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Bienestar Colsanitas

Del éxito y otros demonios

Ilustración
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En marzo de 2022 me encontraba completamente exhausta. Había pasado años estudiando, título tras título, idioma tras idioma, y certificación tras certificación. Pero, por alguna razón, seguía sin tener éxito y lo peor de todo, es que no entendía por qué.

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Para que se hagan una idea del contexto: No tengo hermanos, no tengo primos. Así que, desde un día de noviembre de 1999, fui la receptora de todos los beneficios, sueños, expectativas y anhelos de mi familia más cercana. Nada podía salir mal. Pusieron en mis manos todos los recursos y en mi mente todos los discursos: Contaba con todo lo que una niña necesita para ser exitosa (y más). Así que, me decían, “era lo mínimo que podía ser”. 

Comencé a tocar violín a los siete años. No era divertido, pasaba varias horas del fin de semana ensayando las mismas canciones clásicas (desconocidas) una y otra vez. Pero recibía elogios cada vez que tocaba alguna canción en Navidad, así que continuaba. A los nueve años, un instrumento no era suficiente. Era hora de hablar inglés porque (decían los grandes), el mercado laboral era cada vez más competitivo. Se imaginarán que una niña poco entiende de la competitividad del mercado laboral. Tampoco entendía cómo es que las clases del fin de semana con un profesor particular eran más importantes que la fiesta de cumpleaños con temática de Shrek a la que no iba a poder ir. Durante la semana, utilizaba el tiempo que me quedaba libre de mis tareas de colegio para escuchar canciones, ver películas o leer fanfics en inglés. Me costó disfrutarlo al principio porque no entendía nada. Los grandes decían que iba a valer la pena. No sé si lo valió, pero en todo caso hablé el idioma un año después.

En paralelo a este cuento que les estoy echando, por supuesto, estudié. Siempre tuve buenas notas. Después de todo (y cito a mis filósofos): “Cómo la niña no va a tener buenas notas si es lo único que tiene que hacer”. Con eso en la cabeza, fui la mejor del salón año tras año. Eso me consiguió un lugar en una universidad prestigiosa, de la que salí con un título (y un montón de extracurriculares con los que no los pienso aburrir) cuatro años después. Me tocó grado en la pandemia y grabé la ceremonia para que mi mamá la viera cuando llegara de trabajar. Spoiler: Nunca la vió. Creo que eso me terminó de convencer: Este logro no era especial, era mi obligación haber llegado hasta ahí, ¿por qué íbamos a hacer tanto escándalo al respecto? Y desde ahí el ciclo se repitió. Como todos esperaban, comencé una maestría, estudié francés (ya hablaba inglés, así que tocaba seguir aprendiendo), conseguí trabajo, cumplí 22. Me terminé de creer el cuento de que era la “it girl”, un título tan popular por estos días. Para los que no les suena, las it girls son esas mujeres que, a simple vista, lo tienen todo. Trabajan, estudian, hacen ejercicio, meditan, mantienen relaciones sanas, se divierten, y logran todo lo anterior con unas uñas perfectas y un pelo divino. Yo me sentía esa mujer porque, para este punto de la historia, yo hacía todo eso (si lo hacía contenta o no, esa es otra discusión). 

Y eso nos lleva al inicio del cuento: marzo de 2022. Pónganle que era un martes cualquiera. No había pasado nada fuera de lo normal. Me levanté a las 5:00 AM, como aún hago todos los días. Entrené, medité, agradecí, y trabajé. No estoy segura de qué fue lo que lo detonó. Llevaba días sintiéndome cansada, pero eso no era extraño. Según yo, todo el mundo se sentía así. En ese momento estaba lidiando con dos trabajos (uno me pagaba la maestría), un idioma, la tesis de la maestría y la vida misma (discusiones, descontentos, plata y hormonas). Entré a mi última reunión del día sintiéndome completamente drenada. Mi cabeza era un Ferrari con 800 caballos de fuerza (un Ferrari de los buenos), y andaba a toda velocidad: “Mañana hay que terminar de estudiar la página 144, no he enviado el correo que me pidieron, este man nada que me contesta, ¿qué voy a decir mañana en esa reunión?, pidieron correcciones otra vez… Argh, no tengo la presentación lista, yo no creo que eso haya quedado bie… ¡Buenas tardes! ¿Cómo están todos?” 

