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Bienestar Colsanitas

La rutina del sueño en los bebés

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Gracias a la cuarentena, unos padres primerizos se quedan en casa y pueden crear una rutina y buenos hábitos del sueño en su hija de cuatro meses.

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ormir. Cerrar los ojos, apagar la conciencia, permitir que el cuerpo se desconecte y se restaure. Esa placentera función biológica de tumbarse en una superficie cómoda y adentrarse en el sueño como quien se zambulle en el mar.

Para aquellos que gozamos de un saludable ciclo circadiano, nos basta con cerrar los ojos para sumergirnos en él. Pero no todos tienen esa dicha. Y menos los bebés.

Un par de semanas antes de que decretaran la cuarentena, viví una de esas madrugadas extremas. Por tercera vez en la noche tenía a mi bebé de cuatro meses y medio pegada a la teta y apenas era la una de la mañana. Mis caderas ardían por la mala postura, mi pareja estaba acostado junto a mí y yo llevaba varios minutos sintiendo entre pecho y estómago un nudo rocoso que se empezaba a desbordar por mi garganta.

Puse a mi hija en su cuna con cuidado, aunque esperaba el llanto. El de ella y el mío. Un llanto que en las dos últimas noches venía acompañado de halarme el pelo, taparme los oídos y, con los ojos cerrados, pensar en la boquita abierta ––sin dientes y babosa–– de esa persona que ahora dependía de mí. Nació en octubre, ya estábamos en marzo. ¿Cuándo empezaría a dormir más de tres horas seguidas? ¿cuándo volvería yo a hacerlo?

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Según Rafael Lobelo, director de la Clínica del Sueño de Colsanitas, los humanos no nacemos sabiendo dormir ni cómo quedarnos dormidos. Es un proceso que se va ajustando en nosotros a medida que vamos creciendo. “Nuestro cerebro se acomoda para que cuando haya sol tenga una actividad eléctrica diferente a la de la noche, que es cuando duerme”, me dijo semanas después. Las personas empezamos a dormir toda la noche de manera progresiva alrededor de los seis meses.

Durante los tres primeros meses los bebés no detectan la luz del día y por eso pueden dormir a cualquier hora. Una vez empiezan a diferenciar la mañana de la noche, inicia también la adaptación de su reloj interno. Sin embargo, a los tres meses mi hija se despertaba una o dos veces en la noche, pero con cuatro meses lo hacía cinco o seis. En vez de mejorar estaba desaprendiendo y, como resultado, mi necesidad de dormir empezaba a morderme el cerebro.

¿Qué estábamos haciendo mal? Esa noche no lo supe y me tomaría unas semanas más entenderlo. En los primeros cuatro meses de vida de la bebé, vivimos entre cuatro ciudades y visitamos otras dos. Nos hospedamos en varias casas, dormimos los tres juntos en camas ajenas y experimentamos diversidad de climas. Compartimos con múltiples grupos de personas y cada día nos fuimos a dormir a la hora que dictara el plan. Por estudio o trabajo y también por placer, cada día fue nuevo e impredecible y por eso, imposible de meter en una cuadrícula.

Esa no-rutina que ya era cotidiana para nosotros desde los primeros años de relación, siguió marcando nuestro ritmo cuando nos convertimos en padres. Hicimos el pacto tácito de sumarla a ella y no cambiar nuestra rutina. Así, la bebé ––en brazos, en coche, o en el canguro–– se convirtió en la tercera integrante de un equipo que no se quedaba en casa mucho tiempo. Y esa falta de rutina y horarios fue haciendo mella en la higiene de sueño de nuestra hija. Luego llegó la pandemia y quedarse en casa significó algo distinto.

Una mañana de principios de marzo, luego de una breve consulta a varias madres cercanas, nos reunimos con el pediatra. Queríamos saber si había un método para mejorar las noches de la bebé ––y las nuestras–– sin hacerle daño.

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"Las personas empezamos a dormir toda la noche de manera progresiva alrededor de los seis meses".

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El doctor nos sugirió un esquema tradicional: una combinación del método Ferber, que es asociar el sueño a una actividad específica (como el baño o leer un cuento), y el método Estivill, que consiste en eliminar el temor que la bebé tenía a dormir sola. Los padres salen y entran del cuarto cada tanto tiempo sin levantar a la bebé ni alimentarla hasta que se quede dormida. Obvio habría llanto, pero debía ser controlado y asistido por los padres. Se valía hablarle al oído y decirle que todo estaría bien, que estábamos con ella.

