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Disautonomía: mi lucha diaria contra la fatiga excesiva

Lidiar con desmayos repentinos y una somnolencia que a veces impide realizar las tareas básicas: una historia sobre el cansancio y sobre cómo levantarse.

Durante años, lo ignoré. Lo ignoré con furia, con rencor, con miedo. Algo sin nombre no estaba bien en mi cuerpo. Aquella mañana estuve grabando un reportaje en el Hospital Militar. El entrevistado, un médico militar que prestaba sus servicios durante los peores tiempos de la guerra en Colombia, me contó que, para rescatar a los heridos, a veces tenía que llegar con fusil a las zonas sitiadas por los guerrilleros. De repente comencé a sentirme presa de una debilidad inquietante. Tras la cámara, adivinaba la palidez en mi rostro, las piernas me flaqueaban, las palpitaciones iban in crescendo. Traté de mantenerme en pie, pero me faltaba el aire, como si estuviese en un ataúd. Destellos finos, visión borrosa; todo fundiéndose en negro. Negro total. Los últimos segundos de video registraron el pulso vacilante hasta que oprimí el “stop”.

— Perdón, me siento mareada —alcancé a balbucear y me desplomé. 

Cuando recobré la conciencia, me dieron agua con azúcar. El médico se quedó conmigo hasta que los signos vitales se normalizaron. Vi el reloj: eran cerca de las dos de la tarde. Tratando de restarle importancia al percance, y avergonzada, le dije al médico que el síncope debió presentarse porque aún no había almorzado. Él negó e insistió en que eso no era normal y que debía acudir con urgencia a un cardiólogo. 

No era la primera vez que me sucedía. Desde niña había padecido síncopes, sobre todo en los primeros años, pero los médicos no encontraron nada anómalo en los exámenes de rutina. Cuando participaba en los desfiles del colegio, me desmayaba en las calles del pueblo donde crecí. Los desmayos cesaron durante la adolescencia, aunque siempre me sentí extrañamente débil, sin energía. Huía del ejercicio: me escondía del profesor de educación física cuando nos llevaba al patio. Él creía que era floja, que no me gustaba practicar deportes. En las filas, me mareaba; en clases, a veces caía abatida por un sueño fuera de lo normal. Hasta entonces no sabía que eran síntomas de la baja de presión.

Los desmayos volvieron con crudeza en 2015; hubo un evento que removió mis emociones y disparó los síntomas de nuevo, casi 20 años después: el juicio por el homicidio de mi padre. Me desmayaba casi todos los días, de forma abrupta. En la calle, en los aviones, en el cine. Fue una época hostil, permanecía con moretones en la cara y en el cuerpo. Una vez, tuve tres desmayos la misma noche. Comenzó cuando estaba dormida. Me desperté ahogándome, con calor, y sobrevino el primero. Cuando me levanté para ir al baño, volvió a suceder: ¡Pum! Me levanté y otra vez: ¡Pum!

El diagnóstico de mi padecimiento llegó después de pasar por muchos médicos y estudios: disautonomía. Es una alteración del sistema nervioso autónomo, el regulador de las funciones involuntarias del cuerpo, como la frecuencia cardíaca, la presión arterial, la digestión, la temperatura, la respiración, entre otras. La disautonomía también puede aparecer como secundaria respecto de otras enfermedades. A menudo, este síndrome es tratado por especialistas en electrofisiología, medicina interna y neurología; no obstante, dependiendo de la intensidad de los síntomas puede ser tratado desde otras especialidades. 

La confirmación de mi diagnóstico se dio a través de un examen llamado “prueba de la mesa basculante” (o de la mesa inclinada), cuyo procedimiento consiste en acostar al paciente sobre una mesa, sujetarlo y monitorear todos sus signos vitales mientras cambia de posición hasta quedar de pie. Ahí comienzan a aparecer los síntomas. En mi caso, la presión arterial y la frecuencia cardíaca empezaron a descender drásticamente y, diez minutos después, me había desmayado. La prueba dio positivo para síncope vasovagal.  

En el transcurso de mi recorrido médico, me implantaron un monitor cardíaco en el pecho, un aparatico parecido en su forma a una USB que durante cuatro años registró la actividad de mi corazón. Cuando tenía síntomas, acercaba el control al monitor y grababa manualmente el episodio. Siempre tuve la curiosidad de saber por qué un paciente se siente mejor después de cada desmayo. Con el tiempo comprendí que desmayarse es un mecanismo de protección del cerebro, una forma de reiniciarlo para que los signos se estabilicen nuevamente. 

