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Bienestar Colsanitas

Mi papá y yo, una relación mundialista

Ilustración
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Hace cuatro años, durante Rusia 2018, mi papá perdió su posición de figura destacada en el equipo de mi vida. Ahora, irónicamente durante Qatar 2022, hay asomos de una nueva formación en nuestro plantel. 

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Escribo esto mientras veo el partido de Argentina contra Polonia. Es el minuto 74:09, la celeste va ganando dos a cero y mi compañero de oficina no soporta más mi gritadera. Y es en este preciso momento en que reconozco que soy hija de mi padre y que lo que se hereda, no se hurta. 

Quizá debí reconocerlo antes, cuando durante la celebración de cumpleaños del hombre con quien vivo estaba más pendiente del España - Alemania que de cantar el “Feliz cumpleaños”. Entonces, como ahora, me encontré gritándole a una pantalla cada remate, cada tiro de esquina, cada oportunidad de gol perdida. Y estoy viendo en mí a mi padre con cada partido del Mundial.

No soy futbolera. Nunca he seguido con convicción a ningún equipo, pero los mundiales los tengo preinstalados en mí como un recuerdo que me conecta umbilicalmente a mi padre —que mientras escribo me avisa por WhatsApp cada gol del equipo al que le va. Nací en septiembre de 1994 y él dice que cuando estaba en la panza brincaba con los partidos del Mundial de Estados Unidos —mi madre dice no recordarlo pero sí que mi padre siempre lo cuenta, así que no sabemos si es un hecho o un recuerdo que él implantó. Entre mis primeros recuerdos de vida se cuela Ricky Martin cantando “La copa de la vida” y un peluche del gallo mascota del Mundial de Francia 98. En 2006 ayudé a mi papá a ganar la polla mundialista adivinando el resultado exacto de la final entre Italia y Francia. Soy la digna hija de un “FIFAs”, (término peyorativo para referirse a los fanáticos del fútbol). 

Pero las cosas entre nosotros han estado lejos de ser, todo el tiempo, una fiesta mundialista. Nuestra relación salió hace poco de cuidados intensivos. Viví con él y mi hermano después de que se separara de mi madre en un proceso caótico. Yo tenía 13 años y asumí un rol que no me correspondía: la mujer del hogar. Cuando cumplí 23, el disfraz se sentía prestado. Había terminado la universidad, llevaba un par de años trabajando y era el momento de vivir mi propia vida. Pero mi padre quería controlarlo todo, y en lugar de tomar mi salida de su casa como un paso de independencia que todo adulto joven toma alguna vez, lo sintió como una afrenta. El mismo año del mundial de Rusia empecé a buscar cada vez más mi libertad y huir de eso que me parecía tiranía. No pasaba casi tiempo en casa. No vimos ni uno de los partidos. En Brasil 2014, por el contrario, el televisor nunca se cambió de canal para no perdernos nada y hasta hicimos una polla familiar en la que sólo participamos mi padre, mi hermano y yo. 

Terminando el 2018 nos alimentamos de rabia, cada uno con sus razones… sin escuchar las del otro. Caí en una depresión que mi padre nunca logró entender, pero en la que él y la separación de mi madre fueron parte del detonante. Así que hice un esfuerzo por desconectarme completamente de él; sentía que necesitaba alejarme de él. Y el fútbol, siendo la mayor de sus pasiones, fue lo que eliminé de forma más evidente. Nunca más volví a prestar atención a nada que tuviera que ver con ese deporte, y miraba por encima del hombro a esos pobres diablos que le hacían fuerza a once mandriles persiguiendo un balón en un potrero. 

La conversacion Mundial CUERPOTEXTO

No supe en qué momento se vino este Mundial. No estaba al tanto de las fechas, ni de los equipos participantes, sólo del polémico país organizador. Terminé empapándome del contexto social y político porque se hizo inevitable no verlo ante tanto atropello: no sólo la sede había sido elegida en un proceso corrupto, sino que Qatar es un país que vulnera los derechos de las mujeres y personas con orientaciones e identidades diversas. Como feminista mi postura en torno a este mundial no podía ser otra más que de completo rechazo. Antes de que empezara, incluso, en un chat  preguntaron qué tanto seguiríamos los encuentros para determinar las fechas de unos talleres en los que quedé de participar. Mi respuesta fue tajante: “No me interesa en absoluto el mundial”

Hasta que comenzó.

Durante los primeros partidos no presté tanta atención. En la fase de grupos, según yo, había equipos poco interesantes. Pero mi interés fue creciendo a medida que la fiebre aumentaba. Además, mi papá no pudo esconder que este es su evento favorito. Me llamaba para contarme cómo había estado cada encuentro. Finalmente me insistió, por días, en que fuera a ver los octavos con él.

Ahora estoy en su casa, viendo España - Marruecos. En realidad no es tanto lo que veo el partido como lo que estoy pendiente de sus reacciones. Me veo en su angustia, en la forma en que destruye sus uñas cuando se estresa, en los putazos que echa cuando la jugada no resulta como quería. Todo eso lo heredé. 

Se acabó el partido, qué partido, y pasamos juntos todo el resto de la tarde. Conversando noté que sólo en el fútbol mi padre, y tantos otros FIFAs, se permiten ser vulnerables, se conectan con sus sentimientos. Todas las veces que han sacado a Brasil mi papá ha quedado devastado. Las primeras veces hasta lloró, según me cuenta, como también lloró el día que mataron a Andrés Escobar. Mi padre, como todo Colombia, no podía creer que eso estuviera pasando.

Hace un momento terminó Argentina - Países Bajos. Como he hecho desde la fase de grupos, llamo a mi papá para saber qué opiniones tiene sobre lo que acaba de pasar. Ambos estamos agotados, como si también hubiéramos corrido los 120 minutos (la adrenalina que botamos durante los penaltis). Qué partido tan putamente sufrido. Me duele el cuello, me huelen las axilas y creo que me alcanzó a dar taquicardia. De repente entiendo que la verdadera razón por la cual no veo fútbol es porque soy igual de apasionada a él: sufro cada remate, cada tiro de esquina, cada oportunidad de gol perdida. No me gusta esa sensación. Es mucho más fácil ignorar, fingir que no me interesa, desprenderme. Así como lo hice con mi padre. Porque entre más cerca esté de él, más me duele cuando se equivoca, cuando intenta dominarme, cuando actúa mal. He notado, sin embargo, que mucho entre nosotros ha cambiado y somos capaces de vernos y entendernos en nuestras semejanzas y diferencias. Al igual que me permití ver este polémico y sorpresivo mundial, estoy permitiendo que mi padre vuelva a ganar la posición que pareció haber perdido luego del Mundial de Rusia 2018. Y estoy esperando que en cuatro años la copa que une al mundo nos vuelva a acercar.

*Luisa Fernanda Gómez es periodista y redactora de la revista Bienestar.  Vive en Bogotá con sus cuatro gatos. Le gusta el buen café y gritar los partidos del mundial.

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