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 desea ser madre?

¿Quién desea ser madre?

Ilustración
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En un mundo con el costo de vida elevadísimo, apartamentos cada vez más pequeños, precarización laboral, mercadeo de experiencias que se ven mucho más placenteras —como viajar, salir de fiesta, ir a restaurantes—, que quedarse en casa cambiando pañales, dando teta e inmersa en la imposible conciliación vida-maternidad-trabajo, ante todo esto surge la pregunta, cada vez más difícil de contestar —porque me niego a apelar a un supuesto instinto materno que la misma ciencia ha negado su existencia— de: ¿quién desea ser madre?

Me hago esta pregunta mientras transito mi segundo embarazo. Ya tengo un hijo de seis años, un niñito lindo y enojón que —así suene cliché— puso mi vida de cabeza y me hizo encontrarme con mi ternura pero también con mis oscuridades. Ser madre ha sacado lo mejor y peor de mí, y esto, unido a una sociedad anticuidados en la que maternar se torna muchas veces como una carga —por la soledad, la desigualdad de género, el ideal imposible de cumplir de la “buena madre”, los mandatos de crianza—, me ha hecho sentir una estúpida por volver a entregar todo de mí, diluirme en la fusión, preguntarme una y otra vez ¿quién era?, ¿quién soy?, ¿quién voy a ser?, muy estúpida, más en un momento en el que mi hijo ha ganado autonomía y yo he reconquistado parte de mi independencia. 

Y, sin embargo, lo volví a decidir.

La maternidad hoy día parece una decisión imposible. Tamara Tenenbaum, filósofa y escritora argentina, en el libro El fin del amor, le llama “la última pregunta”: “Iba a escribir que todas tenemos una opinión sobre la maternidad, pero la verdad es que más bien tenemos preguntas, y no solo las que no somos madres: muchas de las que tienen hijos tampoco saben por qué decidieron tenerlo. Algunas ni siquiera están seguras de haberlo ‘decidido’: dicen que no es una decisión en el sentido tradicional sino una mezcla de decisión —que se toma en un contexto y unas circunstancias determinadas— y algo más, algo que no saben bien qué es”.

Eso que no se sabe bien qué es podríamos llamarlo o instinto materno (es decir, un mandato biológico) o deseo (o sea, una elección). Comencemos con el instinto. Aunque parezca mentira, la idea de que somos madres gracias un impulso innato, biológico, universal y atemporal, llamado instinto materno, es una creencia más bien reciente en la historia de la humanidad, que nació con la construcción ideológica de la sociedad moderna (capitalista, democrática y racional), específicamente en la Ilustración. De forma muy resumida, en Occidente, las mujeres tenían hijos porque así debía ser: era simplemente un tema de destino, y no significaba la realización como mujer (como se nos vende hoy desde posturas conservadoras) y ni siquiera nos dotaba de un aura especial. 

Pero en los albores de la sociedad capitalisa, una que se decía libre, porque ya no había siervos —aunque se desarrolló gracias a la esclavitud de africanos (en fin, la hipocresía)— y las personas podían vender su mano de obra, se establecieron algunos roles. ¿Cuál es el rol del hombre? ¿Y cuál es el de la mujer? La respuesta ya la sabemos: el primero debía ser proveedor y la segunda cuidadora —hay que decir que esto solo aplicaba para las clases sociales más privilegiadas, porque las mujeres pobres (e incluso las infancias pobres) tenían que trabajar en fábricas en condiciones laborales inhumanas—. Y en esa construcción de roles, la mujer quedó maternizada: su valor dependía de su capacidad para procrear hijos que serían futuros soldados, obreros o trabajadores (en caso de los varones) o madres (si eran mujeres). Todo esto bajo la idea de una función biológica: como tenemos útero para gestar y parir y tetas para amamantar, entonces debe haber un instinto de cuidado que, por supuesto, los hombres no poseían.

