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¿Por qué me gusta tanto la música de cámara?

Ilustración
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 Una caja llena de discos que dejó un geólogo americano en la Caracas de 1969 llevó al autor de estas líneas a buscar desde entonces la música de cámara para inspirarse, para él mismo componer sus piezas escritas.

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ara responder a la pregunta de por qué me gusta tanto la música de cámara sin invocar al demonio del esnobismo, ni espantar al lector con frondosas musicologías del tipo “remontémonos primero a las transformaciones que sufrió la polifonía en el Renacimiento”, me lo he pensado mucho. 

Y no porque sea yo un experto, un especialista o mucho menos un ejecutante de música de cámara. Soy solo un viejo melómano a quien aún intriga la naturaleza encantatoria del cuarto movimiento del Quinteto en La mayor, “La Trucha”, de Franz Schubert.

Encontré esa trucha en una caja de madera llena de discos de vinilo de larga duración que un amigo de mi padre, un geólogo petrolero estadounidense llamado Brendan Hatch, le dio a guardar cuando debió regresar a su país en 1969. Planeaba regresar pronto a Venezuela donde, era el rumor, se había echado novia. 

Ese hallazgo me afilió desde joven a un universo sonoro que me ha acompañado toda mi vida adulta, disipando pesadumbres, propiciando felices asociaciones en mi trabajo intelectual y escoltando momentos de dicha.

MUSICA DE CAMARA CUERPOTEXTO

Ilustraciones por Nathaly Cuervo. Instagram: @nathalycuervo

Hatch —a quien nunca llegué a conocer en persona— era un geofísico de Stanford que fue a Venezuela durante una famosa campaña de exploración petrolera en el verano de 1956. Vivió en mi país, como he dicho, hasta fines de 1969. Nunca regresó. 

Su base de operaciones fue inicialmente un pequeño campamento petrolero anejo a una refinería, una vieja “cafetera” productora de parafina en una remota sabana anegadiza del delta del río Orinoco. Era fama que, por las noches, Hatch escuchaba música sentado a solas en el porchecito. 

Así lo imagino, ciñéndome a la tradición oral de los míos: un solitario de veintilargos años, melómano y muy lector; un hombre al parecer sin demasiada ambición de escalar la pirámide corporativa de la petrolera. ¿Qué había en esa caja sin desbastar que, ya de adulto, mi lenguaje privado dio en llamar “la colección Hatch”?

Un inventario de maravillas

Por el tiempo en que Hatch llegó a Venezuela, a mediados de los años 50, ya había hecho carrera en nuestro mundo el disco de larga duración. La innovación que lo hizo posible fue el microsurco, técnica ésta que permitía escuchar sin interrupciones hasta 45 minutos de un disco de vinilo de 12 pulgadas. 

La colección Hatch albergaba los dos primeros discos clásicos grabados por la Columbia Records con esta modalidad: la Sinfonía Nº 1 (“Titan”), de Gustav Mahler, con la Orquesta Filarmónica de Nueva York dirigida por el legendario Bruno Walter, y una controvertida grabación del genial pianista canadiense Glenn Gould, las “Variaciones Goldberg” de Juan Sebastián Bach, bestseller de 1955. 

El resto de la colección—veintitantos discos—, era exclusivamente música de cámara. Hablo de una muestra bastante comprehensiva de lo que ofrece el género, desde muy melódicas manifestaciones clásicas, como los cuartetos del Opus #9 de Joseph Haydn, hasta escarpadas cimas de la atonalidad del siglo XX, como “Noche transfigurada”, de Arnold Schönberg. Brendan Hatch era un melómano de gustos bastante amplios.

Pero de esto último yo no vendría a darme cuenta sino hasta ya ser bastante adulto: la colección, primorosamente preservada por mi madre, permaneció intocada durante años. 

No puedo explicarme aún por qué se conservó de esta manera, porque la nuestra era una casa de música. Mi hermano mayor estudió piano durante años y llegó a hacerse concertista. Acudir a recitales era parte importante de nuestras aficiones, lo mismo que comprar y escuchar discos. Ni el rock, ni la salsa ni la música autóctona nos eran ajenos. ¿Por qué nunca se nos ocurrió escuchar los discos de Brendan Hatch? 

En marzo de 1977 un accidente aéreo, todavía hoy tenido como el más mortífero de todos los tiempos, ocurrió en el aeropuerto de Tenerife cuando un Jumbo de KLM embistió a otro de Pan Am. Murieron 583 personas; una de ellas era Brendan Hatch, quien viajaba con su esposa y una hija adolescente. 

Durante muchos días la conversación familiar se llenó de Brendan Hatch, de la campaña de exploración del 56 y de la amistad que mi padre, también huraño, melómano y lector, entabló con el geofísico mientras anduvieron juntos recorriendo las sabanas de Morichal Largo a bordo de un viejo vehículo de propósito militar, un semioruga excedente del ejército americano que la compañía había puesto a disposición de sus geólogos. 

Una noche me acerqué a la colección de discos y me apropié desahogadamente de ella, llevándola a mi habitación donde, en un pequeño tocadiscos, comencé a escrutarla, a escucharla, a leer la profusa y muy entendida literatura que traían las contracarátulas de los discos. 

Por aquel tiempo remoto yo había dejado mis estudios; ya tenía tientas con la escritura para la televisión pero ambicionaba por sobre todas las cosas terminar mi primera pieza teatral. Cuando hablaba de ella con mi madre o mi novia hacía un punto de honor el llamarla “pieza de cámara”. Kammerspiele! Mi hermano Luis se reía a carcajadas de mi pedantería. 

La verdad era que estaba atascado, al parecer sin remedio, en la tercera o cuarta escena del primer acto. Al mismo tiempo, mi gusto se alejaba tanto de la aplastante vastedad de lo sinfónico como de la ópera. Descubrí que podía sumirme en la escucha de un sexteto una y otra vez. “Te interesa lo compositivo”, chasqueó mi hermano Luis, como deshauciándome, cuando le confié esa propensión. Echados en mi cama, escuchábamos el Quinteto para piano de Cesar Franck. 

La radiante relación con la música de cámara que comencé a cultivar en aquel tiempo me ayudó a salir del atasco. Confío oscuramente en que aún pueda hacerlo, y quizá por eso la cortejo —la conjuro— escribiendo de Brendan Hatch y la caja de música que dejó en la casa de mis padres hace cincuenta años. 

* Periodista y escritor venezolano. Tiene una columna semanal en el diario El País de España, y colabora con medios internacionales desde Bogotá.

 

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