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Bienestar Colsanitas

La vida se nos dispara a bocajarro: la historia de mi vasectomía

Ilustración
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Un relato íntimo y reflexivo que explora la incertidumbre y los temores que rodean la crianza, junto con la importancia de respaldar a las mujeres en la planificación familiar.

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Si tuviera que escoger un puñado de momentos que le dieran sentido a mi vida, uno de los más cruciales sería el nacimiento de mi hijo, hace casi nueve años. Me gusta pensar que tener un hijo representa una especie de ruptura; que la vida, tal como la conocíamos, cambia por completo. Ya no somos los únicos. Pero ser padre también implica darse cuenta de que la enorme alegría de un hijo viene con un miedo que nos acompañará hasta la muerte. 

En La velocidad de la luz, una novela que ya tiene sus años, el español Javier Cercas escribe un párrafo revelador: «Es usted demasiado joven para pensar en tener hijos, me dijo el padre de Rodney cuando nos despedíamos, y no lo he olvidado. No los tenga, porque se arrepentirá; aunque si no los tiene también se arrepentirá. Así es la vida: haga lo que haga se arrepentirá. Pero déjeme que le diga una cosa: todas las historias de amor son insensatas, porque el amor es una enfermedad; pero tener un hijo es arriesgarse a una historia de amor tan insensata que sólo la muerte es capaz de interrumpirla».    

No me gusta pontificar sobre las bondades de tener un hijo, aunque parezca; después de todo, hay tantas formas de ver la vida como estrellas en el universo. Entiendo a quienes optaron por no traer un niño a este mundo hostil y comprendo a los que no se sienten preparados. Aunque nadie lo estará jamás. «No podemos posponer la vida hasta que estemos listos... la vida se nos dispara a bocajarro», decía el filósofo español José Ortega y Gasset. Pero esa es otra historia. Lo que quería contar es que, a pesar de todo lo que he dicho en estas pocas líneas sobre la paternidad, hace unas semanas decidí someterme a una vasectomía. Ya está: mi pareja y yo no podremos traer más hijos al mundo (o ella sí, pero yo ya cerré esa puerta). 

¿Qué pasó? ¿Por qué realizarse esa cirugía si pareciera que tener un hijo es algo tan bello? ¿Por qué negarse a repetir una experiencia que cambia la vida? 

La primera vez que me programaron la vasectomía fue a principios de 2020. No había caído aún la pandemia del covid cuando mi suegro enfermó gravemente: el día que murió resultó ser el mismo en que me harían la cirugía. Ante esa trágica coincidencia, no tuve otra opción que cancelarla. Luego vino el largo encierro, el mundo que se puso en pausa, y otros problemas que me hicieron olvidar el tema. Pero el tiempo siguió corriendo y yo sabía que debía retomar esa tarea pendiente: ya habíamos decidido que no queríamos más hijos y, además, mi esposa había dejado de tomar las pastillas anticonceptivas porque su cuerpo estaba sufriendo desórdenes hormonales. Y hay que ser justos: la planificación es una cosa de dos, aunque los hombres vivimos cómodos dejándole ese asunto a las mujeres. 

Así que volví a pedir la cita en la EPS, el doctor me dio una orden más y luego de mil impases para tramitarla con el sistema de salud, me programaron la cirugía para hace un par de semanas. Llegué asustado como cualquier hombre cobarde, aunque decir eso implique redundar. Pero la verdad es que el procedimiento es tan fácil como se dice (por supuesto, leí todos los artículos de Google al respecto aunque supiera que eso es justamente lo que no debe hacerse): lo único que duele un poco es la anestesia, que se siente como un corrientazo moderado en los testículos. Son un par de segundos y ya está: después de eso uno es consciente de que el doctor está haciendo cortes allá abajo pero no siente absolutamente nada. 