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Eso explicaba todo: ahí estaba la respuesta a la maternidad. Y quién no fuera madre, era porque estaba, de alguna manera, enferma o desviada (o sea, loca). El problema es que la misma ciencia niega la existencia del instinto materno. Aunque sí hay hormonas gestacionales (oxitocina y serotonina) que ayudan al parto y a que luego se cuide al cachorro recién nacido, este es un estado transitorio que, además, no es exclusivo de las madres biológicas: otras mujeres, padres, tíos, abuelos pueden secretar estas mismas hormonas en el contacto con el bebé (así lo demostró la antropóloga Sarah Blaffer Hrdy), es decir, en el cuidado. 

El otro aspecto, con el que me siento más cómoda pero igualmente interpelada, es el deseo. El deseo nos habla de una decisión libre que nos sitúa en el lado opuesto al del instinto materno: ya no se trata de un mandato biológico sino de una posibilidad entre muchas otras. Desear implica saber lo que anhelamos, pero en el caso de la maternidad ese deseo no es inofensivo (no es como desear unas vacaciones, otro trabajo o un nuevo celular). El deseo materno es un deseo que cambia la vida —sí, la cambia, así querramos ser madres independientes que no se limitan a ese rol—, un deseo que siembra una pequeña pregunta: ¿qué pasaría sí soy madre?, y que al igual que una semilla se convierte en planta, a veces esa pregunta germina, y aparece la certeza de que se está atravesando algo muy grande e inhóspito, porque aunque la maternidad hace parte de la cotidianidad, es esa última pregunta que, incluso cuando ya somos mamás, no se tiene una respuesta clara ante el origen del deseo. 

Sobre esto escribe Florencia Sichel, filósofa argentina, en su newsletter Hartas: “No sé bien qué es el deseo de la maternidad y no creo que se manifieste de una única manera. Sí creo que es difícil poder ‘traducir’ qué es lo que deseamos y que muchas veces ese deseo viene atado a un montón de mandatos y presiones sociales”. Es por esa dificultad de traducción que es tan difícil responder la pregunta: ¿quién desea ser madre? Es más, si me hubieran preguntado eso hace diez años, cuando estaba empezando mis veintes, sin duda la respuesta hubiera sido: “Yo no”. Y cuándo me preguntaran ¿por qué no?, seguramente hubiera dicho que no era del tipo de mujer que asume cargas, que si no era capaz de cuidarme a mí misma, menos a una criatura, que yo no estaba “hecha” (como si una no se construyera todos los días) para el sacrificio de ser madre (como si solo existiera la maternidad sacrificada). 

El deseo de ser madre vino después. En el caso de Nicolás, mi primer hijo, apareció en el embarazo. Ahí me pregunté: ¿deseo la maternidad? Y para ser sincera, no puedo decir que la respuesta fue “sí”, dicho así, sin lugar a dudas. No, más bien el deseo se construyó después de haber elegido tenerlo. Mientras que en este segundo embarazo, el deseo se fue construyendo desde antes, pero cuando se concretó, se desarmó, como si fuera una figura de lego golpeada por una pelota. Y así, con todas las fichas esparcidas, tuvimos que decidir si dejarlas tiradas o ponernos en la tarea de rearmar el deseo.

Con mi pareja, llevábamos años conversando si tener otro hijo o no, mucho más de los dos días que nos tomó decidir a Nicolás. Y a diferencia de lo que sucedió con Nico, donde la elección fue casi inmediata pero el deseo se construyó después, con este bebé, el deseo previo era fuerte, pero la elección apenas se dio terminando el primer trimestre de embarazo. Y podría decir que si no hubiera sido un “accidente”, todavía estaríamos patinando en el lodo de la posibilidad, tratando de decidir si el deseo es suficiente o si las circunstancias (toda esa lista de dificultades) ganan la partida. Y es que repito: tener hijos en la actualidad es una decisión difícil y un poco estúpida. Mi propia lista de “pros” y “contras” me lo hace saber: todos los “contras” son racionales y apelan a lo que voy a perder al elegir tener otro hijo; mientras que los “pros” dicen cosas tan abstractas como el olor a bebé, los piecitos diminutos, la boquita de pez o el mismo deseo.

