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Bienestar Colsanitas

Lo suave, lo tibio, lo blando

Ilustración
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Cocinar, escribir, cuidar, acompañar: ceremonias cotidianas. La vida está en equilibrio cuando, de manera inesperada, aparece la anomalía. Y todo cambia.

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Hace varios años que cocino y escribo. Cocino y leo. Todos los días las manos se empeñan en estos dos oficios, que ahora lo sé, me nutren cada uno a su manera. Cocinar es estar de pie, atenta, con todos los sentidos y los esfuerzos al servicio de una preparación que comienza y termina en un tiempo limitado. 

Escribir, en cambio, es una actividad misteriosa que ocurre más allá del tiempo presente, del cuerpo en posición sentada y frente a una pantalla. Comienzo a escribir en mi cabeza, a veces sin anticiparlo, y es como si la mente entrara en una fase que no controlo y las palabras comenzaran a juntarse, a abrirse paso para dar forma a algo. 

Comprendí que cocinar se manifiesta a través de la acción, mientras que en la escritura hay cierta quietud, el ritual que necesita de un gesto intimista, del silencio que debe instalarse para propiciar la aparición. 

Entre cocinar y escribir hay una conexión profunda. Son formas en que lidiamos con nuestros propios impulsos para encontrar un equilibrio. Porque las dos nacen con el ánimo de ser recibidas. Como una ofrenda. 

Entonces la importancia de saber esperar a que la idea, como la fruta, madure. En Restaurante de medianoche, la serie inspirada en el manga del ilustrador japonés Yaro Abe, el cocinero es la presencia discreta, mesurada y sabia. El que aprende a mirar con compasión y bondad a aquellos a los que alimenta. El silencio que llena.

Constantemente estamos saciándonos y vaciándonos en un ciclo interminable, en un continuum. La comida se enaltece cuando se comparte: “¿De qué sirve saber cocinar si no tienes a quién cocinarle?”, dice uno de los comensales del Restaurante de medianoche. Observar el entusiasmo del otro y nutrirnos de él cuando el nuestro decae. Imitarlo, intentar repetir un gesto como anhelo de que nos habite el duende. “No hay mayor placer que ver a alguien disfrutando de la comida”, dice el maestro a Tsukiko en El cielo es azul, la tierra blanca, la novela de Harumi Kawakami. 

Cocino con regularidad y a menudo publico mis preparaciones en Instagram. A veces comparto alguna receta, algún truco que me funciona, algún hallazgo feliz sobre una combinación, una improvisación, un ingrediente. También me gusta ver fotos de otros alrededor de la comida, la mesa, la reunión. Muchas veces me digo si esto no es más que un impulso banal y frívolo de personas que estamos casi todo el tiempo pensando en la siguiente comida, y si más bien no responde a algún instinto narcisista. Siempre estoy preguntándome sobre el límite entre el deseo de compartir algo y la necesidad de que nuestras vidas pasen por estos filtros, pero al final me respondo que es una manera de conectar con otros alrededor de un entusiasmo, uno vital, a pesar de que no pueda escapar de esa trampa de likes que funcionan como subidón momentáneo. 

Escribo y cocino para conectar con mi madre, para intentar ir a lo profundo de esa infancia desdibujada entre la soledad y la incertidumbre. Como una plegaria de reunión, para reparar algo que se quebró, alguna injusticia.  

Hay en la comida mucho de melancolía. Comer y beber son recordatorios de nuestra transitoriedad. Alegorías del tiempo, de esto que sucede y que sabemos que no sucederá para siempre. En el acto de alimentarnos habitamos el presente, y paradójicamente, dejamos por un momento de escuchar el tic tac. Nos vamos colmando de un sentido de plenitud que sin embargo es efímero: comulgamos con nuestra naturaleza. 

Por eso en el comer también nos vamos haciendo sabios, sofisticamos los sentidos, identificamos lo que nos hace bien, las formas que adopta el placer. A veces la comida tiene la sola intención de rescatar nuestra mente. De darnos un respiro ante una realidad que se desborda y nos sobrepasa. Las noticias, que no son nunca alentadoras. Esto dice Tsukiko: “Yo soy una sibarita, y cuando no puedo disfrutar de la comida durante una temporada me voy consumiendo poco a poco. La expresión de mi rostro era cada vez más lúgubre”. 

ManuelaLopera bienestar

La anomalía

Desde hace un tiempo la incertidumbre comenzó a colarse en nuestras vidas. Imperceptible, como un malestar causado por indigestión, pero que con el paso de los días dejó de ser cada vez menos abstracto. 

Una mañana mi esposo se tocó una pequeña masa en el cuello. Parecía un ganglio inflamado justo entre la garganta y el cuello, en el límite de la mandíbula. En un principio pensó que se trataba de algo pasajero y lo olvidó, pero al cabo de los días la masa siguió notándose más y más. Finalmente decidió consultar y el médico le mandó una tomografía. Después de descartar una lesión vascular, lo derivaron a un cirujano de cuello y cabeza, y a oncología, pues todo indicaba que se trataba de un linfoma. 

Pasaron meses antes de poder diagnosticar la masa. Una biopsia y un resultado en el que no hubo acuerdo, y que requirió nuevos marcadores que al final arrojaron un carcinoma escamocelular en la base de la lengua.  

