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Bienestar Colsanitas

El incontable duelo por mi mascota

Ilustración
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¿Por qué será que la gente critica hacerle luto a un animal? El dolor y el vacío que siento son iguales a los que se sienten por una persona que falleció. Acá cuento por qué me estoy permitiendo esta despedida sin vergüenza alguna. 

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Creo que mi conexión con los animales comenzó pocos días después de haber nacido. Nos encontrábamos en la casa de mi abuelita cuando Shover, el perro de mi tío, aprovechando un momento de distracción, se encaramó a la mesa y se comió mi ”ombligo”, ese pedacito de cordón umbilical que se desprende unos días después del nacimiento y que mi mamá había guardado cuando nací para atesorarlo como el recuerdo más preciado. Desconozco si guardar el ombligo del bebé será una costumbre colombiana o algo muy propio de mi familia, pero a decir verdad agradezco que no haya llegado a mis manos. 

Los animales, en especial los perros, fueron parte de mi infancia. Por mi desmedido amor por ellos fui mordida incontables veces, pero ni el llanto ni los colmillos que dejaron marcados hicieron que este amor desapareciera. Fueron pasando navidades y el único pedido que se repetía año tras año en la carta al niño Dios era la añorada mascota. Pero esta no llegaba. A mis 7 años nos vinimos a vivir a Chile y el cambio de país trajo la promesa de al fin tener mi primer perro. Sin embargo, no se pudo, por circunstancias varias. En vez, fui la madre adoptiva de todo perro conocido. En vacaciones me pagaban por cuidarlos y, al final, terminaba con una tusa de tres pisos cuando era hora de regresarlos a sus casas. 

20 años pasaron para que llegara el momento en el que lograra convencer a mis papás de tener mi primera mascota. Hice todo un análisis: ¿Un perro? Me gustan los grandes, en un apartamento no me van a dejar tener uno… ¿Un gato? Uff no, la alergia no me dejaría en paz… ¿Un conejo? Mmm, ¿por qué no? Y es así como llegó Teo a mi vida. Un pequeño conejo rubio con unas largas orejas caídas que se arrastraban contra el suelo cuando saltaba. Llegó dentro de una caja de licuadora Oster llena de huequitos, junto a una manzana que era casi de su tamaño. Uno de los primeros veterinarios que lo atendió nos comentó con desdén que no nos hiciéramos ilusiones, “los conejos no aprenden mucho ni logran interactuar”, pero no podía haber estado más equivocado. 

Fueron pasando los años y cada vez sumaba más hazañas y anécdotas a su repertorio: dar besitos, abrir y cerrar puertas, esconderse simulando ser uno de los adornos de la mesa de centro, atender inmediatamente al llamado a comer (momento en el cual corría y llegaba a su individual a devorarse su plato de verduras). Y sucedió lo que siempre sucede: Mis papás pasaron de no querer una mascota en la casa, a mimarlo como a nadie. Llegaron a tal punto que un día sorprendí a mi papá diciéndole: “Teo, queremos que sepas que estamos muy orgullosos de ti”, cosa que nunca me ha dicho a mí directamente… y Teo ni siquiera se estaba portando muy bien que digamos.

La conexión que tuve con Teo desde el primer momento es inexplicable. Se formó un lazo que año tras año se fue haciendo más intenso. Él no necesitaba hablar, ni yo necesitaba contestarle para que pudiéramos entendernos y saber lo que nos estaba sucediendo. Todas las noches, independiente de la hora que fuera, me esperaba para que hiciéramos un ritual: Antes de que llegara la hora de meterse a su casa, esa jaula de dos pisos, su dúplex, de la cual era amo y señor, yo me acostaba, separaba mi brazo izquierdo del cuerpo y él se arrunchaba sobre mi pecho. Ahí se pegaba unos sueños increíbles, con sonidos, pataleos y todo. Y cuando ya se acaloraba, se despertaba, se pegaba un buen bostezo y se iba a su casa. De un brinco saltaba a través de la puerta del primer piso de su jaula, subía la escalera y se acostaba en su cama, observando desde las alturas, como el rey de la casa, la sala del apartamento que compartíamos.

Soy una convencida de que los animalitos llegan a esta tierra mucho más evolucionados que nosotros en algunos aspectos y, por eso, creo que su vida es más corta que la nuestra. Sabemos que va a llegar el día en que tengan que partir, sobre todo cuando van haciéndose un poquito mayores. Tenemos claro que va a ser difícil, pero no dimensionamos lo que es hasta que realmente lo vivimos. ¿Será más llevadero si se va deteriorando de a poco mientras lo acompañas en sus últimos años o si parte inesperadamente por una enfermedad o un accidente? Lo único que sé es que nunca estamos preparadas para esto.

Y, para mí, llegó ese día. Mi pequeño Teo voló a los cielos dos meses después de cumplir sus ocho años (para que se hagan una idea, eso es a los, más o menos, 63 años en edad humana). Mucho más de lo que viven los conejos normalmente, pero mucho menos de lo que me gustaría que me hubiese acompañado. Mientras estuvo hospitalizado, en los momentos en que me dejaban visitarlo, dejaba atrás todo mi sufrimiento, miedo y desconsuelo para darle fuerza, para que me viera tranquila y no se preocupara. Lo más importante era él. Pero cuando partió, mi coraza se quebró y llegó un dolor intenso que no salía del centro de mi pecho, que me ahogaba, una sensación de peso que no me dejaba caminar erguida. 

