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Turismo depredador

Más de mil millones de personas viajaron por el mundo en el último año, en un movimiento de masas que algunos comentaristas y estudiosos ya empiezan a llamar “turismo excesivo”, o “sobreturismo”.

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l número de turistas que circula por todo el mundo es apabullante: más de 1.400 millones año tras año desde 2014. En 1950, cuando iniciaba el primer boom del turismo moderno, la cifra no llegaba a los 25 millones. En vísperas del año 2000, 670 millones de personas vacacionaron lejos de su lugar de residencia. Se estima que en 2020 serán 1.600 millones.

Desde luego, para la Organización Mundial del Turismo dicha escalada es una señal positiva. Según me comentó en Madrid su director de Comunicaciones, Marcelo Risi, el turismo es uno de los tres sectores económicos de mayor crecimiento, da trabajo a 200 millones de personas en el mundo, y uno de cada diez empleos está vinculado a sus servicios, que representan cerca del 10% del PIB mundial.

Dos circunstancias impulsan el turismo masivo. Por un lado, la accequibilidad de los viajes, bien por la popularización de servicios digitales como Airbnb o Booking, bien por los vuelos de bajo costo. Por otro lado, el aumento del poder adquisitivo de las clases medias. El turismo se democratiza, y se convierte en un producto más de la canasta básica de una familia de clase trabajadora en cualquier lugar del mundo.

¿Vivimos una prometedora época de oro del turismo masivo o padecemos lo que los críticos del fenómeno denominan “sobreturismo” o “turismoexcesivo”? Lo que prometía ser una tendencia democrática y democratizadora se ha convertido en un vulgar consumo, denuncian los activistas antiturismo.

Todos somos turistas

En su libro Hablemos de langostas, David Foster Wallace confesaba que nunca había entendido “por qué tanta gente cree que para divertirse hay que ponerse chanclas y gafas de sol y arrastrarse por carreteras donde el tráfico es enloquecedor hasta lugares turísticos abarrotados y calurosos a fin de paladear un ‘sabor local’ que por definición queda estropeado por la presencia de turistas”.

¿El turista sustituyó al viajero? El viaje como una incursión hacia lo imprevisto y desconocido parece hoy un embeleco de otros tiempos. Ese recorrido lento y contemplativo que Goethe describe en su Viaje a Italia tiene mucho de fábula frente al tour de quince días por treinta ciudades que ofrecen las agencias de viajes en todo el mundo, que terminan siendo nada más que una maratón por “lugares emblemáticos” para tomarse selfies y compartirlas rápidamente en redes sociales.

A menudo, el viaje como aventura se enfrenta a la realidad banalizadora del turismo, que formatea rutas temáticas para un consumidor-espectador de decorados. Muchos itinerarios pretendidamente históricos o étnicos son montajes folclóricos para descrestar visitantes, como los niños disfrazados de indios en el Amazonas. La publicidad turística vende autenticidad, cuando la realidad que ofrece es otra. El sortilegio y el simulacro están servidos de Japón al Mediterráneo, de Estados Unidos a Australia. El turismo es una puesta en escena montada para un viajero que va de ciudad en ciudad tomando fotos y buscando “lo típico” de los lugares que visita como un ventarrón.

Marta García, una ingeniera agrónoma que vive en Alicante, España, donde el boom turístico dio lugar a un boom urbanístico indiscriminado que impactó negativamente a la población local, ve a los turistas como marionetas. “Al final son eso, marionetas de un sistema que les lleva y les trae y les vende lo que el mercado quiere que consuman”.

Marta dirige una asociación ciudadana que busca maneras simbólicas de reconstruir el territorio afectado —o como ella misma dice: “devastado”— por el turismo masivo. “Trabajamos mucho con los niños, redescubrimos la ciudad con ellos, para que sueñen con un lugar más humano, pensado no solo para el coche y los turistas”.

