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Bienestar Colsanitas

Adoptada, a mucho honor

Ilustración
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¿No has pensado buscar a tu mamá biológica y preguntarle por qué te abandonó? Para muchas personas, una pregunta que roza el límite de la imprudencia. Para mí, la excusa perfecta para hablar en voz alta de una mujer a quien no conozco, pero a quien le debo lo que soy.

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A mis 40 años estoy segura de dos cosas. La primera es que ser mamá soltera es el mejor regalo que me ha dado el universo. La segunda, que ser adoptada es mi mayor orgullo en la vida. ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra?, se preguntarán. A la respuesta, aunque carece de nombre propio, le sobra validez: ambas tienen como protagonista a mi mamá biológica. 

No tengo ni idea cómo se llama, no sé dónde nació, no sé cuál es su comida favorita, ni de qué color tiene sus ojos. Solo sé que tenía 15 años cuando quedó embarazada. Ese dato me lo dio Elizabeth, mi mamá adoptiva, quien en ese momento era la jefe de enfermería de FANA (la fundación donde me adoptaron) y quien tuvo acceso a esa información como parte del proceso. Sé que mi mamá biológica fue tan grande y tan madura que, en lugar de abortarme, me dio en adopción. Vale recalcar que no juzgo a las mujeres que han optado por interrumpir sus embarazos, defiendo completamente el derecho de cada mujer a elegir sobre su cuerpo, pero sí le doy un crédito especial a esa adolescente que hace 40 años, cuando hablar de adopción era un tabú, fue tan valiente que me mantuvo con ella durante nueve meses, hasta el día que me dio en adopción. 

Y es que a diferencia de lo que muchos piensan, mi mamá biológica no me abandonó. Al contrario, me regaló la oportunidad de vivir, de ser feliz, de enamorarme, de embarrarla, de escribir mi historia en mis propios términos, de crecer en una familia maravillosa donde Carlos y Elizabeth me demostraron que la sangre no es un factor determinante al momento de amar y criar a otro ser humano. También me permitió crecer junto a Ángela, hija biológica del primer matrimonio de mi papá y a Natalia, adoptada cuatro años después que yo, dos mujeres increíbles con quienes físicamente no me parezco en absolutamente nada, pero a quienes tengo el privilegio de llamar hermanas. 

Recuerdo que cuando estaba en séptimo en el Saint George’s School, entre los miles de apodos que tuve, el de “recogida” e “hija del lechero” fueron tal vez los que me decían con más cizaña. En ese momento, hablo de 1998, mi hermana menor y yo éramos las únicas adoptadas conocidas en el colegio (hoy hay mínimo cuatro estudiantes por promoción que son adoptados). A lo mejor pensaban que por no haber otros como nosotras, me iban a tumbar.  Cuando la realidad era que “cuatro ojos” y “cara de camello” eran los apodos que de verdad me jodían la cabeza. Nada que tuviera que ver con el ser adoptada era un insulto para mí, en cambio cuando se referían a mi físico, sentía que el mundo se acababa. Quisiera decir que a mis 40 años ya soy más segura de mi apariencia, pero estaría diciendo mentiras y le restaría honestidad a este relato. 

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De mi adopción siempre he estado orgullosa. No sé ni la hora ni el lugar donde nací. Esos son datos que solamente me habría gustado tener para hacerme la carta astral y organizar un poco mi vida hace un par de años, pero que no definen mi sentido de pertenencia en lo más mínimo. Tengo la certeza de que mi mamá biológica me quiso hasta el final de nuestro tiempo juntas. Vio su cuerpo cambiar para que yo pudiera crecer, me sintió patear, y sé que despedirse no tuvo que ser fácil. Conjugo el verbo con certeza  porque el día en que nació mi hija Martina, y me la dieron para que la cargara, la primera persona en la que pensé fue en mi mamá biológica. Pensé en ella y en lo que le debió doler el saber que no nos íbamos a ver más. Me puse en sus zapatos y pensé en lo horrible que sería no ver a Martina nunca más, no olerla, no escucharla, no sentirla después de llevarla en mi panza durante 280 días… fue como si alguien estuviera haciendo un hueco en mi corazón con alicates. 

Quienes nos conocen, saben que Martina es mi motor, mi polo a tierra, el amor más real y bonito que he conocido. Un ser humano poco convencional que ve el mundo diferente, con un sentido del humor contagioso, quien con su honestidad y ternura me obliga a ser mi mejor versión todos los días. Eso implica que debo estar a su altura y ser transparente con ella, lo que incluye no solo contarle mi historia, sino hacerla parte de ésta. Martina, a sus 13 años, sabe que a diferencia de ella, yo no estuve en la panza de su abuelita Elizabeth, pero tengo su temperamento e incluso su físico. Ella conoce a Feliza y a Marina, dos de las enfermeras que me cuidaron los cinco meses que estuve en FANA, y quienes cada vez que nos vemos me siguen dando amor. También me ha acompañado a dar talleres a parejas que van a adoptar y me ha escuchado decirles en voz alta que si no hubiera sido por mi mamá biológica, yo no tendría la fortuna de ser su mamá. 

Si bien desconozco la razón por la cual me dio en adopción, quiero aprovechar este espacio para decir, y que todos sepan: no la juzgo, no la odio y no la culpo. Por el contrario, la admiro, la respeto y le agradezco porque me puso a mí por encima de todas las cosas. Por eso cuando me preguntan si he pensado en buscarla para preguntarle por qué me abandonó, siempre respondo lo mismo: ¿Quién soy yo para ir a desordenarle la vida a una mujer que, en medio de su adolescencia, fue lo suficientemente adulta para asegurarse que yo tuviera una vida? Yo no sé si en ese entonces su familia sabía que me llevaba en su vientre, no sé si soy el producto de algún tipo de abuso, no sé si ya está casada y su familia no sabe que hace 40 años tuvo una bebé. No sé nada y no me importa. Sé lo suficiente.

Ella dio el primer paso y desde el 25 de julio de 1983, día en que me adoptaron, mis papás tomaron el relevo de manera extraordinaria. A Carlos y a Elizabeth quiero darles las gracias por enseñarme a vivir la adopción de manera orgánica y transparente. Gracias por nunca hablarme mal de mi mamá biológica, sino por el contrario, incluirla en sus oraciones para que esté bien donde quiera que esté. Los amo y amo ser su hija. 

Y a mi mamá biológica: Ojalá supiera tu nombre para poder escribirlo en mayúsculas y con signos de exclamación en este texto; y si por cosas del universo llegas a leerlo, sepas que mi nombre completo es Liliana Escobar Acevedo, soy Acuario, alérgica a los gatos y a los caballos, no veo un carajo sin lentes de contacto, amo el chocolate, odio la piña en cualquiera de sus presentaciones, le tengo fobia a las aves y lloro hasta viendo comerciales. No sé si coincidimos en alguna de estas características, pero sé que las tengo gracias a ti.

 

*Liliana Escobar Acevedo es comunicadora social y periodista, y recientemente una enamorada de la divulgación científica. En sus ratos libres le escribe un libro a su hija Martina.

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