El kintsugi transforma las fracturas en elementos de belleza y significado. Más que una técnica de reparación, es una filosofía que abraza la imperfección y da nuevo valor a las heridas. María Paula Alzate y Katherine Herrera son dos mujeres que comparten la pasión por este arte.
En términos sencillos, y desde una perspectiva etimológica, el kintsugi puede entenderse como una “reparación con oro”. El origen de este arte se remonta al siglo XV en Japón, cuando el general Ashikaga Yoshimasa solicitó la reparación de unos tazones de té rotos. En manos de artesanos japoneses, esta técnica cobró vida. Ellos unieron las piezas quebradas con una resina mezclada con polvo de oro, transformándolas en algo aún más especial que las de su forma original.
Sin embargo, más allá de unir piezas rotas con pegamento, el kintsugi tiene otro propósito. Reparar objetos quebrados se convierte en una analogía a los procesos de sanación. Una metáfora que ilustra cómo una fractura personal puede ser sanada y resignificada. Este arte nos enseña que las imperfecciones son partes intrínsecas de la vida y que pueden adquirir una belleza particular si las contemplamos desde una mirada diferente a la del dolor.

“Este arte cobra mucha importancia cuando empiezas a preguntarte el para qué y no el porqué. Cuando te apropias de la historia personal y no sientes vergüenza por lo que ha sucedido”, cuenta María Paula Alzate, artista plástica que se encontró con este arte por primera vez en el 2018, cuando trabajaba en la Fundación Prolongar. En aquel entonces, coordinó un proyecto de reconciliación a través del kintsugi con tres actores del conflicto armado colombiano en Caquetá: civiles, retirados de la fuerza pública y personas en proceso de reintegración.
Durante los talleres, María Paula empezó a percibir lo metafórico de este arte. El acto de reparar juntos una vasija de barro se convirtió en una experiencia reveladora. “Agradezco haber pasado por ese proyecto, reconocer las cicatrices de la gente, no solo a nivel físico, sino también individual y colectivo”, comenta. La práctica del kintsugi fue su primer acercamiento al poder transformador del arte desde lo íntimo a lo social.

El kintsugi nos enseña que las imperfecciones son partes intrínsecas de la vida y que pueden adquirir una belleza particular, si las contemplamos desde una mirada diferente a la del dolor.
En el caso de Katherine Herrera, su cercanía al kintsugi vino de una exploración personal; de su búsqueda constante del bienestar. Esta arquitecta y artista santandereana encontró en este arte un camino para explorar la relación entre su fragilidad y fortaleza.
El pasado 21 de febrero de 2025, Katherine dirigió un taller sobre esta práctica en el Centro de la Felicidad de Chapinero. Su propósito fue utilizar el kintsugi como medio para resignificar las heridas. Para ella, generalmente, “estas surgen de una manera inconsciente y hasta que no somos conscientes de ellas no las podemos sanar”. En la actividad, los asistentes, primero, rompían la pieza, algo catártico, pues “al momento de romperla, recuerdan lo que se fracturó en ellos”, explica Herrera.
Juntar las piezas rotas que quedan puede convertirse en algo automático, si esto no se acompaña de una reflexión. Para llegar a la profundidad del kintsugi, Herrera acompaña el acto de reparar con meditación. “Si yo rompo y pego y no pienso en nada, eso no genera nada. Pero, si yo lo hago con conciencia, eso es un pasito de ese proceso de sanación”, comenta la artista.
En esa misma línea, cuando Alzate imparte talleres de kintsugi en la fundación hace una reflexión a los asistentes sobre lo que va a representar para cada uno de ellos la reparación del objeto roto. “En últimas, es usted mismo o una relación que tiene quebrada. Cada quien conecta con su momento de vida y eso es muy personal”, afirma María Paula. La artista bogotana, quien realizó un curso intensivo de kintsugi en Tokio en 2023, cuenta cómo hasta el pegamento debe representar algo particular para el reparador. “El pegamento es lo que unifica, lo que reconcilia y en cada caso es diferente”, agrega.
Tradicionalmente, en Japón, el adhesivo que se usa para juntar las piezas rotas proviene de una mezcla de polvo de oro con resina de los árboles de urushi. El toque dorado es una forma de representar, estéticamente, cómo una grieta remendada puede convertirse en algo bello. “Yo lo interpreto como algo más sublime; es dejar que entre luz por esta cicatriz, que se ilumine y que sea visible”, dice Alzate. Ese brillo del kintsugi lo traslada a sus creaciones artísticas haciendo uso de la hojilla de oro en sus obras. Sin embargo, en el kintsugi no es esencial esa belleza estética. En este arte es válido lo imperfecto. Así que es posible realizar reparaciones caseras mezclando tintas de color con adhesivos epóxicos, compuestos de una resina y un endurecedor.
Para María Paula “el hecho es que tú también tengas que ver que hay belleza en la imperfección. Que, a pesar del paso del tiempo, de la vejez, de los problemas de la vida misma, estamos en constante movimiento y transformación”. Algo que también comparte Herrera, quien afirma que “el proceso de sanación es algo que uno va perfeccionando de a poco. No te preocupes si sientes que no te quedó perfecta o si el pegante se fue por un lado, no importa, porque la sanación es eso: un proceso de prueba y error”.

Tanto para Herrera como para Alzate, el kintsugi también enseña la paciencia. Un aprendizaje crucial en la era actual, en la que hay una exigencia constante por la vida acelerada. En este arte es esencial tomarse el tiempo para encontrar la manera más acertada de juntar las piezas, así como para sostenerlas hasta que el pegante haya secado. “Tú vas sintiendo cómo el pegamento va quedando listo. Tú sabes en qué momento sueltas las piezas y no se te van a despegar”, comenta María Paula.
A nivel personal, el kintsugi les ha servido a estas dos artistas para superar algunas de sus fracturas. A Herrera este arte le ha permitido sanar las heridas generadas por el bullying del que fue víctima durante su infancia y adolescencia. “Me lastimó mucho no reconocer el valor que yo tenía, no reconocer mis virtudes. Sí las veía, pero siempre me decía: cuando seas grande las verán más”, dice Katherine. A través del arte, ha encontrado un mecanismo para superar su pasado. Le ha permitido soltar pesos que ha cargado por varios años y asumir una postura renovada que la aparte de la revictimización.

Sin conocerse mutuamente, Katherine y María Paula son dos maestras del kintsugi. Un título que, lejos de conferirles superioridad, las convierte en eternas aprendices.
En cuanto a María Paula, el kintsugi le ha contribuido a reflexionar sobre el tema de la maternidad. “Yo he tenido tres pérdidas de tres embarazos y el arte siempre me ha ayudado mucho a entender qué estoy sintiendo”, relata Alzate. Al reparar una vasija de barro con forma de mujer que se había fracturado en el útero, María Paula experimentó una profunda conexión personal, que le ayudó a sobrellevar el dolor emocional y físico asociado con su deseo de ser madre.
Sin conocerse mutuamente, Katherine y María Paula son dos maestras del kintsugi. Un título que, lejos de conferirles superioridad, las convierte en eternas aprendices de lo que algunos llaman técnica, otros consideran arte y unos cuantos más relacionan con una filosofía de vida.
Este artículo hace parte de la edición 199 de nuestra revista impresa. Encuéntrela completa aquí.
Fotógrafos: Camilo Vargas y María Paula Alzate/Fundación Prolongar


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