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Constanza González

El camino hacia uno mismo, una conversación con Constanza González

Fotografía
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Apuntes valiosos sobre la compasión, la meditación y el cuidado en una conversación reveladora sobre la vida y el dolor humano.

Constanza González habla mirando a los ojos con una intensidad inusual, constante. No baja la mirada al hablar del dolor ni la desvía al hacer un chiste. Sus palabras siguen el mismo camino: observa con profundidad cualquier pregunta, responde sin afectación. Algo que termina por sorprender al oírla hablar de la soledad en que tantos viven la vejez, de la necesidad de los tejidos comunitarios en un mundo que enferma con una expectativa de vida mayor, o de su experiencia como hija cuidadora de una madre con cáncer cerebral. La dureza y la belleza de la vida emergen sin distinciones entre recuerdos y reflexiones en los que predomina una mirada realista a la que parece no caberle una gota de cinismo.

Constanza González Giraldo es bogotana, tiene 47 años y es psicóloga clínica de la Universidad Santo Tomás de su ciudad natal. Al poco tiempo de graduarse, viajó a Barcelona donde inició estudios de maestría, pensando quedarse por tres años, sin sospechar que terminaría quedándose catorce. Cursó la maestría en terapia breve estratégica del Institut Gestalt y la maestría en psicooncología de la Universidad de Barcelona. Hoy es la directora del programa comunitario de Fundación Keralty y coordinadora nacional de Ciudades Compasivas, un programa de fortalecimiento de redes comunitarias que se implementa en la capital desde hace casi siete años y ha ido creciendo hacia Ibagué, Manizales, Santa Marta, Cartagena, Villavicencio y Pasto. 

Mientras conversamos con una taza de café especial tostado y servido en el salón de Café Banna en el barrio Quinta Camacho de Bogotá, también van apareciendo uno por uno sus otros intereses, desde el periodismo hasta la meditación, práctica en la que se ha recogido y en la que también se ha formado a lo largo de 30 años. 

¿Cómo se consigue construir ciudades más compasivas?

Culturalmente nos hemos ido volviendo más individualistas y en las grandes ciudades la tendencia es que cada uno mira por su propio beneficio. Se nos olvida que estamos aquí gracias a la cooperación. Sin embargo, en la medida que empiezas a hablar del tema, todos descubren que tenemos la misma necesidad en el tema del cuidado, de la solidaridad, de estar atentos al sufrimiento y al dolor de los otros. 

¿De dónde vino esta iniciativa?

Nuestro Programa de Ciudades Compasivas surge de la metodología “Todos Contigo” diseñada por la New Health Foundation de Sevilla, inspirada en el movimiento de Ciudades Compasivas, una estrategia para acompañar en el proceso de enfermedad crónica avanzada y final de vida. Nosotros implementamos esa metodología en alianza con ellos desde 2016. Sin embargo, en Colombia ya trabajamos y sensibilizamos alrededor de la enfermedad crónica avanzada y final de vida, pero también de la discapacidad, la salud mental y la soledad.

¿Qué le interesó de este proyecto cuando lo conoció en Sevilla y luego cuando lo vio nacer en Bogotá? 

Conectaba con todo lo que yo soy. Yo trabajaba desde hacía muchos años como psicóloga clínica, atendiendo consultas y haciendo formaciones en psicología y mindfulness. Cuando llegué a Colombia a raíz del proceso de final de vida de mi mamá y supe que esto estaba comenzando, lo busqué porque sabía que era una apuesta que realmente podría transformar las comunidades y los territorios para el bienestar de todos, para empezar a acompañar a las personas en el cultivo de la compasión, de la atención plena, mientras atraviesan momentos complejos, difíciles…

La ciudad tiende a fragmentar lo comunitario al compartimentar la vivienda y separar por barrios la vida de la gente. ¿Qué estrategias ponen ustedes en funcionamiento para tejer redes comunitarias en un escenario así?

