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Una biblioteca propia

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No hay manera de que los niños se entusiasmen con la lectura si no ven a sus padres leyendo, y si no tienen al alcance de la mano libros para mirar, para leer o para dañar. El escritor y columnista, ex director de una de las bibliotecas más visitadas de América Latina, cuenta en esta memoria la historia de sus libros.

 

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Comencé a tener una biblioteca propia desde chiquito: como hijo de maestro, había aprendido a leer antes de entrar a la escuela y cuando cumplí cinco años me regalaron una colección en varios tomos de los cuentos de Constancio C. Vigil, un autor argentino entonces en boga y probablemente digno del olvido. Pero yo no lo he olvidado, aunque nunca volví a encontrar los libros empastados en rojo de esa época. Hace poco me emocionó el regalo de una edición reciente de “La hormiguita viajera”, uno de sus cuentos que todavía recuerdo.

En esos años vivía en Villa Hermosa, un barrio arrabalero de Medellín, de gente peligrosa y atractiva, con las que no debía meterme, según las prohibiciones repetidas de mi casa. A veces veía por la ventana a posibles criminales y aventureros, pero terminé más interesado en los incidentes de la Isla del Tesoro y en sus bandidos, o en las batallas de Robin Hood, que me producían una emoción sin límites, que en los azarosos personajes que recorrían las calles vecinas y apenas me asustaban.

Lo que leía acabó siendo más real que el mundo exterior, creo que en parte porque cuando uno tiene una biblioteca personal, los personajes están siempre al alcance de la mano. Una de las gracias de la biblioteca en casa, en un pequeño estante al lado de la cama, es que uno lee y relee las mismas historias, vuelve a ellas cuando empieza a sentir que el capitán Nemo está haciéndose borroso, cuando ya no recuerda los sufrimientos de Oliver Twist o se le olvidan las palabras mágicas de Aladino.

Estoy seguro de que esta experiencia fue decisiva: la biblioteca propia ayudó a convertirme en un lector obsesivo, con una chifladura venial por los libros. Creo que sin una biblioteca personal uno difícilmente desarrolla los hábitos del lector, y por eso me parece que, aunque a veces decepcione, no hay mejor regalo para un niño que un libro que se vuelva suyo. Con una biblioteca propia, los niños aprenden las reglas de la vida: a compartir sus lecturas con otros, a comparar lo que leen y a discutir sus opiniones, a valorar más lo que encuentran con su propio esfuerzo que lo que les ordenan los profesores, a descubrir que la memoria falla y que a veces el libro dice algo muy diferente de lo que uno recuerda, a enamorarse de los libros ajenos y descubrir que los primos y los amigos quieren los de uno, a prestarlos, a intentar recuperarlos, a descubrir que las promesas ajenas —“te lo devuelvo mañana”— no son confiables.

Como gozaba tanto por tener “mis libros”, cuando recibí una mesada regular, para comprar el algo en el colegio, comencé a ahorrar para comprar libros, las primeras novelas largas —Julio Verne, Dickens, Ivanhoe y Robinson Crusoe—, los libros de verdad. Por supuesto, casi todo el tiempo leía revistas que, en esos años llenos de publicaciones multinacionales, estaban en todas partes: Selecciones, El Peneca, Billiken y después la Vanidades, donde publicaba Corín Tellado sus novelas de erotismo rosa. Y la primera vez que me gané algo, 25 pesos por escribir un artículo sobre León de Greiff en la revista del colegio, me los gasté en la Librería Dante, junto al Palacio Nacional de Medellín, famosa porque vendía libros prohibidos. Entre los que logré comprar, el único que recuerdo es el Teatro de J. P. Sartre, en edición de Losada.

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Estos frutos del sudor de mi frente se sumaban a los regalos familiares, como la Enciclopedia Universitas, publicada en 1943 en Barcelona, que me regalaron cuando yo soñaba con El tesoro de la juventud, pero que acabó seduciéndome con su mezcla de divulgación científica y literatura: allí pasaba de los intentos por entender la Teoría de la Relatividad a los poemas de Poe o Heine y los cuentos de Las mil y una noches.

Fui pues formando una colección de libros, que se volvieron más personales, más escogidos por mí mismo, cuando entré a estudiar Filosofía, en Bogotá, y me volví cliente habitual de esas maravillosas librerías del Centro. Los sábados íbamos siempre tres o cuatro compañeros a darle vuelta a la Buchholz, la Central, la Gran Colombia y la Francesa, y mientras almorzábamos comparábamos nuestros hallazgos, los libros con un precio escrito en lápiz que la inflación había convertido en un regalo o los que alguien había sacado sin pagar. Resistí, más por cobardía que por honradez, la tentación de robar libros, mientras muchos de mis amigos enriquecieron sus bibliotecas con los volúmenes sacados entre el saco. Tengo todavía un ejemplar gratuito de El ser y la nada, en francés, que me regaló un compañero, hoy famoso escritor, después de darse cuenta de que no me alcanzaba la plata para comprarlo.

A pesar de que mi vida ha estado entre libros, como profesor de historia o como bibliotecario nunca fui un coleccionista: compraba lo que pensaba leer una y otra vez, o lo que no estaba en la biblioteca, bastante bien escogida pero muy especializada, de la Facultad de Filosofía de la Universidad Nacional. Me importaba confiar en el texto, más que la belleza del libro o su rareza. Compraba textos baratos y muchos, nuevos y de segunda. Sin darme cuenta los libros iban invadiendo la casa, y se ponían en tablas burdas separadas por ladrillos. Descubrí pronto el desasosiego de “los demasiados libros” de que hablaba Petrarca hace siete siglos. Cuando viajaba, repartía los que pensaba que no leería más, las novelas, los libros que me habían ayudado a aprobar o preparar un curso sobre un tema que ya no me interesaba.