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"En nombre del beneficio turístico se urbanizan valles, se diezma la agricultura, se degradan playas, se vierten aguas residuales en ríos y mares sin ser tratadas, se contamina el aire".

Efectos sobre la Tierra

Europa es el continente preferido por los turistas. 713 millones de ellos disfrutaron de sus bellezas culturales y naturales en 2018. A la cabeza está la irresistible Francia, seguida de España e Italia. Lo que siempre fue motivo de orgullo, es ahora una evidencia agridulce: el turismo sería responsable de más del 10 % de los gases de efecto invernadero en el país de la Torre Eiffel, de acuerdo con un estudio del Centro de Investigaciones en Derecho del Medio Ambiente.

En nombre del beneficio turístico se urbanizan valles, se diezma la agricultura, se degradan playas, se vierten aguas residuales en ríos y mares sin ser tratadas, se contamina el aire: recorrer largas distancias en avión contribuye a profundizar la huella de dióxido de carbono: 57% de las llegadas de turistas internacionales son por vía aérea. Hay proyecciones que apuntan a que para 2050 los viajes aéreos va a representar alrededor de un 20% de las emisiones de gases de efecto invernadero.

Además de las ciudades clásicas de Europa, los turistas también buscan aquellas zonas en las que la naturaleza ofrece exóticas riquezas. En Tailandia, denuncian los ecologistas, el 75% de los arrecifes están seriamente afectados. Un documental de la televisión pública alemana afirma que en el último año han llegado más de 2.300.000 visitantes a las islas Phi Phi, que tienen apenas 14 kilómetros cuadrados, con un arrecife de tan solo dos kilómetros cuadrados.

“Hoy en día, vista la cantidad de turistas que avanzan, modifican y destruyen los espacios naturales y culturales, el turista es más un vampiro que un benefactor de la diversidad”, escribe el sociólogo francés Rodolphe Christin en el Manual de antiturismo, donde analiza las consecuencias devastadoras del turismo masivo.

La ciudad asediada

Venecia es una advertencia nefasta de lo que el descontrol de la industria turística puede acarrear para el futuro del planeta. Con la llegada diaria de turistas, el de Venecia es el ejemplo más patente de la belleza puesta al servicio de la economía del entretenimiento. Los cruceros mastodónticos que fondean en sus aguas sueltan miles de turistas todos los días que le dejan poco a la ciudad, porque tienen todo dentro de esos inmensos hoteles flotantes, desde comida hasta souvenirs.

La ciudad de los canales es una joya frágil construida sobre palafitos sumergidos en el fondo fangoso de una laguna. Por eso la Unesco advierte acerca de la excesiva presión que ejercen sobre su infraestructura los cruceros que circundan el área de San Marcos. “Los cruceros siempre han venido, pero el problema se agudizó con el crecimiento del turismo mundial, que ha impulsado la oferta de cruceros de bajo costo”, me explicó por correo electrónico el presidente de la Municipalidad de Venecia, Giovanni Martini.

Venecia es el home port ideal para el Mediterráneo oriental y al mismo tiempo un lugar de paso altamente apetecible por su extraordinaria panorámica renacentista. Pero los cruceros —más de 500 al año, que entregan anualmente a la ciudad 1,5 millones de turistas provenientes de medio mundo—, contaminan su aire y producen movimientos violentos en sus aguas.

Al señalar responsables, Martini apunta hacia la administración local, que “se ha puesto del lado de los cruceros, porque forman parte del bloque de intereses que aporta grandes ganancias a partir del máximo uso turístico de la ciudad”.

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El impacto en la población local

Siracusa es un pueblo encantador en el sur de Sicilia. Entre julio y agosto, hordas de turistas abarrotaron sus playas, calles y plazas. Luigi, un músico siciliano que alquila una habitación de su casa a través de Airbnb, es testigo del aumento vertiginoso del turismo en esta localidad: “Ha llegado mucho dinero de gente que compra casas para hoteles y restaurantes. Seguramente es algo positivo económicamente, pero el alma verdadera de la ciudad se está acabando. Todo el que puede se lucra con el turismo, transformando lo que era la hospitalidad del siciliano en un mero culto al Dios dinero”.