LA CONVERSACION EXITO CUERPOTEXTO

Una hora y media más tarde dije: “Chao a todos, que estén muy bien” y me ataqué a llorar. Revisé la hora preguntándome cuánto tiempo tendría para llorar en paz antes de que llegara mi mamá. ¿Cómo iba a explicarle que estaba llorando porque estaba demasiado cansada? La última vez que lo mencioné, me dijo como un terciopelo: “Pero cuántas personas querrían tener lo que tu tienes, hay gente que sí le toca bultear…” Y como suelen hacer los papás después de que les cuentas algo importante, se recordó a sí misma que no había leche y que no había huevos. En fin, para ese momento yo estaba tratando de calmarme para no explicarle a los grandes, a pesar de que ahora yo también era alguien grande, lo exhausta que me sentía. Fue esa la primera noche, después de 22 años, en la que me enfrenté con lo que me estaba pasando: En realidad, ¿qué había logrado hasta ahora?

¿Por qué no me había dado el chance de descansar? ¿Por qué sentía la necesidad de ser la mejor en cualquiera de las actividades en las que participaba? ¿Por qué no pude tener un hobby? ¿Por qué renuncié cada vez que no era la mejor en algo? Entendí que mi vida, hasta ese punto, había girado alrededor de la idea del éxito. Siempre me repetía que iba a sentirme completa cuando... Cuando me graduara de bachillerato, cuando terminara la carrera, cuando consiguiera trabajo, cuando acabara la maestría, cuando hablara otro idioma, cuando me certificara, cuando consiguiera apartamento, cuando me fuera del país. Y tras una sesión de autoterapia entendí que me la pasaba persiguiendo una cima que yo misma hacía cada vez más alta. Y la razón era que “el éxito” era todo lo que yo tenía. Si alcanzaba una meta y no conseguía otro mérito pronto, uno que resultara atractivo para los demás, ya nadie reconocería mi valor. Porque, según yo, eso era lo que me hacía especial: haberlo logrado todo. Entonces, cuando no lograra más cosas, ya no iba a ser nadie. 

Pero bueno, como dicen: El primer paso es aceptarlo. Y desde ahí me concentré en reescribir mis discursos. Primero aprendí que yo no soy mis títulos, ni los idiomas que hablo, ni los amigos que tengo, ni las felicitaciones de mis superiores, ni el orgullo de mi familia. Segundo, me repetí hasta el cansancio (y aún lo hago) que las fotos de vidas perfectas que veía en redes (y que yo publicaba) son mentira. Como dice una canción de Morat que amo cantar a todo pulmón, “tenemos que salirnos del engaño de que una foto muestra la verdad, dejar de compararnos con extraños, que nadie es tan perfecto en realidad”. Y finalmente, gracias al famoso libro Los 7 hábitos de la gente altamente efectiva (irónico, ¿no?), me pregunté: ¿Si me le fuera a San Pedro mañana, qué querría que dijeran en mi funeral? Me parece bien triste que sólo dijeran, “sí, sí, fue muy juiciosa, siempre entregó a tiempo y siempre sacó 5.0”, que sólo por eso me recordaran. Como no quería eso, necesitaba un cambio, un descanso. Y luego, debía reevaluar lo que yo creía que era el éxito.

Al final del cuento me cambié de trabajo, y ahora gano menos pero estoy feliz. Dejé las certificaciones en espera y llevo mi idioma con su avena y su pitillo. Y resulta que la vida también aguanta así. Sin tanta prisa y sin tanto estrés. Después de todo, ¿quién puede determinar lo que es el éxito para otra persona? Si se ven reflejadas en esta historia y también andan persiguiendo esa cima inalcanzable, les cuento que yo la alcancé y la bajada es mucho más divertida.

 

*Paula Velandia es profesora, le gusta el tinto, y se ha aprendido el nombre de todos los perritos del barrio.

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