Lo que hacemos es sensibilizar a las personas para compartir un lenguaje común sobre el cuidado y ayudarlas a identificar las necesidades de quienes tenemos alrededor en la familia, el edificio, el barrio y cómo podemos dar respuesta a esas necesidades. También buscamos conectar las diferentes instituciones que ya están en el territorio, independientemente de su naturaleza, como colegios, universidades, iglesias de diferente fe, voluntariados, buscando que se creen relaciones de cooperación entre distintos actores alrededor de esas necesidades… Tratamos de dejar muy claro que el cuidado es un privilegio y una responsabilidad comunitaria. 

Piensa que la palabra compasión ha generado resistencia, en ocasiones, porque se confunde con la lástima. ¿Cuál es la diferencia entre ambas?

La lástima se da en una relación de jerarquía y una emoción muy concreta: el miedo. Desde ahí yo puedo sentir el dolor del otro, pero paso de puntitas por él. La compasión en cambio se da desde el amor. Parte de un lugar que llamamos la humanidad compartida y que no es otra cosa que reconocer que tú y yo estamos en esta misma experiencia humana, que no escogimos dónde nacer, las oportunidades que íbamos a tener, lo guapos que somos, los genes que tenemos y en la que, no obstante, compartimos una misma experiencia: ambos vamos a envejecer, a enfermar, a morir, y nos van a doler muchas cosas.

Tiene 24 años de experiencia clínica en consulta psicológica, una maestría en psicooncología, y también fue directora de la Liga Colombiana contra el SIDA. ¿Qué la ha movido a trabajar tan cerca del dolor o del final de la vida de los otros? 

Yo sé que suena extraño decirlo, pero siempre me ha interesado indagar en cómo acompañar ese momento tan maravilloso cuando te despides de este planeta. Poder estar ahí con alguien cuando está haciendo ese proceso, permitir que tenga un significado diferente y ayudar a que las personas se vayan, puedan soltar este mundo con tranquilidad y con serenidad es algo que me cautiva. 

Antes me mencionó su admiración por Christine Amanpour, la periodista política afamada por su programa de entrevistas. ¿Qué admira en ella?

La profundidad y como se implica, ¿sabes? No tiene esa pose que uno ve en los entrevistadores que mantienen la distancia pretendiendo la objetividad. Si a alguien le toca una fibra, se ve, ella se mete y comparte su reacción, su mirada. Eso me parece increíble. Cuando uno estudia psicología o ciencias del campo de la salud, te hacen énfasis en mantener la distancia, en que tienes que ser objetivo y que cuidadito se te sale algo de información tuya. Y lo que yo descubrí haciendo clínica es todo lo contrario. Soy mucho más útil cuando el otro me ve como un ser humano que también ha vivido experiencias, que también vive situaciones, al que también le duelen algunas circunstancias.

¿Qué le parece determinante a la hora de tener una buena entrevista psicológica o incluso periodística?

La disposición, porque la apertura tuya lo hace todo, todo, todo. Por eso la práctica [meditativa] también ha sido tan importante para mí. Cuando atendía consulta, terminaba con un paciente y tenía que empezar con el siguiente a los cinco o diez minutos. Poder cultivar esa frescura para poder recibir a la quinta persona que veo con la misma disposición con que recibí a la primera, era el compromiso más grande. Creo que es igual en la entrevista periodística. 

¿Por qué habla de práctica y no meditación? 

Porque para mí es más un ejercicio. A veces cuando hablas de meditación, la gente lo toma como algo que es para unos pocos... Y para mí es importante nombrarla como algo más cercano a la vida. 

¿Qué encuentra en la meditación que la ha hecho persistir treinta años en ella?

Te va dando una estabilidad tan rica… Hace años, por ejemplo, en el colegio, recuerdo cómo había partes del día que me parecían como pesadas y en las que iba haciendo las cosas porque tocaba hacerlas y ya. Yo ahora siento que puedo llevar mejor ese tipo de momentos. Conforme me he vuelto más grande puedo vivirlos con más tranquilidad. Creo que no solo tiene que ver con la edad, sino con la práctica. Es algo muy sutil. No es una transformación que tú digas mejor dicho, soy otra. Pero cambia tu forma de vivir los días, las relaciones, incluso la conversación en un taxi... 