“Eso sí. La bebé debe dormir en el mismo sitio por lo menos quince días”, sentenció el pediatra antes de despedirnos. Sus palabras resonaron y esa misma semana asumimos el compromiso de quedarnos en casa, por lo menos, dos semanas. Nos enfrentarnos a los largos minutos de llanto de la bebé aferrada a nuestras manos pero luego disfrutamos de noches más dilatadas.

Además, la psicóloga conductista, Adriana Aldana, nos había asegurado que el proceso no sería traumático si no había llanto excesivo que produjera un aumento significativo en la producción de cortisol (la hormona del estrés). Con todas las reservas, escogimos el beneficio superior que le traería dormir bien a su desarrollo y empezamos a celebrar con ella su evolución cuando, después de varias horas de sueño nocturno, se despertaba sonriente y con ganas de probar nuevas habilidades.

Sin embargo, cuando el ejercicio empezaba a surtir efecto, llegó el nuevo coronavirus a Colombia. Al quinto día de rutina y ante el inminente cierre de vías y aeropuertos, nos despedimos de nuestro apartamento y manejamos por horas sin parar de una ciudad a otra hasta llegar a casa de nuestra familia y entrar nuevamente en otra dinámica temporal y espacial, de la que no podríamos salir en meses. Estábamos obligados a hacer una pausa.

En su libro Bringing up bébé, Pamela Drukcerman le dedica unas páginas a la importancia de La Pausa cuando estamos en la búsqueda de noches de sueño para nuestros hijos. Se refiere a detenernos y observar. Darle atención a lo que ese ser humano está pidiendo a través de su corporalidad.

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Una vez encerrados, los días fueron tensos, desordenados y llenos de insomnio forzado por el miedo y la crianza. En el día, los tres estábamos temperamentales y de noche la pasábamos mal. Alrededor nuestro, la ropa seguía en maletas, la cocina era un bosque de platos y ollas sucias y cualquier rincón de la casa era una oficina improvisada. Nos tomó un par de semana descubrir que en la certeza de los rituales había un pequeño refugio. Construyendo protocolos alrededor del alimento, la limpieza y el sueño logramos palpar algo de alivio frente a tanta incertidumbre.

Ahora, tres meses después, nos empieza a salir natural la rutina. Todas las noches entre las siete y las ocho arranca el baile: hacemos de un colchón una cuna, bajamos la temperatura del cuarto, cerramos las ventanas. La bebé se rasca los ojos para darnos la señal de que es hora de bañarla, de embadurnarla de crema humectante, de ponerle pijama. Su padre le da besos y luego, en la oscuridad del cuarto, envuelta en mis brazos, ella se alimenta de mí hasta quedarse dormida por nueve horas seguidas. Y así, todos los días.

Hay bebés que llegan al primer año y aún no duermen más de cuatro horas seguidas y otros que a los cinco meses duermen doce sin ningún estímulo más allá del cansancio. Hay madres y padres que desaprueban el entrenamiento de sueño y otros que apenas llegan a la maternidad, duermen a sus hijos en sus propios cuartos o incluso en sus camas. No hay una fórmula. Todas son opciones válidas, siempre y cuando se proteja la salud física y mental de los niños y también la de sus padres.

Nuestra bebé se levanta entre las cuatro y las cinco de la mañana, y aunque me han recomendado que la haga dormir hasta las seis, para nosotros es suficiente esa hora. Estamos satisfechos y no cambiaríamos nada. Nos han dicho que saltar de un lado a otro y que haberla metido en nuestra cama cuatro veces a la semana por tantos meses creó un trastorno y por eso la sufrimos tanto, pero no cambiaríamos esos amaneceres a su lado. La decisión ha sido nuestra y la hemos disfrutado.

A sus ocho meses, la bebé ya entiende que la noche es para dormir y nosotros que la vida nos ha cambiado, que ahora estamos criando y la mejor forma de hacerlo es estando aquí con ella. Pronto entraremos a una nueva etapa en la que podremos salir, viajar (con precauciones de bioseguridad) y volver a casa. Tendremos días de adaptación que enfrentaremos sin protestar porque en unos años ella no sabrá cómo ni por qué, pero podrá quedarse dormida con facilidad. Una vez en casa empezará a dormir sola en su cuarto y ese paso hacia su autonomía nos llena de júbilo y también de buen sueño.

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Teresita Goyeneche

Es escritora y periodista. Es autora del libro “La personalidad de los pelícanos” (Tusquets) y en 2022 recibió un reconocimiento del jurado del Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar. Actualmente es doctoranda en CUNY y profesora en Hunter College. Teresita disfruta caminar sola por largo rato, no le gusta el pimentón ni el pepino y conversa con sus plantas para encontrar sosiego.