Si la niña que yo era en la década de los ochenta pudiera verme patinar hoy, quedaría boquiabierta. Igual de boquiabierta a las niñas del parque que ahora me bautizaron “la señora que patina”.
Llevo una carga por dentro porque la gente no concibe que no quiero ser mamá. Ahora por fin me libero y explico: se puede ser una mujer feliz que nunca tendrá hijos.
Años alejándome de las sentencias ilógicas del catolicismo. Temporadas zafándome del enredo eclesiástico. Y aquí estoy, admitiendo la culpa que siento, así no crea en ella.
En un mundo en el que ser mujer ha sido moldeado por lo masculino, es hora de reclamar lo femenino. ¿No nos haría mucho bien un empoderamiento de lo blando, un erotismo de igualdad?
Comparto una historia muy íntima de mi vida para invitar a todas a ver más allá del escepticismo, más allá de las creencias. Al otro lado puede haber más de una sorpresa…
El amor mutó después de separarnos, hacer las paces y hasta burlarnos de la situación. A pesar de los mensajes de esta sociedad, doy fe de que cada una define cómo se relaciona con un ex.
Tras años de priorizar mi carrera admití que quería tener un marido. Apenas lo conseguí, extrañé mi éxito profesional. Hoy me doy cuenta que no se trataba de elegir entre la una o el otro.
Aunque parezca obvio, el impacto que tiene un padre en la vida de sus hijos es enorme. Tan enorme, que como sociedad nos toca meterle más la ficha al tema.
De aquella vez que me crucé con un bebé en un parqueadero, de la importancia de un gesto, y de cómo la pandemia cambió dibujos infantiles en todo el planeta.
A mis 39 años me diagnosticaron cáncer de seno. Mientras me embarco en un carrusel de ocho ciclos de quimioterapia, he decidido que lo último que necesito es ser una valiente guerrera.
En la vida se pueden tener muchos sueños… y aunque ya estoy cumpliendo varios, no estaría viva si no fuera porque hace 15 años logré recuperarme de la adicción a las drogas y al alcohol.