Vasectomia CUERPOTEXTO

Veinte minutos después ya está uno afuera del quirófano, y media hora más tarde fuera de la clínica, caminando por sus propios medios. Hay que ser juicioso con la recuperación —tres días de hielo y quietud—, seguir planificando durante tres meses y luego hacerse un examen para verificar que la cirugía haya sido efectiva. 

Y eso es todo. 

El día en que el doctor me recibió en su consultorio para revisar cómo iba la recuperación de la cirugía, le pregunté si muchos hombres se estaban haciendo la vasectomía. Dijo que sí. Y me contó que varios jóvenes la están solicitando. De nuevo: no pretendo dar cátedra sobre ser padre. Hablo por mi experiencia. Yo nunca quise tener hijos. Unos años atrás estaba convencido de que no quería traer más gente a este planeta. ¿De dónde iba a sacar el dinero para educar a un hijo? ¿Por qué tenía que basar mi felicidad en otro ser humano? ¿Qué sentido tenía encadenarme a semejante obligación? Y sin embargo, con el tiempo, fui cambiando de parecer. Nunca me sentí preparado (no podemos posponer la vida hasta que estemos listos... la vida se nos dispara a bocajarro), pero aún recuerdo la emoción que sentí cuando mi esposa me dio la noticia. 

¿Y entonces? ¿Por qué operarme? La verdad es que muchas de las dudas que tenía hace unos años, antes de que mi hijo llegara a nuestra vida, siguen presentes. Criar un hijo es una incertidumbre constante: nada nos garantiza que a pesar de nuestras buenas intenciones el camino no vaya a torcerse. Pienso en la trágica historia del escritor estadounidense Paul Auster, cuyo hijo, Daniel, y cuya pequeña nieta, murieron por una sobredosis accidental de opioides. Daniel era adicto. Pienso en el complejo estado de este mundo (¿cuándo no?), tan proclive a los extremismos y a repetir historias del pasado que creíamos superadas. Pienso, claro, en nuestra propia capacidad como padres para darle a nuestro hijo lo que necesita, al menos en sus primeros años. Pienso en tantas situaciones y entiendo a quienes no quieran pasar por ellas: es lo más normal. 

Luego de mucho conversarlo, mi esposa y yo decidimos que un hijo es suficiente para nosotros. Mientras tanto, quiero seguir siendo un padre presente, que tiene tiempo para gastar con su hijo y que cuenta con la fortuna de verlo crecer. Quiero seguir aprendiendo de fútbol («papi, ¿sabías que Pelé ganó tres mundiales?, me preguntó el otro día y yo fingí no tener idea»), y acompañarlo a esas fiestas infantiles de los sábados en la mañana que tanto me aburren. Sé que esta etapa pasará pronto. Sé que más temprano que tarde mi hijo será un adulto y tendrá una vida, y yo volveré a estar, en muchos sentidos, igual que como estaba antes de que él naciera. Sé, ahora, que no voy a tener más hijos, pero sé también que con Emilio me sobra: él le ha dado un sentido distinto a mi vida. Y eso no me lo quita nadie. 

Hace unos meses, una familiar imprudente —aunque decir eso implique redundar— me dijo que pensara dos veces antes de someterme a la cirugía. «¿Qué tal si un día Emilio les falta?». Sobra explicar lo estúpida que resulta semejante lógica: ningún hijo podrá jamás reemplazar a otro. La vida nos permitió saber lo que se siente ser padres. Yo lo agradezco. Pero, al mismo tiempo, entiendo a quienes no quieran hacerlo. Por lo demás, quizás todo este asunto se reduzca a un argumento mucho más práctico: no siempre tienen que ser las mujeres las que llevan sobre sus hombros la carga de un hijo no deseado. Es nuestro deber ayudarles.    

 

 

*Martín Franco es periodista, escritor y editor. Su último libro se titula Gente como nosotros, y fue publicado por editorial Planeta recientemente.

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Martín Franco Vélez

Periodista, escritor y editor. Su último libro se titula Gente como nosotros, y fue publicado por editorial Planeta recientemente.