Me comentó que su madre fue diagnosticada con un tumor (cáncer) de mal pronóstico al poco tiempo de que se graduara precisamente de psicooncología. ¿Podría volver sobre esa historia? 

Yo terminé la maestría en julio y mi mamá empezó con síntomas como en agosto, aunque podían pasar desapercibidos, porque estaban más dentro del campo de lo psicológico. Le diagnosticaron ansiedad generalizada, que no era más que el efecto del tumor en el cerebro de mi mamá, pero eso aún no lo sabíamos. En octubre ya mi mamá empezó a perder la movilidad de un lado. Por fin le hicieron una resonancia y ahí fue que vieron un glioblastoma grandísimo, que no salía en los TAC. Y a partir de ahí, empezó a vivir todo el deterioro. Parecía un chiste de la vida.

¿Qué le quedó de esa experiencia como hija cuidadora al final de la vida de su madre?

El mayor temor que yo tenía en la vida era perder a mi mamá. Enfrentarme a eso fue muy doloroso. Pero hubo algo que aprendí después y que no creía posible y es que, estando en los momentos más terribles y más dolorosos, también había belleza, disfrute, celebración. Eso de que mi mamá pudiera soltar una carcajada porque escuchó algo a lo lejos después de llevar días sin hablar, es algo que atesoro… Como que todo se iluminaba.

Desde su experiencia, ¿qué es lo más complejo emocionalmente y menos abordado del diagnóstico de cáncer?

El temor que nos produce a todos y a nuestras familias. Y empezar a encontrarnos de frente con qué vamos a hacer, cómo me voy a enfrentar a eso. Pero también la enfermedad pone sobre la mesa todo lo que no hemos hecho.

¿Qué la ayudó a atravesar ese proceso?

Hay una práctica que había aprendido hacía mucho tiempo: la práctica de la montaña. Es una visualización en la que te sientas y empiezas a conectar con todas las cualidades que tiene una montaña. La montaña está ahí presente hace miles de años. No se queja si hace mucho frío, no se queja si hace calor, no se queja si pierde sus árboles, si pierden todas sus hojas. ¿Cuánto sufrimiento no ha visto la montaña y sigue ahí robusta, flexible, presente? A mí algo que me encanta de Bogotá son los cerros. Y cada vez que yo salía a hacer alguna gestión de mi mamá, autorizaciones para la quimio, para la radio, y podía ver los cerros, me conectaba con esa práctica en medio del dolor que estaba sintiendo, y de alguna manera volvía a darme fuerza, me volvía a conectar con todos los demás que estaban pasando por lo mismo.

Hay un lugar común que nos hace pensar que la meditación es calma, placer, y que quizás no es una práctica para todos. ¿Qué piensa de la incomodidad con la que nos encontramos al meditar?

Justo para eso es la práctica. La práctica te abre, te permite relacionarte con todo lo que hay ahí. Con lo bonito es fácil relacionarse, pero con lo molesto cuesta bastante. Nuestra tendencia es a dirigir nuestra atención a lo placentero y aún más con esa creencia que tanto se oye de que la vida está hecha para ser felices. La vida es la vida, se mueve, nos mueve, nos trae cosas bonitas, nos trae cosas que no son tan bonitas y la meditación es justo para poder abrir un espacio y relacionarte con lo que hay. Es un laboratorio en el que te permites conectar con la persona que eres hoy, con lo que esa persona piensa, siente o hace. Y si es bonito, vale. Y si no es tan bonito, vale también.

Jorge Francisco Mestre

Escritor, periodista e historiador. Fanático de las historias contadas con calma, hondura y gracia. Escribe entrevistas, crónicas, ensayos y artículos de análisis para Bacánika y Bienestar Colsanitas. En 2022, publicó Música para aves artificiales, su primer poemario.