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De esto también he hablado con algunas amigas que están decidiendo si ser madres o no. La mayoría me ha dicho que no dan el paso porque son muchas las renuncias y las entregas. Y tienen razón. Además, cuando se ven estadísticas de lo que está pasando con la natalidad, es evidente que es un fenómeno común. Por ejemplo, Proyecto Digna, una iniciativa de la Universidad de los Andes, revela en una de sus investigaciones que nuestro país “pasó de tener una tasa total de fecundidad de 3,2 en 1986 a 1,7 en 2021”.

Es decir, las mujeres no estamos eligiendo la maternidad y, según el estudio, esto se debe principalmente a las cargas desiguales del cuidado (según el DANE las mujeres ejercemos tareas domésticas el doble del tiempo que los hombres) y la pausa que supondría en el trabajo (muchas veces la conciliación laboral resulta en renuncias masivas por parte de las madres). Lo curioso es que seguramente muchas de las entrevistadas (y muchas de las amigas con las que he hablado del tema) elegirían la maternidad si no tuviera un costo social tan grande, por lo que no es un asunto solo del deseo. Esto me lleva a pensar en la consigna feminista: “La maternidad será deseada o no será”. Y no puedo evitar sentir ambivalencia ante esa máxima. Porque aunque sí creo que ser madre debería partir del deseo (que nos podamos preguntar si la queremos o no), sé que no es suficiente, ya que no hay condiciones sociales para maternar con dignidad.

Cuando tenía un poco más de diez semanas de embarazo, el deseo estaba, como ya dije, pero no era capaz de dar el paso y decir con absoluta certeza: “Sí, voy a tener otro hijo”. Todos los días me atormentaba con los sacrificios, la pérdida de la independencia recientemente recuperada, la economía, el trauma que me dejó el parto, la soledad del puerperio. Sin embargo, el deseo seguía ahí: como la llama de una vela que resiste los soplos pero que no resplandece con toda su fuerza. Ahí me di cuenta que aunque la maternidad como elección es algo muy bueno porque deja de ser un mandato, nos pone la dura tarea de explorar el deseo y evaluar las circunstancias.

En ese tránsito, mi pareja me acompañó sabiendo que la decisión era mía (y le agradezco que no me juzgara, aun cuando estaba muy contento con la idea de tener otro hijo). Y a punto de terminar el primer trimestre, decidí volver a entrar al camino de la maternidad, uno que me parece un sendero pedregoso, lleno de obstáculos y espinas, con un viento que dificulta el paso, pero que tiene un olor delicioso, como a rosas, y unos árboles inmensos y preciosos y una quebrada cristalina en la que una se quiere meter y nadar por horas.
Pienso que todas las razones que dé sobre el deseo materno y la decisión de ser madre van a sonar ridículas. Con Nico me justificaba con que yo no sabía que era tan duro; pero ahora que lo sé, no hay excusa: con pleno conocimiento de lo que implica para mi cuerpo, mi mente, mi trabajo, mi vida, volví a elegir la maternidad. Así que por fin sé que la pregunta: ¿quién desea ser madre?, no se responde con un perfil o un buyer persona, como los que construyen los marketeros, que diga: este tipo de mujer. No. La respuesta la arma cada una, de la misma forma en que se construye el deseo, que a veces es inmediato y que otra veces no lo es tanto. Cuando pienso en el deseo materno me imagino un río: una temporada está caudaloso, otra seco, pero siempre irremediablemente móvil.

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María Fernanda Cardona Vásquez

María Fernanda Cardona Vásquez es socióloga, periodista, escritora y mamá. A través de su cuenta de Instagram, @mafercardonavasquez, comparte reflexiones sobre la maternidad, recomendaciones literarias y su experiencia en el oficio de la escritura. Es autora de "Maternidades imperfectas" (2024), un libro que invita a desmitificar la maternidad y la crianza, explorando sus múltiples facetas sin idealizaciones.