En un bus, dos señores de setenta años comentan que lo que ha pasado en Siracusa desde el verano pasado “es una catástrofe”. Los bloqueos que generan los turistas que vienen en carro han hecho difícil la vida de los locales. “No es justo que nos invadan con sus carros. Al gobierno de la ciudad y a los empresarios lo único que les importa es la plata, no el bienestar de quienes vivimos aquí”.

Tan trastocada está la relación entre el local y el turista, entre el anfitrión y el visitante, que ya no es el segundo el que debe adaptarse a los usos del primero, sino éste a los caprichos del foráneo.

El tiempo dirá si lo que se está fraguando en Siracusa es una versión siciliana de la “turistificación”, un neologismo al uso que alude al desplazamiento, producto del turismo, de residentes de rentas bajas por nuevos inquilinos temporales, la mayoría turistas, que llegan a una ciudad o pueblo con sus dólares para gastar.

Turismo para la selfie

Alardeamos en nuestras redes sociales con que conocemos Venecia o Cuzco, pero poca idea nos queda de su importancia cuando usamos la ruta turística prefabricada que nos vende un anuncio en Facebook o Instagram. En Pisa, el viajero moderno se baja del bus turístico, se toma la foto reglamentaria al lado de la famosa torre inclinada, se queda diez minutos y se va.

Para el turista, que deviene en arquetipo de consumidor express, que no contempla los destinos sino que los chulea en su lista de “imperdibles”, visitar Disneylandia es lo mismo que entrar en la Capilla Sixtina, cuyos visitantes han pasado de dos a seis millones anuales en la última década.

La imprescindible selfie en Venecia es apenas uno de los elementos visibles del turismo masivo como servicio y producto desechable. ¿El interés de fachada por un bello paisaje estará sustituyendo la curiosidad por la cultura de una tradición? A juicio de Giovanni Martini, de la municipalidad de Venecia, así parece estar ocurriendo: “El aumento del turismo no corresponde a un aumento de visitantes a los museos venecianos. Con excepción del Palacio Ducal, los otros museos están perdiendo visitantes. El dato es apenas una muestra de que el turismo en masa produce un acercamiento epidérmico y banal al patrimonio histórico y cultural de una ciudad”.

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Turismofobia

Mientras los grandes jugadores de la industria del turismo se frotan las manos, crece en Europa la inquina contra el turista. Las barricadas están levantadas. En Venecia los activistas le ponen cara a los cruceros. Personas de todas las clases sociales han participado en las manifestaciones que organiza el comité No a los barcos grandes.

En la marcha del 8 de junio de 2019 participaron más de 8.000 personas. Los grafitis de Barcelona llaman “bastardos” a los turistas. “Esta ciudad no es un hotel”, leí en un cartel en Nápoles durante el verano de 2019. Los gobiernos de Ámsterdam y Barcelona han tomado nota del problema. El primero anunció que no dará licencias para abrir más negocios turísticos en el centro de la ciudad. El segundo promete acciones de sostenibilidad a través del Plan Estratégico del Turismo 2020.

Sin ir tan lejos, Galápagos es un buen ejemplo de turismo sostenible. Hasta ahora ha sido protegido de las garras del turismo depredador gracias a regulaciones estatales e institucionales. Colombia, que está conociendo las mieles del turismo en masa, corre peligro de ser devorada por dicha industria si no se intensifican las normativas. Porque, como advierte Rodolphe Christin, “un gran número de desastres invisibles, tanto sociales como ecológicos, proliferan a la sombra del horror turístico”.

Jorge Pinzón Salas

Fundador y exdirector de la revista Cartel Urbano, ahora es periodista independiente.