Pero no importa cuán generoso fuera: en el nuevo sitio, en Cali, o al volver a Bogotá, los libros volvían a llenar la casa. La biblioteca personal se va convirtiendo, con el tiempo, en un ser vivo que amenaza con apropiarse de todo el espacio. En ella, al lado de los libros ya leídos y releídos, de las distintas ediciones de Shakespeare o Cavafis, de Proust, García Márquez o Carrasquilla, de Montaigne o Umberto Eco, están los libros de historia o ciencia social que uno guarda porque cree que algún día volverá a leer o que le servirán para un ensayo que nunca escribirá, están todos los libros comprados para dar clases o preparar artículos, libros o conferencias, y sobre todo los que uno creyó que iba a leer pero que siguen sin abrir.

Tengo pues más libros de los que quisiera tener. La biblioteca personal de un profesor o de alguien que trabaja con los libros está llena de cosas que uno preferiría haber prestado en una biblioteca pública o universitaria. Pero en Colombia, estas bibliotecas fueron muy pobres hasta hace pocos años, y por eso la biblioteca personal fue tan necesaria. Mientras que en Europa o Estados Unidos la biblioteca pública podía reemplazar una buena parte de la biblioteca casera, en Colombia eran, hasta hace poco, casi inexistentes, o muy pobres, o no tenían los servicios mínimos. En Bogotá, solamente desde 1996 es posible llevar a casa los libros de las bibliotecas públicas, algo normal en Europa o Estados Unidos desde el siglo XIX, y en Medellín desde 1954, cuando se abrió la Biblioteca Pública Piloto. 

 

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“Compraba textos baratos y muchos, nuevos y de segunda. Sin darme cuenta los libros iban invadiendo la casa”

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Los lectores del siglo XVIII —Caldas, Torres, Nariño, José Manuel Restrepo—, cuando las universidades enseñanban apenas los rudimentos del derecho o la teología, se educaban en los libros, y los pedían a Cádiz, París o Madrid. Los intelectuales del XIX o comienzos del XX reunieron bibliotecas que se hicieron famosas, como las de Manuel Uribe Ángel, Antonio Gómez Restrepo o Laureano García Ortiz. Y cuando, con la expansión universitaria posterior a 1960, creció el profesorado universitario, el país se llenó de librerías inesperadamente ricas y grandes, para surtir estas bibliotecas caseras, inevitables en un país sin bibliotecas públicas: Buchholz, la Central o la Casa del Libro en Bogotá, la Continental o Aguirre en Medellín, atendieron a todo el que tenía sueños de intelectual: escritores, artistas, maestros de escuela, profesores universitarios, artesanos lectores. Y también a los coleccionistas, que intentaron conseguir obras de valor universal. La colección más valiosa, la de Bernardo Mendel, terminó en los Estados Unidos, a mediados del siglo XX. Otras grandes bibliotecas de coleccionista —las de Nicolás Gómez Dávila, Fernando Martínez Sanabria o Pilar Moreno de Ángel— acabaron en las bibliotecas públicas o universitarias.

Pero la biblioteca normal del profesor serio de universidad se conformaba de varios miles de ejemplares, una buena parte de ellos en el idioma original, compradas en Bogotá o en los viajes al exterior. Gran parte del orgullo del docente estaba en su biblioteca, a la que daba acceso a los estudiantes elegidos, a los privilegiados en los que el profesor veía sus posibles sucesores. De mi época de estudiante recuerdo las de Rafael Carrillo, Jaime Jaramillo Uribe, Josuas Zaranka, Mario Latorre o Ramón Pérez Mantilla.

Nunca he tenido una gran biblioteca: mi gusto por los libros difíciles lo satisfice en forma vicaria, como bibliotecario, cuando quería tener en la Luis Ángel Arango todos los libros de chistes y humor, o de cocina, publicados en Colombia, o los mil y tantos viajeros extranjeros que habían escrito sobre nuestro país. Pero, aunque no fui coleccionista, aunque regalo fácilmente mis libros, la biblioteca casera nunca ha dejado de crecer, de invadir todos los rincones, de ser al mismo tiempo una delicia llena de encuentros inesperados —nunca la he catalogado, nunca la he ordenado muy bien— y un estorbo físico inmanejable. Ahora se llena con libros regalados, de diseños incómodos y con sobrecubiertas de cartón que boto antes de abrirlos y, como siempre, con lo que creo, optimista, que voy a leer, con lo que vamos a leer.

No tengo incunables, no tengo libros de gran valor bibliográfico, y tengo muchos libros subrayados, llenos de notas que ya no alcanzo a entender. Pero es mi biblioteca, donde tropiezo con libros inesperados que ya no recordaba tener, donde encuentro una obra que me apresuro a leer, aunque me aleje de lo que estaba buscando; sorpresas que nunca tendré en el ordenado mundo de Kindle.

Y sobre todo la biblioteca es una especie de palimpsesto, un diario borrado y reescrito que cuenta mi historia personal, los libros que alentaron o reflejaron mis pasiones, personales o culturales o políticas, las novelas y poemas con los que he vivido, los diccionarios y listas llenos de curiosidades y datos raros, todo eso que he leído y me ayudó a cambiar, y además lo que quizás, si no cambio, algún día leeré.

 

 *Profesor, historiador y escritor colombiano

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Jorge Orlando Melo

Historiador y escritor.