Sé que muchas personas pueden leer esto y no entender el sentimiento. Para este tipo de lutos no hay grandes ceremonias, no hay velorios ni ramos de flores. No suele haber permisos en el trabajo, la sociedad espera que te repongas relativamente rápido, ya que el que se va no es una persona, no es un hijo, padre ni un familiar de carne y hueso. Pero el doliente lo siente como si lo fuera, porque el sentimiento es el mismo. Ese amor incondicional, la complicidad y la entrega sin esperar nada a cambio, se convierten en tu refugio y tu fuente de amor en muchas ocasiones. De repente te encuentras en el instante en que se acaba de ir un integrante de tu familia, tu compañero en las buenas y en las malas, ese que te saludaba eufóricamente, aunque sólo estabas volviendo al apartamento por un momento porque se te había quedado el celular. 

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Conscientemente sabes que eres tú quien lo cuida y debe preocuparse por su comida, bebida, y por sus paseos. Pero en el momento en el que se va, te das cuenta que era él quien te cuidaba a ti, que lo que tú le diste no se compara con lo que él te dio. En esos arrunches de madrugada en donde yo sentía que era el momento de darle todo mi cariño después de haber estado el día fuera de casa, ahora me doy cuenta que era un momento que también él me regalaba a mí, fluía en ambas direcciones. Ahora que no está puedo comprender que lo que sentía no era solo la felicidad de poder entregarle mi amor, sino lo que recibía de él, con sus lamidos y sus ronroneos, como diciéndome: “Aquí estoy yo, fue un día duro”, o simplemente, “estoy feliz de que estemos juntos”. ¿Cómo no darse permiso para sentir un duelo así, después de tanta entrega?.

Muchos dueños de mascotas que partieron esconden su dolor por temor a ser juzgados, a exponerse y ser criticados. Otros simplemente adoptan otra mascota en reemplazo sin haber hecho su duelo, esperando que otro animal cure las heridas y llene el vacío. Así como guardan en una cajita su collar, correa, plato o juguetes, guardan en otra cajita la tristeza, la rabia, la negación y el desconsuelo. El problema es que, aunque trates de esconder esa caja en el último rincón, va a terminar saliendo y convirtiéndose en una caja mucho más pesada e imposible de llevar a cuestas. Más aún cuando no son los juicios, sino los auto juicios los que te pesan y son más dañinos. 

Cada duelo es único y personal. En ese momento, más que un consejo, lo que necesitamos es un abrazo, sentir que no estamos solos. Menos “el tiempo todo lo cura”, “la vida sigue”, “todo va a estar bien” y más cariño, compañía. Como sociedad debemos avanzar hacia el desarrollo de la sensibilidad, de que el dolor de cualquier ser es importante y que la auténtica empatía es abrazar el dolor del otro aunque no lo entiendas.

El duelo es como una montaña rusa, a veces estás en la parte más alta y, a veces, intempestivamente te desplomas en caída libre. Y es importante recorrer toda la montaña rusa hasta dominarla, sabiendo que siempre hay un final, hasta que todo el dolor se transforme en lindos recuerdos y te quedes con el agradecimiento de ese hermoso regalo. Porque nunca se van del alma quienes hicieron magia en nuestra vida, sean humanos o animales.

Han pasado 4 meses y aquí sigo viviendo mi duelo de manera consciente. Si suele haber prejuicios en torno al luto de los perros y gatos, las mascotas más comunes, es más crítico aún en animales exóticos como conejos, peces o pájaros. Este año me fui a vivir sola con Teo y, tras su muerte, volví a vivir unos meses con mis papás y continué pagando el arriendo de mi apartamento. Su casa sigue tal como la dejó el día que partimos al hospital con la certeza de que iba a volver. Sigue ahí su plato de oso panda con la comida servida, sus pelos rubios en cada rincón y un par de pequeñas caquitas tipo Chocapic.

Hoy me doy el permiso de vivir este duelo, pagué el arriendo de un apartamento que no estaba usando y me permito aún tener su casa en el mismo lugar, hasta que sienta que puedo dejarla ir, dejarlo ir, sin importar lo que diga la gente. Ahora cuando llego a mi apartamento, mi ritual se transforma en ver su retrato en la entrada, el lugar donde solía esperarme. Y me doy cuenta que ya no vive conmigo sino vive en mí, porque el vínculo del amor no se puede romper por un cambio de plano, por trascender.

Acabo de comprar un pequeño manzano para plantar sobre sus cenizas, para que así como llegó a mi vida comiendo manzana, perdure para siempre entregándolas. 

 

*Daniela Ortiz es colombiana y vive en Chile hace casi 22 años. Ingeniera Comercial de profesión, se dedica al mundo del eCommerce en una empresa inglesa. Solía hacer picnics con su conejo Teo en el Parque Juan Pablo II, de Santiago de Chile, y no cambia los roscones resobados de La Vega por nada del mundo. 

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