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Bienestar Colsanitas

Cereales

Ilustración
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El desayuno por excelencia de la cultura pop prometía ser una opción práctica y nutritiva, pero se convirtió en algo parecido a una trampa. Al menos, para una mamá y su hija adolescente.

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Por estos días leí un artículo de la escritora Nuria Labari en El País sobre el precio de la caja de cereales que comen sus hijas. Aunque su reflexión iba más hacia el aumento del costo de vida y la inflación, por un rato me quedé pensando en el tema, y me dije que entre mi hija y yo también tenemos nuestra historia —accidentada—con este tipo de desayuno. 

De pequeña me encantaban. Tal vez fueron las publicidades de Kellogg’s: el gallo Cornelio de Corn Flakes; Melvin, el elefante de Choco Krispies, o Tony, el tigre, que prometía hacer “un tigre de ti”. O la idea de que era una forma de alimentarse bien: un desayuno rico, nutritivo y práctico. Pensaba que comer lo que había dentro de esas cajas era el pase para tener un súper poder. 

Cuando era niña no había muchas opciones. Con la apertura económica, durante la década de los noventa, las estanterías de los supermercados colombianos fueron llenándose de marcas diferentes, y poco a poco fueron dejando de ser exóticas para mí. O quizás crecí, y aquella sección del mercado fue tomando cada vez más su dimensión real. Tal vez esas cajas mágicas, sugestivas y deliciosas no eran más que una suerte de hechizo en el que caía la niña solitaria que era. 

Tantas mañanas de leer desprevenida en las cajas de mi adorado Crunch que en un solo plato estaba comiendo vitamina E, D, B12, hierro, zinc, calcio y minerales, y en las que me perdía leyendo historias acerca del Sistema Solar, campeones y mascotas. Los cereales me acompañaban mientras comía sola. 

Ha pasado mucho tiempo y me doy cuenta de que ya no los elijo como opción a la hora del desayuno o como snack, pero en mi cabeza todavía persiste esta idea nostálgica, la misma que me hizo empezar a compartir esa afición con mi hija. Ella adora los cereales, pero descubrí que estaba usándolos como método de supervivencia, que le resultaban perfectos para mantenerse llena sin tener que comer alimentos de verdad. Le proporcionaban la dosis de azúcar que le pedían sus ganas, y la energía para rendir en el colegio. Hasta aquí no hay nada extraordinario, se trata de algo que le gusta más o menos a todos los niños. El problema es que mi hija se alimenta mal.

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Tal vez esas cajas mágicas de cereales, sugestivas y deliciosas no eran más que una suerte de hechizo en el que caía la niña solitaria que era.

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Hay algunos alimentos que le gustan: leche, arroz, queso, pasta, pan, carne y pollo en algunas preparaciones, huevo (con mucho esfuerzo) y no mucho más. Hasta cerca de los tres años recibió sopas de legumbres y frutas, pero a medida que fue más consciente rechazó todo tipo de vegetales y frutas. Para ella no existen los fríjoles, las lentejas, el sancocho, el ajiaco o los garbanzos. Odia las ensaladas, y no puede oler un banano sin que le produzca arcadas. Tampoco tolera los jugos, así que en este punto ya podrán hacerse una idea del desafío que es alimentarla. 

Su universo de comidas favoritas está compuesto de pizza, hamburguesa, papas fritas, nuggets, postres, helados, donuts, gaseosas y tortas que no tengan frutas, semillas o nueces.

Este panorama tampoco vendría siendo una excepción en los tiempos que vivimos, pero la situación es preocupante sobre todo porque me dedico —entre otras cosas— a cocinar y compartir alimentos y preparaciones naturales y nutritivas. Soy fanática de las ensaladas, y procuro que el 80 % de mi dieta provenga de alimentos no procesados. En la nevera siempre hay verduras; en mi despensa no faltan los tomates, los aguacates, las legumbres, el ajo, las semillas y las nueces. Hago y consumo regularmente pan de masa madre sin ningún tipo de aditivo, y odio los domicilios. 

Entiéndase los domicilios como la costumbre de pedir comida chatarra para salir del apuro. Frente a nosotros vive una familia de cinco personas y todos los días —sin falta— vemos llegar una moto de comida a domicilio. Incluso llegan diferentes motos a la vez porque cada uno elige cosas diferentes. 

Intento explicarle a mi hija que las consecuencias de esa manera de alimentarse se van a ver después, cuando ya la salud está deteriorada, cuando los problemas cardiovasculares y de diabetes sean imparables. 

Aunque no soy una persona dogmática y pienso que restringir alimentos no es muy sostenible, me doy cuenta de que esas aplicaciones, la publicidad y todo lo que rodea a las grandes corporaciones que producen y venden comida al por mayor, invaden y cooptan la libertad de elegir. Somos criaturas vulnerables: el cerebro se habitúa sin que podamos resistirnos.  