El síntoma más frecuente según el tipo de disautonomía que padezco es una inexplicable fatiga y una somnolencia excesiva que, a veces, no mejoran con el reposo y el sueño. Se siente como si hubiese ingerido un poderoso sedante; al intentar levantarme, el cuerpo responde embotado, denso. Cuesta realizar actividades simples, incluso un libro pequeño en la mano pesa demasiado. La falta de descanso también puede conllevar a desmayos. Debido a la deficiencia de flujo sanguíneo en el cerebro, la mente se nubla y pierdo la concentración. Entre otros síntomas pueden presentarse dolores de cabeza, hormigueo en el cuerpo y colon irritable. Desde mi perspectiva como paciente, considero que la fatiga es el peor de los síntomas porque no hay manera de moderarla con ninguna pastilla. La falta de energía conlleva a bajones emocionales por no poder culminar las tareas pendientes. Para compensar el déficit de rendimiento de una semana a veces debo trabajar durante los días de descanso, pero inicio la semana cansada, los síntomas vuelven y entro en un ciclo vicioso que parece interminable.

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La disautonomía suele afectar mayoritariamente a las mujeres y los síntomas aumentan con la menstruación. El tratamiento es personalizado para cada paciente. Algunos logran mejorar con recomendaciones generales, y otros, con presión baja como la mía, son recetados con medicamentos. En mi caso, el fármaco me cambió la vida, pues disminuyeron completamente los desmayos. 

Entre las recomendaciones están: levantarse despacio para evitar una caída, usar medias de compresión, tomar suficiente agua y comer sal para elevar la presión arterial. Hacer ejercicio moderado debe estar entre las rutinas. Al menos tres veces a la semana trato de ir al gimnasio: si me llego a sentir mal, dejo la rutina por la mitad, pero hago mi mayor esfuerzo. Los pacientes deben evitar permanecer de pie por tiempo prolongado, también los saunas, las multitudes, las comidas copiosas, los carbohidratos refinados y el azúcar. Otra recomendación frecuente es extender las piernas hacia arriba para que circule suficiente sangre en el cerebro. Es aconsejable tener aparatos en casa para medir los signos vitales como la tensión, la frecuencia cardíaca y la saturación porque son de ayuda para el paciente. 

La disautonomía también altera la calidad del sueño. Durante la noche, la presión y la frecuencia cardíaca descienden, razón por la cual los pacientes se sienten con menos energías en las mañanas. No regular la temperatura corporal también puede hacer que sientan frío y se sientan cansados al comienzo del día. No dormir, tomar alcohol o padecer estrés puede desatar descompensaciones como los desmayos. La disautonomía es una condición médica que, de no ser tratada, puede llegar a convertirse en una discapacidad para algunos pacientes.

Las personas con disautonomía suelen verse físicamente normales, en apariencia. Escribo este relato porque no se tiene la misma comprensión ni el trato adecuado que reciben pacientes con otras enfermedades. Aunque se calcula que lo padecen entre el 1 % y el 3 % de la población, es hasta ahora un síndrome de origen desconocido, poco investigado y complejo. Me he encontrado con médicos que no saben qué es la disautonomía.  

Hay enfermedades que pueden llevar a la muerte si no son diagnosticadas a tiempo, pero una vez controladas con el tratamiento correspondiente, la persona puede llevar una vida absolutamente normal. La disautonomía no mata, pero faltan tratamientos que estabilicen por completo y de una manera definitiva al paciente. Las crisis pueden ser absolutamente impredecibles. Tomar pastillas para controlar la presión baja y seguir las recomendaciones médicas no garantiza que desaparezcan las crisis; sin embargo, reconozco que he mejorado. Complemento mi tratamiento con medicina alternativa.

La medida y el manejo del tiempo para alguien que tiene disautonomía es distinta. Como vivo al vaivén de mi cuerpo, trato de ser muy celosa con mi tiempo, aprovecho los momentos en que me siento bien para rendir al máximo, pero siempre sin transgredir mis ritmos. Eso no implica que sea autocomplaciente; al contrario, me exijo tanto que he necesitado tratarme con psicoterapias para sobrellevar la culpa ocasionada por los momentos muertos, aquellos en que no puedo hacer nada. Las energías se me agotan, pero medio recobro fuerzas y me levanto. Siempre me levanto.

Diana López Zuleta

Periodista y escritora. Autora de Lo que no borró el desierto (Planeta).