entonces (aunque la mayoría de ellas sean variaciones de los mismos consejos con distintos nombres). Algunas han aconsejado que comamos como lo hacían nuestros ancestros del paleolítico para asegurar la buena salud (aunque ellos no llegaran ni a los veinte años de vida); para los glotones cromáticos han aconsejado la dieta de los siete colores, en la que se ingieren alimentos de un solo color por cada día de la semana; a quienes no les importa engordar la mandíbula para mantener baja la panza les han recomendado masticar cada bocado cien veces hasta que ya no quede nada que tragar, y en los años setenta del siglo pasado se puso de moda la dieta de la Bella Durmiente, que consistía en mantenerse sedado con somníferos para evitar comer durante la mayor parte del día, como intentó hacer Elvis Presley en sus últimos años, hasta que un día no despertó más. 

Al igual que Elvis, muchas otras celebridades han respaldado dietas que se han puesto de moda por algún tiempo: Oprah Winfrey, Mariah Carey o Fabiola Posada en nuestro país han respaldado en público dietas que, dicen, les han funcionado de maravilla. Sin embargo, no es raro ver que algunas de las personas que proclaman un día las bendiciones de una dieta aparezcan unos años después mostrando de nuevo el sobrepeso del que habían soñado deshacerse. Esto se debe a que la mayoría de regímenes que se ofrecen como milagrosos están diseñados como una estrategia temporal que, al final, no logra cambiar el metabolismo del dietista ni su relación con la nutrición en general. Las dietas son cortas y nuestra relación con la comida es larga, por lo que la clave no está en los alimentos, sino en nosotros.   

Para dejar de movernos entre la gula y la culpa a la hora de comer, tal vez podríamos volver al origen etimológico de las palabras (en donde, según Jorge Luis Borges, radica toda la sabiduría) y recordar que la palabra dieta viene de díaita, que en griego significaba “manera de vivir”, “régimen de vida”. Es decir: lo que está en juego entonces es nuestra forma de vivir y la manera en que nos relacionamos con la nutrición. Si lo vemos así, desde que nacemos hasta que morimos estamos en dieta, en alguna dieta; por eso tenemos que encontrar un régimen de alimentación que acompañe armónicamente nuestra historia personal, independientemente de lo que haya pasado en la historia del resto de la humanidad.  

 

 - Este artículo hace parte de la edición 186 de nuestra revista impresa. Encuéntrela completa aquí.

 

*Historiador y escritor. Su más reciente libro se titula Presidentes sin pedestal, y fue publicado por Ediciones B en 2021.

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