CEREALES CUERPOTEXTO

El caso es que compartir mi gusto por los cereales con mi hija se nos salió de control. Al principio gozaba haciéndole probar los que solía comer en mi infancia, y me divertía abriéndole las puertas de ese placer único de las bolitas de chocolate sumergidas en leche fría. Creo que en el fondo, me gustaba porque era una comida sencilla. A pesar de que cocino regularmente por trabajo y como hábito doméstico, hay momentos en los que es necesario resolver sin pensar. A mí me sacó de apuros muchas noches en las que no había preparado nada para darle a mi hija. 

Antes de que se prendieran las alarmas, empezó a compartir conmigo la primera cucharada de su plato. Y yo volvía a ser niña por ese microsegundo. Pienso bien y me doy cuenta de que es posible que la razón por la que nos gusta tanto el cereal como desayuno y cena tiene que ver con que es la comida que nos acompañó durante un tiempo en esos dos momentos: la mañana y la noche. Al despertar y, muchas veces, antes de dormir. Como una suerte de tetero que nos hacía sentir niños otra vez.

¿Cuándo fue el momento exacto en que compartir con mi hija lo que parecía ser un gusto inocente se convirtió en una trampa? Empecé a notar que las cajas duraban un día y medio, dos a lo sumo. Entonces le puse condiciones y comencé a revisar las etiquetas nutricionales en las cajas de cereales. Elegía los que eran a base de avena o algún otro cereal, y que estuvieran endulzados con ingredientes alternativos al azúcar o el jarabe de maíz. Pero el comportamiento era el mismo: los usaba como un reemplazo de las verdaderas comidas. Entonces, un día tomé la decisión de no comprarle más. 

Le sigue encantando el cereal, pero ya se acostumbró a desayunar arepa y huevo las mañanas en que va al colegio. Está entrando en la adolescencia: yo quisiera que su cerebro dejara de necesitar el dulce con tanta avidez. Mi deseo es que tome más agua, que elija una sopa de legumbres aunque sea licuada, y que me pida arroz con huevo cuando no queremos preparar algo elaborado por las noches. Que se despida de su niñez también diciendo adiós a esas cajitas multicolores que nos prometían un reino de felicidad y energía extra. Que entienda que la verdadera soberanía es la de alimentarnos para cuidar de nosotros sin entregarnos tan dóciles a esa mentira de desayuno saludable ultra procesado que durante tanto tiempo nos vendió el marketing.

La Navidad pasada se me ocurrió empacar una caja del cereal del duende y los masmelos como uno de sus regalos. Por supuesto que era una broma. Ella lo abrió y se puso dichosa, yo en realidad quería ver su reacción. Si iba a desestimarlo por envolver algo cotidiano en papel, o iba a imaginarse que era el lujo que nos habíamos permitido para la ocasión. Creo que en el fondo era un poco todo eso, quería que dejara de darlo por sentado, que entendiera que su consumo quizás debería ser algo extraordinario, como el regalo de Navidad, no lo sé. No sé si hubo una reflexión, pero por supuesto lo que sí ocurrió fue la alegría de comerlo. 

Últimamente estoy intentando preparar comidas con hierbas y condimentos distintos, para sacarla de la monotonía e invitarla a que estimule un poco sus papilas. Por supuesto que ha renegado, pero termina comiendo lo que le ofrezco.  No es gran cosa, pero a lo mejor así puede intentar construir una nueva relación con su alimentación.

Hace unos días vimos juntas The Whale, la película de Darren Aronofsky  protagonizada por Brendan Fraser, sobre un profesor de escritura con obesidad mórbida. El hombre de 280 kilos pasa sus días dictando clases virtuales, pidiendo domicilios y comiendo los platos hipercalóricos que le lleva su amiga Liz: pollo frito y sándwiches de albóndigas con extra queso. Desayuna cereales; cuando está ansioso, saca de un cajón barras de chocolate y golosinas con las que se da atracones, para luego arrepentirse. Cuando terminó la película, mi hija me dijo que estaba bien probar y darse cuenta de que le gustaba algo nuevo. Un pequeño triunfo.

Así que aquí estoy, un poco como Nuria Labari frente a la sección de cereales del súper: “... Quiero al menos despedirme, aunque no sepa a quién o a qué decir adiós. Puede que sea a mi infancia […] quizá sea hora de decir adiós a una forma de vida, a un mundo entero”. 

 

 - Este artículo hace parte de la edición 187 de nuestra revista impresa. Encuéntrela completa aquí.

 

*Escritora y cocinera. En Instagram: @ele_cocina

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Manuela Lopera

Escritora y cocinera