Después de esperar los resultados de un TAC de tórax y abdomen para descartar enfermedad en otros órganos, supimos que el tumor no se había diseminado a pesar de estar creciendo con rapidez. Seguía encapsulado entre la garganta y la mandíbula. Esa tarde lloramos de alivio.   

El tratamiento era corto pero intenso: 45 días. Tres quimios y 35 sesiones de radio. Los preparativos incluían una serie de cuidados y medidas para llevarlo de la mejor manera, porque la ubicación del tumor tenía riesgos. Había que garantizar que tanto la respiración como la alimentación siguieran cumpliéndose. 

Con los días empezó a sentir malestar en la garganta, resequedad y pérdida del gusto. Le costaba morder y tragar, y una sensación extraña —las papilas y glándulas alteradas— se fue apoderando de su boca hasta que comer alimentos sólidos se hizo imposible. Solamente toleraba batidos y sopas con pitillo. La masa disminuía pero también fue perdiendo kilos por la imposibilidad de comer. La desgracia de no poder disfrutar de las comidas, no sentir el sabor de los alimentos, no poder masticarlos, sufrir para tragarlos. 

Las comidas marcan el tempo de los días, están presentes en las pausas, en los momentos reflexivos y de contemplación. Hacen parte de los rituales cotidianos que ejecutamos para establecer un orden mental, conectarnos con nuestro biorritmo. A menudo una comida es un pretexto para encontrarnos con alguien, contar una noticia, firmar un compromiso, el punto de partida de una relación. 

De repente la enfermedad de mi esposo puso un interrogante a aquello que sostenía nuestras vidas y nuestro vínculo: cocinar y compartir los alimentos nos ayuda a mantenernos unidos, es una forma de cuidado y conexión. La vida, por primera vez, cortaba de golpe el ritual al que accedíamos a diario, en el que yo lo veía alimentarse y sentir placer, y lo mismo él. 

Contrario al gusto, el olfato se mantuvo, así que podía percibir los aromas de algo que venía de la cocina, de nuestros platos, mientras se alimentaba de su batido proteínico. Ahora que no podía compartir con él la comida, muchas veces resolví mi alimentación de forma sencilla. Cocinar con el ánimo de darme placer pasó a un segundo plano.  

La radioterapia terminó pero la posibilidad de comer algo sólido tardó un tiempo más. El mecanismo de abrir y cerrar la boca parece haberse alterado, el conducto de la garganta se hizo más estrecho, todavía es pronto para saber si volverá a su estado anterior. Ahora su empeño está en aprender lo que antes era automático, empezar de cero a estimular las papilas, redescubrir sabores, texturas, reencontrarse con el asombro del sentido perdido. Entender que eso también es la vida: volver a nacer una vez, muchas veces. Armarse por partes, nombrarse de nuevo, sacudirse el polvo de lo que está estancado, confiar. 

No sabemos lo que vendrá. Esperemos que Mar pueda vivir muchos años y que sigamos haciendo lo que hacen las personas cada día: cocinar, comer y beber. Joan Didion escribió en El año del pensamiento mágico: “Te sientas a cenar. Y ya no estás”. Pienso en estas palabras, en el misterio que encierran, el de la vida, y un segundo después: la muerte. Es curioso cómo lo cotidiano se nos vuelve obvio, gris.

Hace poco me hicieron una pequeña intervención quirúrgica en un dedo de la mano derecha. A pesar de que era simple, estuve unas horas en la sala de preparación mientras me alistaban. Ahí, acostada, con el brazo anestesiado, junto a otras personas que esperaban una cirugía, pensaba en mi marido y todo lo que había pasado estos meses, en los interminables exámenes y procedimientos en que tuvo que estarse quieto mientras le ponían medicamentos, en el miedo con el que debió lidiar en silencio, entregándose con docilidad a la posibilidad de sanar pero también de morir. Y me entristecí. 

Pensaba en mi brazo, que parecía un cadáver, esa extremidad sin tono ni sensibilidad que estaba junto a mí como un ser extraño. Pensaba en lo mucho que significaba —el brazo—, en mi marido, en esa simbiosis singular que se crea entre dos personas que comparten una vida. En cómo dos organismos viven y se transforman en el río del tiempo y por momentos esos límites se desdibujan aunque cada uno va escribiendo su huella, va sintiendo su propio dolor. La muerte es también esto: no volver a preguntarle a alguien qué quiere comer.  

Estos meses en medio de la tormenta han servido para sentir las manos tibias, pero también el cuerpo lidiando con la incertidumbre, el azote del miedo, las preguntas sobre el futuro que flotan sobre nuestras cabezas inquietas. Tantas cuestiones para las que no hay respuestas. La certeza de que por el camino vamos perdiendo partes de nosotros, que caminamos hacia la muerte y eso nos produce incredulidad y terror, cuando quizás debamos aprender a verla también como una recompensa y un descanso. 

Durante estos días en que todo me parece demasiado grande, en que he llegado a encogerme y apenas respirar de tanto susto, voy a refugiarme en lo más concreto. El poder de las manos para dar forma a algo caliente: las masas, el pan, un plato de comida.

 

*Manuela Lopera es cocinera y escritora.
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Manuela Lopera

Escritora y cocinera