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Bienestar Colsanitas

Consuelo de oído

Ilustración
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 ¿Por qué hay unos niños más propensos que otros a los dolores e infecciones en el oído? Aquí uno de ellos cuenta su tortuosa historia.

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L

a primera vez que me dolió el oído izquierdo yo tenía ocho meses: mi madre me alzó y me le pegué al pecho como un mico mojado. La segunda vez, me dolió al año. Y luego al año y medio. Y luego a los casi dos años. Y en algún momento mi madre, que es la que se acuerda de esos eventos iniciales, dejó de contar. El dolor, como un gusano, solo se alejaba para impulsarse adentro mío —no dejaría de retorcerse hasta que yo alcanzara la mayoría de edad—. Pues, nos explicó uno de los primeros médicos que me revisó, nací con una malformación congénita que me hace retener líquidos en la trompa de Eustaquio: un canal que une el tímpano con la rinofaringe y que controla la presión del oído medio. Por ello, cada vez que tenía gripa o metía la cabeza en el agua, pum, el tímpano me regurgitaba como un volcán de materia. Y yo buscaba a mi madre por toda la casa. Le decía Lili porque así la llamaban los otros niños de la guardería que había fundado cuando la necesitaban. Ese nombre, para mí, significaba todo: oído, hambre, sueño, rabia. Otitis.

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*Ilustraciones por Gabriela Ortíz. Instagram: anemona_anonima27.

Pero debo admitir que después de tantas peleas durante la infancia, le fui agarrando cariño al dolor de oído. Se convirtió en familia. Era como una de esas tías que vivían en Inglaterra, y que un día regresaban a Cali con buenos traídos. Aunque es verdad que el dolor era incluso más cercano que un pariente. Él me conocía mejor que nadie. La infección sabía usarme, incubaba en mis canales auditivos, y por eso yo tuve que aprender a utilizarla a ella. Me di cuenta de que era una excusa que calzaba con casi cualquier situación de la vida cotidiana. Bastaba con decir que había vuelto para que me dejaran hacer lo que quisiera. Me ponía un algodón en la oreja y con eso obtenía pase libre para quedarme en la cama leyendo, saltarme una clase aburrida —que en mi caso, dada la particularidad de la pedagogía alemana de mi colegio, se llamaba euritmia—. De hecho, la otitis era el complemento ideal para mi otro defecto congénito: la antipatía. Y de pronto la visita comenzó a llegar justo cuando yo estaba con el oído supurante, y por eso me podía dar el lujo de saludarla de lejitos y de no atenderla. De pronto mi madre dejó de insistir con que bajara a hacer amigos, pues ellos se la pasaban en la piscina de la unidad y yo no podía meterme en ella. Y hace unos meses terminé de escribir un libro de cuentos en el que el dolor de oído se convirtió en una metáfora sobre la violencia del narcotráfico en Cali. O sea que la otitis me ha dado material literario de sobra, y por eso ya no sé si soy yo el que está en deuda con ella. O si quedamos a mano. 

Digamos que estamos a mano, si bien, entre otras cosas, me privó de convertirme en un campeón mundial de natación y, con ello, privó al país de una medalla olímpica. Y eso que lo intenté varias veces, y que en cada uno de esos intentos pasaba rápidamente de nivel. Entrenaba en la madrugada y en la tarde, después del colegio. De esa manera recuperaba algo de la distancia que me habían agarrado mis compañeros. Pero nunca llegué a competir. Era en la víspera de los torneos municipales cuando se aparecía el bicho, como un zancudo intenso rondándome la oreja, y yo amanecía con la almohada bañada en pus. Y hasta ahí me llegaba el envión. De nuevo tenía que salir del agua y quedarme unos cuantos meses en reposo, mientras me escurría el oído como un trapo. Quizás tenía once años cuando lo dejé de intentar. Cambié al fútbol y al básquet, deportes en los que si acaso me defiendo. Pero no le guardo rencor a la otitis por alejarme de las piscinas olímpicas. Por el contrario, le agradezco lo que le debo. Sin ese dolor no habría entendido desde muy joven una de las pocas explicaciones que le da sentido y consuelo a la existencia: la aceptación de que el camino no lo trazamos nosotros. Y ahora que no está, la infección hasta me hace falta. Pues a veces se me olvida lo que me enseñó con sangre, y sufro, una vez más, tratando de cambiar aquello que no depende de mí. 


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Según mi madre, me operaron en seis ocasiones. Yo solo me acuerdo de cuando me desperté en tres y la vi a ella transformada, con ojos de tarántula. A los diez años me hicieron una timpanoplastia o, mejor dicho, me pusieron un injerto en el tímpano para que este pudiera curar los agujeros que le había dejado la otitis. Por lo general, los tímpanos, como casi cualquier tejido humano, son capaces de reconstruirse por sí mismos, pero mi bacteria no daba suficiente tregua para que eso pasara. En la segunda intervención que recuerdo, me pusieron unos tubitos: así los describió el doctor. El nombre técnico del procedimiento es miringotomía bilateral, y consiste en poner unos diminutos tubos de ventilación en el tímpano. A través de ellos se espera que pase el aire y seque cualquier humedad que se haya estancado en el oído medio. Los tubitos te obligan a quedarte muy quieto en el posoperatorio y a bañarte con tapones el resto de tu vida. Esto último no era un problema. Desde muy chico me acostumbré a los tapones y a los chistes de mis amigos, quienes me acusaban de malgastar los tampones de mi madre y de menstruar por las orejas. Y a pesar de que hice caso y me quedé muy quieto —durante cuatro meses tuve prohibido correr, saltar, jugar—, y de que me dejé echar las gotas óticas que me quemaban, los tubitos se me terminaron saliendo, y otra vez hubo que operarme.

La solución definitiva llegó al sexto intento. A los diecisiete se me volvió a infectar el oído, pero no quise comentárselo a nadie. No sé si porque me había acostumbrado al dolor o porque soy de los que evita encarar los problemas a tiempo. O si ya me había resignado. El hecho es que no sentía nada. Me limpiaba el oído izquierdo a escondidas. Y así lo hice hasta que mi madre, que en su momento era capaz de pillarme el tufo a chocolate, sintió el olor de la infección. Entonces me llevó adonde un nuevo especialista que, a diferencia de los anteriores, me advirtió que podía quedarme sordo del oído izquierdo luego de la operación. La idea era hacerme otra timpanoplastia que incluía un lavado de oído profundo, pero, a la hora de la verdad, además hubo que raspar las mohosas paredes del cráneo por las que ya se estaba abriendo paso la bacteria. Y también hubo que sacar algunas partecitas del oído interno, despercudirlas en el exterior, y luego volverlas a armar como las piezas de un barco dentro de una botella de vidrio. 

Y la verdad es que no sabría explicar por qué funcionó, ya que la última operación no se diferenciaba en mayor medida de las anteriores. Quizás fue la buena mano del último otorrino. O que la otitis es una enfermedad que se produce, sobre todo, en niños pequeños. Y había que crecer. Recién había sacado la cédula y quería irme de la casa de mis papás. La infección habrá sentido una necesidad parecida: propagarse en un nuevo caldo de cultivo, en la capital. El hecho es que se fue. Me abandonó y me dejó incompleto: escucho treinta por ciento menos por el oído izquierdo. Pero con eso basta para, cuando lo amerita la situación, hacerme el sordo.

*Escritor colombiano. Es autor de la novela Nadie grita tu nombre (Emecé).

 

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