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Bienestar Colsanitas

Me paraliza la inseguridad

Ilustración
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He dejado pasar oportunidades laborales, relaciones amorosas y hasta saltos a la fama. Pero aquí voy, a punto de contarlo todo.

SEPARADOR

Teatro Colón, Bogotá, 1988. Es la presentación de fin de año de la escuela de ballet Anna Pavlova y las niñas de mi curso tenemos que hacer una serie de pasos por parejas. Cuando comienza la formación descubro, con horror, que mi pareja no llegó a la presentación y tengo que pasar sola. Cada vez que llega mi turno, que en mi recuerdo parece eterno, el público aplaude. Sorprende que una niña de ocho años esté tan comprometida con la causa, tan dispuesta a cumplir con su responsabilidad, tan segura de poder hacerlo sola. Las profesoras lloran tras bambalinas, mis papás en el público tienen el corazón henchido de orgullo. 

A lo largo de mi vida he contado esta historia para dar cuenta de mi carácter: la responsabilidad ante todo, salir adelante sin dudar, y triunfar en el intento. Inclusive he utilizado este episodio en entrevistas de trabajo para venderme como alguien que lleva el profesionalismo en los huesos desde la infancia. En realidad creo que esa fue la última vez que me sentí segura de lo que estaba haciendo. 

Y cuento esto porque, a mis 42 años, es hora de reconocer que el peso de mis inseguridades ha significado que he dado portazos enormes a caminos que se abrieron ante mis pies y preferí no andar. 

Por ejemplo, en primero de bachillerato un niño me mandó una carta de amor y me pidió que fuera su novia. Pensé que las demás niñas de mi salón se iban a reír y le dije que no. Pasé varios años de mi vida colegial arrepentida. De ahí en adelante, le he tenido miedo al amor todas las veces. 

Prefiero no coquetearle al que me gusta en redes sociales cuando veo que más de diez cuentas femeninas le han dado like a sus tuits. Me digo a mí misma que “qué pereza tantas groupies”, pero en realidad es que estoy segura de que entre las groupies hay una que sí le va a gustar, que sí lo va a enamorar y yo voy a haber hecho un oso del que no me voy a recuperar. Tengo perfil en Bumble pero no lo uso. Y la única vez que comencé una conversación, no quise pasar a la cita. Pensé, y pienso, que no le voy a gustar. Me va a encontrar gorda. No me parezco a mi foto de perfil. No tengo buena conversación. O peor: no doy para nada mucho más allá de una conversación. O cuando sé que le gusto a alguien y me dice “es que eres muy interesante”. Inmediatamente siento que ya dejé de ser interesante; que el arsenal de anécdotas que me pintan como alguien que ha vivido y ha viajado y ha leído y ha comido y tiene gran sentido del humor se acaba rápidamente, precisamente porque no he vivido, ni he viajado, ni he comido lo suficiente. Y porque detrás de mí viene una que sí tiene lo que se necesita para triunfar sin paraguas en el aguacero del amor. 

LA CONVERSACION INSEGURIDAD CUERPPO DE TEXTO

Lo mismo sucede en mi vida profesional. He sido editora de medios digitales toda mi carrera profesional. Sé que es un plus saber de web, redes, SEO, KPI, ROI, call to action, todas las siglas, todos los anglicismos. Pero me parece que hay alguien más joven y más experta, que sí estudió periodismo, sabe hacer Tik Toks y puede tener el trabajo que yo deseo. O que escribiría mejor el libro que tengo en mi cabeza escribir, sin mencionar, por supuesto, la envidia infinita que me produce ver a personas que considero escritoras muy inferiores publicando mientras yo sigo con un archivo en blanco guardado en mi computador. Una vez me ofrecieron un trabajo en Miami y con los años he llegado a tener la certeza de que deliberadamente saboteé el último paso del proceso porque me dio miedo dejar el apartamento al que acababa de trastearme. No quería dejar a mi perra. En Miami hace mucho calor. Hay que tener carro y a mí no me gusta manejar. En realidad, sentía que no daba la talla. Me pareció mejor quedarme en mi casita bogotana y en mi trabajo que me robaba las ganas de vivir hasta que un día, efectivamente, traté de dejar de vivir. 

El escenario de mi titubeo aplica a la vida en general. En algún momento mi papá trabajó en Cenpro y me llamó para que hiciera un casting en una serie infantil que estaban produciendo: De pies a cabeza. No quise ir porque tenía muchas tareas. En realidad me daba mucho oso el rechazo, no sabía cómo comportarme con un montón de niños desconocidos y entonces así se fue el camino que me llevaba a ser Violeta o Liza, de jugar fútbol con Pablo Rey y, de paso, de convertirme en un ícono para mi generación. 

Es más: estuve a punto de rechazar la invitación a escribir este texto, y comencé a escribirlo unas cuatro veces antes de quedarme con la apertura del Colón porque, simplemente, me pareció que no iba a dar la talla, que me va a leer gente que respeto y admiro y siento una vergüenza absoluta por contar lo que estoy contando de la manera como la estoy contando. 

Y es que, al pasar la barrera de los 40, cuando ya no se es estrictamente joven, empieza uno a hacer una gran despedida de las personas que ya no va a ser. Y mi despedida, como sospecho que es la de muchas a mi alrededor, radica únicamente en que yo no quise. No fui capaz porque no me sentí capaz. Es algo de lo que hablo en terapia (claro que hago terapia, cómo no), con mi familia, con mis amigas que son menores que yo y con las que tienen mi edad. No voy a ser bailarina de ballet: las rodillas no me dan. Tampoco me voy a casar con el niño de Sexto D, creo que se casó hace años. Ni voy a ser la corresponsal de Miami, ni la competencia principal de Daniela Franco en el imaginario colectivo de los años noventa. Debo aceptar que fueron mis inseguridades las que se interpusieron y, al mismo tiempo, debo perdonarlas y perdonarme por no haber sido capaz. Porque es que es una espiral descendente eterna: ya no fui alguien que quise ser porque no me di permiso de ser esa persona. Hay que aceptarlo sin utilizar la palabra “culpa” y asumir esa responsabilidad. 

Como suele suceder cuando la gente toma decisiones radicales, recientemente un susto de salud me dio un cimbronazo. Como si una voz me hubiera dicho “deja ya la pendejada”. Mi cuerpo, una fuente infinita de inseguridades femeninas, hoy está lleno de cicatrices que disfruto y amo porque sé que gracias al procedimiento que me dejó esas cicatrices estoy viva. Este texto es un paso en ese camino para dejar la pendejada atrás.

 

*Gabriela Sáenz Laverde (Bogotá, 1980) es politóloga y editora de contenidos escritos y digitales. Le gusta pedirle mesura a la música romántica y considera que Paul McCartney es su único señor y salvador.

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